Seguramente yo tendría la misma cara de alelado por aquel entonces. Si no la misma, parecida. También yo, con catorce años, era un muchacho despistado y tímido, como parece éste que tengo delante.
Acompañado por su madre, apenas levanta la vista de la mesa un mozarrón largo y encorvado de ojos tristes y caídos, bigotillo de pelusilla, flequillo de cortina (como el mío de antes) y voz corta y aflautada. Me he visto a mí mismo con esa edad.
Su médico del pueblo cree que le falta vitamina K porque le salen cardenales con mucha frecuencia. Su analítica, sin embargo, lo desmiente. Es un chaval que, como servidor antaño, combate su timidez jugando al fútbol a lo bestia, sin reparar en carreras alocadas, tropezones, golpetazos, rodillazos o saltos de cabeza acrobáticos. Y así está su cuerpo, como estaba el mío: hecho un Ecce Homo -un "seomo", se dice en mi pueblo.
Leyendo su historial me entero de que está siendo tratado, además, en la unidad de salud mental infantil. Pienso en un Asperger, una especie de autismo menor, síndrome éste más frecuente de lo que parece entre la población escolar. La madre, solícita a mi pregunta, lo niega. No, no se trata de eso. Al parecer, el chaval padece de un trastorno que consiste básicamente en miedo a la oscuridad y a la noche. No puede dormir solo ni a oscuras.
¡Joder, igualito que yo! -pienso, sorprendido por tantas semejanzas.
Siendo, como era, un vicioso empedernido de la calle, adicto a la pelota, a los sables y a las flechas, me recogía el primero de todos mis amigos en cuanto venía la luz a las casas, al filo del anochecer. Llegado a la casa de mi abuela con el corazón en el gaznate, no me atrevía a entrar si no estaba la luz encendida, y aún así, si nadie me respondía desde dentro. "¿Mama?... ¿abuela?... ¿chacha Bibi?... ¿niña? (mi hermana mayor)..." Y permanecía en la gradilla esperando respuesta. Si no había nadie en mi casa o, si habiendo, se hacía el remolón por ver mi cobardía simplemente no entraba. Y esto siendo ya grandecito, vaya, para irme al seminario. Hasta los trece o catorce años me acostaba con mi abuela, y con la luz encendida. Ya dormido a base de un centenar de letanías y jaculatorias, mi abuela apagaba la bombilla y alumbraba el cuarto con la llama mortecina de una mariposa de aceite al pie de un cuadro siniestro y tenebrista del Señor con la Cruz ayudado por el Cirineo. Mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí de compartir sábanas con ella. Asimismo, una de mis grandes zozobras en los primeros meses de los Ángeles fue precisamente tener que dormir a oscuras. Ya sabéis, nunca me ha gustado la noche.
Sólo que yo no precisé de terapias psicológicas ni de otras gaitas, como sucede ahora. Este chico lleva cinco o seis años de psicólogos, de charlas y de medicamentos ansiolíticos, cuando a un servidor el seminario lo curó de todo. O por lo menos, me proporcionó el hervor que me faltaba.
Mi primer dormitorio en los Ángeles fue el de san Tarscicio, el más alto de todos cuyas ventanas daban a la huerta de naranjos y al salto del Fraile, por el Este, y al Bembézar, por el Sur. Tal como lo pinto yo ahora. ¡Menuda diferencia con el cuarto de mi abuela! La lluvia, el viento y la tormenta, cual jinetes malvados del Apocalipsis, se afanaban allí más que en ningún otro sitio, sabedores de la indefensión y el canguelo de aquellas pequeñas e inocentes criaturas. Ahora pienso que las cosas que me salvaron del pánico en las primeras noches fueron el miedo visceral a la figura hierática y enérgica de don Antonio Jiménez -el cuarto jinete-, más poderoso aún que mi pavor a la noche, y la tierna cercanía tan gratificante como salvadora de mis primeros vecinos de cama, amigos ya para siempre.
No voy a hacer, desde luego, una apología de los internados, y menos en el siglo en que vivimos. Pero sí considero que una adecuada terapia para las fobias de este chaval, posiblemente las mismas que las de cualquier adolescente imberbe en cualquier tiempo, será siempre la compañía, la camaradería, la amistad en definitiva, junto a la necesidad de solventar los asuntos propios por imperativo personal.
Ésta es la cuestión, creo. Gran parte de la devoción nostálgica que profesamos al seminario -Los Ángeles, san Pelagio, san Telmo- todos los que allí hemos vivido y crecido no es tan deudora del cuidado de nuestros curas ni de la bondad de nuestra formación académica o espiritual, cuanto de los hondos sentimientos de solidaridad y amistad brotados de la absoluta necesidad de afecto. Eso creo.
Leyendo su historial me entero de que está siendo tratado, además, en la unidad de salud mental infantil. Pienso en un Asperger, una especie de autismo menor, síndrome éste más frecuente de lo que parece entre la población escolar. La madre, solícita a mi pregunta, lo niega. No, no se trata de eso. Al parecer, el chaval padece de un trastorno que consiste básicamente en miedo a la oscuridad y a la noche. No puede dormir solo ni a oscuras.
¡Joder, igualito que yo! -pienso, sorprendido por tantas semejanzas.
Siendo, como era, un vicioso empedernido de la calle, adicto a la pelota, a los sables y a las flechas, me recogía el primero de todos mis amigos en cuanto venía la luz a las casas, al filo del anochecer. Llegado a la casa de mi abuela con el corazón en el gaznate, no me atrevía a entrar si no estaba la luz encendida, y aún así, si nadie me respondía desde dentro. "¿Mama?... ¿abuela?... ¿chacha Bibi?... ¿niña? (mi hermana mayor)..." Y permanecía en la gradilla esperando respuesta. Si no había nadie en mi casa o, si habiendo, se hacía el remolón por ver mi cobardía simplemente no entraba. Y esto siendo ya grandecito, vaya, para irme al seminario. Hasta los trece o catorce años me acostaba con mi abuela, y con la luz encendida. Ya dormido a base de un centenar de letanías y jaculatorias, mi abuela apagaba la bombilla y alumbraba el cuarto con la llama mortecina de una mariposa de aceite al pie de un cuadro siniestro y tenebrista del Señor con la Cruz ayudado por el Cirineo. Mi primera polución nocturna me avergonzó tanto que ya desistí de compartir sábanas con ella. Asimismo, una de mis grandes zozobras en los primeros meses de los Ángeles fue precisamente tener que dormir a oscuras. Ya sabéis, nunca me ha gustado la noche.
Sólo que yo no precisé de terapias psicológicas ni de otras gaitas, como sucede ahora. Este chico lleva cinco o seis años de psicólogos, de charlas y de medicamentos ansiolíticos, cuando a un servidor el seminario lo curó de todo. O por lo menos, me proporcionó el hervor que me faltaba.
Mi primer dormitorio en los Ángeles fue el de san Tarscicio, el más alto de todos cuyas ventanas daban a la huerta de naranjos y al salto del Fraile, por el Este, y al Bembézar, por el Sur. Tal como lo pinto yo ahora. ¡Menuda diferencia con el cuarto de mi abuela! La lluvia, el viento y la tormenta, cual jinetes malvados del Apocalipsis, se afanaban allí más que en ningún otro sitio, sabedores de la indefensión y el canguelo de aquellas pequeñas e inocentes criaturas. Ahora pienso que las cosas que me salvaron del pánico en las primeras noches fueron el miedo visceral a la figura hierática y enérgica de don Antonio Jiménez -el cuarto jinete-, más poderoso aún que mi pavor a la noche, y la tierna cercanía tan gratificante como salvadora de mis primeros vecinos de cama, amigos ya para siempre.
No voy a hacer, desde luego, una apología de los internados, y menos en el siglo en que vivimos. Pero sí considero que una adecuada terapia para las fobias de este chaval, posiblemente las mismas que las de cualquier adolescente imberbe en cualquier tiempo, será siempre la compañía, la camaradería, la amistad en definitiva, junto a la necesidad de solventar los asuntos propios por imperativo personal.
Ésta es la cuestión, creo. Gran parte de la devoción nostálgica que profesamos al seminario -Los Ángeles, san Pelagio, san Telmo- todos los que allí hemos vivido y crecido no es tan deudora del cuidado de nuestros curas ni de la bondad de nuestra formación académica o espiritual, cuanto de los hondos sentimientos de solidaridad y amistad brotados de la absoluta necesidad de afecto. Eso creo.