miércoles, 27 de enero de 2016

Miedo a la oscuridad

Seguramente yo tendría la misma cara de alelado por aquel entonces. Si no la misma, parecida. También yo, con catorce años, era un muchacho despistado y tímido, como parece éste que tengo delante.
Acompañado por su madre, apenas levanta la vista de la mesa un mozarrón largo y encorvado de ojos tristes y caídos, bigotillo de pelusilla, flequillo de cortina (como el mío de antes) y voz corta y aflautada. Me he visto a mí mismo con esa edad.

Su médico del pueblo cree que le falta vitamina K porque le salen cardenales con mucha frecuencia. Su analítica, sin embargo, lo desmiente. Es un chaval que, como servidor antaño, combate su timidez jugando al fútbol a lo bestia, sin reparar en carreras alocadas, tropezones, golpetazos, rodillazos o saltos de cabeza acrobáticos. Y así está su cuerpo, como estaba el mío: hecho un Ecce Homo -un "seomo", se dice en mi pueblo.

Leyendo su historial me entero de que está siendo tratado, además, en la unidad de salud mental infantil. Pienso en un Asperger, una especie de autismo menor, síndrome éste más frecuente de lo que parece entre la población escolar. La madre, solícita a mi pregunta, lo niega. No, no se trata de eso. Al parecer, el chaval padece de un trastorno que consiste básicamente en miedo a la oscuridad y a la noche. No puede dormir solo ni a oscuras. 

¡Joder, igualito que yo! -pienso, sorprendido por tantas semejanzas.

Siendo, como era, un vicioso empedernido de la calle, adicto a la pelota, a los sables y a las flechas, me recogía el primero de todos mis amigos en cuanto venía la luz a las casas, al filo del anochecer. Llegado a la casa de mi abuela con el corazón en el gaznate, no me atrevía a entrar si no estaba la luz encendida, y aún así, si nadie me respondía desde dentro. "¿Mama?... ¿abuela?... ¿chacha Bibi?... ¿niña? (mi hermana mayor)..." Y permanecía en la gradilla esperando respuesta. Si no había nadie en mi casa o, si habiendo, se hacía el remolón por ver mi cobardía simplemente no entraba. Y esto siendo ya grandecito, vaya, para irme al seminario. Hasta los trece o catorce años me acostaba con mi abuela, y con la luz encendida. Ya dormido a base de un centenar de letanías y jaculatorias, mi abuela apagaba la bombilla y alumbraba el cuarto con la llama mortecina de una mariposa de aceite al pie de un cuadro siniestro y tenebrista del Señor con la Cruz ayudado por el Cirineo. Mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí de compartir sábanas con ella. Asimismo, una de mis grandes zozobras en los primeros meses de los Ángeles fue precisamente tener que dormir a oscuras. Ya sabéis, nunca me ha gustado la noche.

Sólo que yo no precisé de terapias psicológicas ni de otras gaitas, como sucede ahora. Este chico lleva cinco o seis años de psicólogos, de charlas y de medicamentos ansiolíticos, cuando a un servidor el seminario lo curó de todo. O por lo menos, me proporcionó el hervor que me faltaba. 

Mi primer dormitorio en los Ángeles fue el de san Tarscicio, el más alto de todos cuyas ventanas daban a la huerta de naranjos y al salto del Fraile, por el Este, y al Bembézar, por el Sur. Tal como lo pinto yo ahora. ¡Menuda diferencia con el cuarto de mi abuela! La lluvia, el viento y la tormenta, cual jinetes malvados del Apocalipsis, se afanaban allí más que en ningún otro sitio, sabedores de la indefensión y el canguelo de aquellas pequeñas e inocentes criaturas. Ahora pienso que las cosas que me salvaron del pánico en las primeras noches fueron el miedo visceral a la figura hierática y enérgica de don Antonio Jiménez -el cuarto jinete-, más poderoso aún que mi pavor a la noche, y la tierna cercanía tan gratificante como salvadora de mis primeros vecinos de cama, amigos ya para siempre.

No voy a hacer, desde luego, una apología de los internados, y menos en el siglo en que vivimos. Pero sí considero que una adecuada terapia para las fobias de este chaval, posiblemente las mismas que las de cualquier adolescente imberbe en cualquier tiempo, será siempre la compañía, la camaradería, la amistad en definitiva, junto a la necesidad de solventar los asuntos propios por imperativo personal.

Ésta es la cuestión, creo. Gran parte de la devoción nostálgica que profesamos al seminario -Los Ángeles, san Pelagio, san Telmo- todos los que allí hemos vivido y crecido no es tan deudora del cuidado de nuestros curas ni de la bondad de nuestra formación académica o espiritual, cuanto de los hondos sentimientos de solidaridad y amistad brotados de la absoluta necesidad de afecto. Eso creo.  

lunes, 11 de enero de 2016

Una noche en el hospital

No había más candidatos que yo. Hasta última hora estuve esperando con cierto anhelo a que se presentase algún otro. Sin suerte. Lógico, por otra parte. Todos mis hermanos y cuñados trabajaban al día siguiente; la Ana María se había quedado la noche pasada; mi sobrina María José, la de antes; la Peque, con un brazo escayolado, y yo, sin embargo, disfrutaba aún de mis vacaciones. El único candidato posible. Lo acepté, es más, me ofrecí al no ver ninguna otra alternativa. Esa noche, sin remedio, había que pasarla en el hospital cuidando de mi padre, ingresado de nuevo con otra pancreatitis.

La noche se ha hecho para dormir. Eso dice mi mujer, y eso mismo digo yo.
En mis lejanos tiempos de estudiante, ni en el seminario ni en la universidad, nunca he trasnochado para estudiar. En san Pelagio me quedaba como mucho hasta las doce, haciendo como que estudiaba, pero en realidad lo hacía para poder compartir con mis amigos las trepidantes e inocentes aventuras de entrar en la cocina a oscuras, sustraer de las neveras unos pocos de filetes de cerdo para  achicharrarlos sobre un infiernillo que tenía Pedro Soldado en su cuarto, y darnos luego nuestro pequeño festín con el añadido aliciente de la transgresión, no ya dietética sino disciplinaria. Siempre he considerado que el día tiene suficientes horas para todo. Estudiar sí, pero de día y con sol. En los distintos pisos de estudiante en los que he sobrevivido era el primero en irse a la piltra. Ni que decir tiene que una de las cosas que he sobrellevado mal de nuestras guardias de médico en el hospital ha sido ésa, la de pernoctar fuera de mi casa, la de no dormir en condiciones o no dormir nada. Y mis amigos son conocedores de que cualquier reunión doméstica, cena casera o festolín callejero toca a su fin a las doce, cual Cenicienta.

Con semejante espíritu, la noche entera en el hospital se me presenta larga, muy larga y penosa. Me había preparado una siesta preventiva que duró hasta donde mi nieto Lucas propuso: paseando por el pasillo a voces con su particular jerga de cabrero, eeehhhh, eehhhh... me despertó enseguida. Alargué la tarde en Antequera todo lo que pude, hasta me compré pantalones en las rebajas, como si haciéndome el remolón pudiese despertar sentimientos lastimeros en mi Juan, mismamente, que ya se paseaba nervioso por la habitación esperando mi relevo. A las ocho de la noche partía, por fin, hacia el hospital de Cabra, y a las nueve menos cuarto estaba listo y preparado para afrontar este formidable reto.

Como nos sucede a los cobardes tantas veces en la vida que imaginamos más peligros y precauciones de los que realmente son, luego la cosa no fue tan insufrible. Para empezar, la cama vecina se encontraba vacía, desocupada. Me faltó tiempo para poner un wassapt al grupo de mi familia para darles envidia de la cómoda noche que me esperaba, dando por hecho que yo iba a hacer un buen uso de esa cama. Tonterías, al cabo de media hora se ocupó la cama con un hombre de Rute, acompañado por su mujer.

Hasta las doce de la noche hay vida en los pasillos del hospital, y el tiempo pasa rápido. A las nueve, la cena; en el caso de mi padre un zumo de pajita chupada y un caldito aguado sin estrellitas. Para el vecino de Rute, sueros, dieta absoluta le llamamos. Mi padre se queja: "¡Qué ganas tengo ya de menear la barba!" -protesta exagerando el gesto de masticar con esa boca suya tan cómica y desdentada. A continuación, un paseíto y ponerlo a sus necesidades. Tengo que entrar con él al wáter, claro. Con mi mano izquierda sujeto el suero en alto para que no refluya la sangre por la gomilla, cosa intrascendente pero que asusta mucho al personal; con la derecha lo sujeto a él. Primero, de pié, como hacen los hombres, orina en la taza; rebusca entre la portañuela del pijama y se saca la churra; orina dentro y gotea fuera, como Dios manda. Luego, se la esconde, se da la vuelta y se sienta a dar de cuerpo. "Joer, papa, ¿no lo puedes hacer tó junto?" -le reclamo. "No, niño, cá cosa requiere lo suyo". Luego, sobre las once, viene la auxiliar de enfermería a ponerle el pañal. Tumbado en la cama en pelotas se deja hacer. Es muy buen paciente. Hay que ver, me dice la chica, con lo mayor que es y lo bien que está de su cabeza. En un santiamén lo tiene envuelto y arropado. A las doce pasa la enfermera, les cambia el suero a ambos pacientes, regula el ritmo de paso calculando que dure toda la noche, y se va. "Señorita, no me ha traído la pastilla de dormir", lugar común en todos los hospitales. "No se la tiene puesta el médico, dígaselo usted mañana". 

A partir de ahora el hospital dormita. Las habitaciones quedan silenciosas y alumbradas solamente por una bombillita enrejada en lo hondo de la pared de entrada, la luz de alarma. Como por arte de magia se hace el silencio en los pasillos a medida que se van ahogando las últimas toses, cada vez más espaciadas. Mi padre se ha dormido sin dar tiempo a que le traigan su lorazepam, y va a resultar ahora que es el hombre de Rute, Francisco, quien me va a fastidiar la noche con sus sonoros ronquidos y gorgorteos. Su mujer, Antonia, se extraña del sueño plácido de mi padre "Con lo mayor que es y ni un ruido, oye". Aún es pronto para sentarme en el sillón de escay. Me asomo al ventanal que da al sur para ver las luces de la urbanización cercana, para adivinar en la noche oscura la Fuente del Río, otrora famoso y concurrido parque donde los forasteros que venían al médico se reunían a almorzar con sus horteras y sus hules extendidos sobre mesas de piedra, para vislumbrar en cercana lontananza la cumbre iluminada de la vecina ermita de Lucena, esta noche arropada su desnudez por una nube lenticular que promete tormenta para mañana. Pese a la tranquilidad que se respira en la habitación, estoy temeroso, queda toda la noche, y he sido advertido por mis hermanos de lo farruco que se pone mi padre cuando se desorienta.

Mientras, el gota a gota del suero se me antoja un reloj de agua en lugar de arena, cada gota un segundo, más o menos, click, click, click... Mirando el goteo tan rítmico me da sueño. Coloco el sillón paralelo a la cama de mi padre para poder cogerle la mano útil, la mano con la que acostumbra a arrancarse la vía venosa en sus delirios oníricos. Aún dormido, enseguida lo nota, abre los ojos y me sonríe. Son ásperas las manos de mi padre. Ásperas y lisas como leña de encina aserrada, como tronco de olivo desmochado. Y fuertes, más fuertes que las mías. Hace tiempo que no echamos un pulso, pero siempre me lo ha ganado. Recuerdo ahora esas manos empuñando el hacha para la tala, arañando el frío y duro suelo para amontonar las aceitunas, escarbando más hondo que lo hiciera un almocafre para arrancarle al campo patatas o remolacha, batiendo con fuerza inusitada pero también con delicadeza la vara sobre el olivo, agarrando con firmeza y pericia la hoz, el hocino o la guadaña... No ha habido apero o instrumento de labranza en el que mi padre no haya sido el mejor, el más intenso, el más afanoso, Juanillo afán, le llamaban en el cortijo. Las mismas manos con las que ahora es incapaz de teclear sin equivocarse los números de su móvil, demasiado dedo para tan poco número, le sobra dedo o le falta número.

Francisco, el vecino de Rute, se despierta varias veces, cada cierto tiempo, pidiendo la botella para mear. Su mujer, siempre solícita, se levanta una y otra vez, le coloca el artilugio de plástico sobre el aparato, espera a que termine y luego se va al cuarto de aseo para verter la orina en un bote más grande donde debe recolectarse toda la orina de veinticuatro horas. No sé para qué querrán los médicos tanto orín. Mi padre, no. Él se orina libremente en el pañal. O, al menos, eso es lo que se espera que haga, porque en su casa, pese al pañal, amanece empapado cada día. Él y las sábanas. Y me admiro, de verdad, de ver la entrega abnegada de tantas mujeres, de tantas esposas añosas y desvencijadas, como esta Antonia, que, sin poder, sacando energía de donde no hay más que huesos hueros, grasa apelotonada y piernas varicosas, pasan tantas malas noches en los hospitales cuidando de sus maridos. Es curioso que cuando el paciente es un hombre mayor, su cuidadora en el hospital es su mujer, y si la paciente es ella, entonces son las hijas o los hijos los que se quedan de noche, nunca el marido. Otra lección de las muchas que recibimos a diario del sexo débil, fijaros qué incongruencia. Y fijaros también en el ahorro de recursos y de trabajo que tiene nuestro sistema público con la labor gratuita y generosa de estas mujeres en todos nuestros hospitales.

Lenta avanza la noche aunque sin sobresaltos. Algún quejido aislado a lo lejos, quizás en las primeras habitaciones. Se perciben los pasos rápidos de las enfermeras llevando algún alivio, un Nolotil pinchado o algo parecido. Mi padre no se despierta, menos mal. De vez en cuando intenta zafarse de mi mano para rodearse y cambiarse de lado, algo que tanto acostumbra. Lo dejo, pero enseguida vuelvo a cogérsela. Sueña, sueña mucho y habla en sueños. Y gesticula. Hay ruidos que no se entienden pero otros sí, perfectamente: "Niño, esta tarde partimos un plato jamón y nos lo comemos". Y se ríe solo. "¿De qué te ríes, papa?" Y se despierta un poco. "¿Qué estabas soñando?". "No me acuerdo, quiero mear". "Tienes puesto el pañal, méate encima". "Vale". Pero se mete la mano por dentro del pañal como queriendo sacarse la pinga. "¿Dónde vas con esa mano, hombre?". Lo sujeto y se queda tranquilo. Y vuelve a dormirse.

Ya recuerdo poco más. Desde las cinco a las siete de la madrugada me dormí yo también. Con su mano cogida, como él hacía conmigo en las noches de tormenta y en las de anginas.

A las siete, el hospital se despereza, se encienden las luces, las enfermeras arrastran los carritos de las curas, se cambian los sueros, se les saca sangre a los enfermos... Se da por terminada la temida y penosa noche.

Como veis, al final no ha sido para tanto.