lunes, 11 de enero de 2016

Una noche en el hospital

No había más candidatos que yo. Hasta última hora estuve esperando con cierto anhelo a que se presentase algún otro. Sin suerte. Lógico, por otra parte. Todos mis hermanos y cuñados trabajaban al día siguiente; la Ana María se había quedado la noche pasada; mi sobrina María José, la de antes; la Peque, con un brazo escayolado, y yo, sin embargo, disfrutaba aún de mis vacaciones. El único candidato posible. Lo acepté, es más, me ofrecí al no ver ninguna otra alternativa. Esa noche, sin remedio, había que pasarla en el hospital cuidando de mi padre, ingresado de nuevo con otra pancreatitis.

La noche se ha hecho para dormir. Eso dice mi mujer, y eso mismo digo yo.
En mis lejanos tiempos de estudiante, ni en el seminario ni en la universidad, nunca he trasnochado para estudiar. En san Pelagio me quedaba como mucho hasta las doce, haciendo como que estudiaba, pero en realidad lo hacía para poder compartir con mis amigos las trepidantes e inocentes aventuras de entrar en la cocina a oscuras, sustraer de las neveras unos pocos de filetes de cerdo para  achicharrarlos sobre un infiernillo que tenía Pedro Soldado en su cuarto, y darnos luego nuestro pequeño festín con el añadido aliciente de la transgresión, no ya dietética sino disciplinaria. Siempre he considerado que el día tiene suficientes horas para todo. Estudiar sí, pero de día y con sol. En los distintos pisos de estudiante en los que he sobrevivido era el primero en irse a la piltra. Ni que decir tiene que una de las cosas que he sobrellevado mal de nuestras guardias de médico en el hospital ha sido ésa, la de pernoctar fuera de mi casa, la de no dormir en condiciones o no dormir nada. Y mis amigos son conocedores de que cualquier reunión doméstica, cena casera o festolín callejero toca a su fin a las doce, cual Cenicienta.

Con semejante espíritu, la noche entera en el hospital se me presenta larga, muy larga y penosa. Me había preparado una siesta preventiva que duró hasta donde mi nieto Lucas propuso: paseando por el pasillo a voces con su particular jerga de cabrero, eeehhhh, eehhhh... me despertó enseguida. Alargué la tarde en Antequera todo lo que pude, hasta me compré pantalones en las rebajas, como si haciéndome el remolón pudiese despertar sentimientos lastimeros en mi Juan, mismamente, que ya se paseaba nervioso por la habitación esperando mi relevo. A las ocho de la noche partía, por fin, hacia el hospital de Cabra, y a las nueve menos cuarto estaba listo y preparado para afrontar este formidable reto.

Como nos sucede a los cobardes tantas veces en la vida que imaginamos más peligros y precauciones de los que realmente son, luego la cosa no fue tan insufrible. Para empezar, la cama vecina se encontraba vacía, desocupada. Me faltó tiempo para poner un wassapt al grupo de mi familia para darles envidia de la cómoda noche que me esperaba, dando por hecho que yo iba a hacer un buen uso de esa cama. Tonterías, al cabo de media hora se ocupó la cama con un hombre de Rute, acompañado por su mujer.

Hasta las doce de la noche hay vida en los pasillos del hospital, y el tiempo pasa rápido. A las nueve, la cena; en el caso de mi padre un zumo de pajita chupada y un caldito aguado sin estrellitas. Para el vecino de Rute, sueros, dieta absoluta le llamamos. Mi padre se queja: "¡Qué ganas tengo ya de menear la barba!" -protesta exagerando el gesto de masticar con esa boca suya tan cómica y desdentada. A continuación, un paseíto y ponerlo a sus necesidades. Tengo que entrar con él al wáter, claro. Con mi mano izquierda sujeto el suero en alto para que no refluya la sangre por la gomilla, cosa intrascendente pero que asusta mucho al personal; con la derecha lo sujeto a él. Primero, de pié, como hacen los hombres, orina en la taza; rebusca entre la portañuela del pijama y se saca la churra; orina dentro y gotea fuera, como Dios manda. Luego, se la esconde, se da la vuelta y se sienta a dar de cuerpo. "Joer, papa, ¿no lo puedes hacer tó junto?" -le reclamo. "No, niño, cá cosa requiere lo suyo". Luego, sobre las once, viene la auxiliar de enfermería a ponerle el pañal. Tumbado en la cama en pelotas se deja hacer. Es muy buen paciente. Hay que ver, me dice la chica, con lo mayor que es y lo bien que está de su cabeza. En un santiamén lo tiene envuelto y arropado. A las doce pasa la enfermera, les cambia el suero a ambos pacientes, regula el ritmo de paso calculando que dure toda la noche, y se va. "Señorita, no me ha traído la pastilla de dormir", lugar común en todos los hospitales. "No se la tiene puesta el médico, dígaselo usted mañana". 

A partir de ahora el hospital dormita. Las habitaciones quedan silenciosas y alumbradas solamente por una bombillita enrejada en lo hondo de la pared de entrada, la luz de alarma. Como por arte de magia se hace el silencio en los pasillos a medida que se van ahogando las últimas toses, cada vez más espaciadas. Mi padre se ha dormido sin dar tiempo a que le traigan su lorazepam, y va a resultar ahora que es el hombre de Rute, Francisco, quien me va a fastidiar la noche con sus sonoros ronquidos y gorgorteos. Su mujer, Antonia, se extraña del sueño plácido de mi padre "Con lo mayor que es y ni un ruido, oye". Aún es pronto para sentarme en el sillón de escay. Me asomo al ventanal que da al sur para ver las luces de la urbanización cercana, para adivinar en la noche oscura la Fuente del Río, otrora famoso y concurrido parque donde los forasteros que venían al médico se reunían a almorzar con sus horteras y sus hules extendidos sobre mesas de piedra, para vislumbrar en cercana lontananza la cumbre iluminada de la vecina ermita de Lucena, esta noche arropada su desnudez por una nube lenticular que promete tormenta para mañana. Pese a la tranquilidad que se respira en la habitación, estoy temeroso, queda toda la noche, y he sido advertido por mis hermanos de lo farruco que se pone mi padre cuando se desorienta.

Mientras, el gota a gota del suero se me antoja un reloj de agua en lugar de arena, cada gota un segundo, más o menos, click, click, click... Mirando el goteo tan rítmico me da sueño. Coloco el sillón paralelo a la cama de mi padre para poder cogerle la mano útil, la mano con la que acostumbra a arrancarse la vía venosa en sus delirios oníricos. Aún dormido, enseguida lo nota, abre los ojos y me sonríe. Son ásperas las manos de mi padre. Ásperas y lisas como leña de encina aserrada, como tronco de olivo desmochado. Y fuertes, más fuertes que las mías. Hace tiempo que no echamos un pulso, pero siempre me lo ha ganado. Recuerdo ahora esas manos empuñando el hacha para la tala, arañando el frío y duro suelo para amontonar las aceitunas, escarbando más hondo que lo hiciera un almocafre para arrancarle al campo patatas o remolacha, batiendo con fuerza inusitada pero también con delicadeza la vara sobre el olivo, agarrando con firmeza y pericia la hoz, el hocino o la guadaña... No ha habido apero o instrumento de labranza en el que mi padre no haya sido el mejor, el más intenso, el más afanoso, Juanillo afán, le llamaban en el cortijo. Las mismas manos con las que ahora es incapaz de teclear sin equivocarse los números de su móvil, demasiado dedo para tan poco número, le sobra dedo o le falta número.

Francisco, el vecino de Rute, se despierta varias veces, cada cierto tiempo, pidiendo la botella para mear. Su mujer, siempre solícita, se levanta una y otra vez, le coloca el artilugio de plástico sobre el aparato, espera a que termine y luego se va al cuarto de aseo para verter la orina en un bote más grande donde debe recolectarse toda la orina de veinticuatro horas. No sé para qué querrán los médicos tanto orín. Mi padre, no. Él se orina libremente en el pañal. O, al menos, eso es lo que se espera que haga, porque en su casa, pese al pañal, amanece empapado cada día. Él y las sábanas. Y me admiro, de verdad, de ver la entrega abnegada de tantas mujeres, de tantas esposas añosas y desvencijadas, como esta Antonia, que, sin poder, sacando energía de donde no hay más que huesos hueros, grasa apelotonada y piernas varicosas, pasan tantas malas noches en los hospitales cuidando de sus maridos. Es curioso que cuando el paciente es un hombre mayor, su cuidadora en el hospital es su mujer, y si la paciente es ella, entonces son las hijas o los hijos los que se quedan de noche, nunca el marido. Otra lección de las muchas que recibimos a diario del sexo débil, fijaros qué incongruencia. Y fijaros también en el ahorro de recursos y de trabajo que tiene nuestro sistema público con la labor gratuita y generosa de estas mujeres en todos nuestros hospitales.

Lenta avanza la noche aunque sin sobresaltos. Algún quejido aislado a lo lejos, quizás en las primeras habitaciones. Se perciben los pasos rápidos de las enfermeras llevando algún alivio, un Nolotil pinchado o algo parecido. Mi padre no se despierta, menos mal. De vez en cuando intenta zafarse de mi mano para rodearse y cambiarse de lado, algo que tanto acostumbra. Lo dejo, pero enseguida vuelvo a cogérsela. Sueña, sueña mucho y habla en sueños. Y gesticula. Hay ruidos que no se entienden pero otros sí, perfectamente: "Niño, esta tarde partimos un plato jamón y nos lo comemos". Y se ríe solo. "¿De qué te ríes, papa?" Y se despierta un poco. "¿Qué estabas soñando?". "No me acuerdo, quiero mear". "Tienes puesto el pañal, méate encima". "Vale". Pero se mete la mano por dentro del pañal como queriendo sacarse la pinga. "¿Dónde vas con esa mano, hombre?". Lo sujeto y se queda tranquilo. Y vuelve a dormirse.

Ya recuerdo poco más. Desde las cinco a las siete de la madrugada me dormí yo también. Con su mano cogida, como él hacía conmigo en las noches de tormenta y en las de anginas.

A las siete, el hospital se despereza, se encienden las luces, las enfermeras arrastran los carritos de las curas, se cambian los sueros, se les saca sangre a los enfermos... Se da por terminada la temida y penosa noche.

Como veis, al final no ha sido para tanto.

12 comentarios:

  1. José María, lo primero es desearte a ti y a los tuyos que tu padre se reponga y que se recupere de su dolencia.
    Y darte ánimos en este momento delicado.
    Los hospitales nos producen grima a mucha gente, por lo que uno se espera encontrar en ellos, ya seamos a veces los pacientes o los familiares.
    En los dos casos yo he tenido la experiencia y he podido salir contando siempre cosas buenas, por el resultado y por la gente sanitaria que he encontrado.
    Algo que desde aquí quiero reconocer de forma pública, por la entrega y la responsabilidad que he visto en todos ellos más allá del sueldo, eso es vocación sin ninguna duda.
    En doctores/as, enfermeros/as y hasta en el personal de limpieza, un nivel alto de calidad humana.
    En general.
    Luego están los medios disponibles que son los que son, pero de eso no tenemos la culpa nadie de los a diario han de lidiar contra la enfermedad y la desgracia de la muerte llegado el caso.
    Una realidad mal que nos pese, cuando toda nuestra vida ha sido un luchar por alcanzar logros y objetivos.
    Personales y familiares.
    Te felicito por el acierto que has tenido a la hora de acercarnos la idea de como se vive la estancia en una habitación de hospital desde el puesto de acompañante, observando como pasan los tiempos en cada uno de los protagonistas, buscando la cura de los enfermos.
    Como una experiencia más de la vida.
    De la vida de cada uno de los residentes del hospital.
    Mientras estamos en este recorrido lúcido de aprendices y maestros, cada cual en lo suyo.
    Sintiéndonos alguien en este mundo.
    Un saludo entrañable.
    Juan Martín.

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  2. Desde luego, Juan Martín, la experiencia de acompañante-cuidador tiene poco que ver con la del profesional en su trabajo. Pero me ha venido muy bien para vivir en propia carne la enorme carga familiar que supone tener a un familiar ingresado, y el deterioro que sufre el paciente mayor, sobre todo a nivel mental, con los días hospitalarios.
    Incongruentemente, los hospitales son sitios inhóspitos y peligrosos. Ten presente que la mayor parte de la gente muere en ellos.
    Por tanto, del hospital y del mulo cuanto más lejos, más seguro.
    Bromas aparte, los médicos debemos conocer todas estas dificultades que tiene la gente a fin de abreviar en lo posible las estancias hospitalarias de los pacientes mayores.

    Un abrazo.

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  3. Gracias de nuevo por tus relatos. Un abrazo.

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  4. Gracias nuevamente por compartir estas vivencias.
    Un abrzo.

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  5. Gracias nuevamente por compartir estas vivencias.
    Un abrzo.

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  6. Te deseo, Fili, una pronta recuperación para tu padre y un fuerte abrazo para tí.

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  7. Fili, estupendo tu relato sobre la noche hospitalaria. Esperamos que tu padre se recupere rápidamente.
    Un fuerte abrazo.

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  8. Has hecho humedecer mis ojos con tu relato humano y sentido. Espero que tu padre se ponga bien y que podáis disfrutar de él mucho tiempo. Cuando se van es cuando te das cuenta de lo que has perdido. Un abrazo.

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  9. Muchas gracias muchachos. Mi padre hace días que está en casa. Es duro de pelar este hombre de campo. Pero con 93 años que cuenta teme uno ya cualquier cosa.
    Un abrazo

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  10. Y lo que quieres a tu padre. Con tu cariño y cuidados mejorara pronto. un abrazo para él y otro fuerte para ti, desde Donosti.
    P.D. Me ha hecho gracia lo de la portañuela, años hacia que no oía esa palabra.

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  11. Lo mejor para ponerse en el sitio del otro es vivir su experiencia. Como acertadamente señalas sería deseable que los profesionales del hospital viviesen el ser acompañantes para comprenderlos mejor.En fin, un relato lleno de humanidad y sabiduría, cualidades de las que estas bien servido, al igual que de intolerancia a la noche.Un abrazo

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  12. Cuánto me alegro de que tu padre esté de nuevo en casa. Duro de pelar, es lo que se espera de la gente recia y dura que nos precedió/precede. Ya sabes que siento a todos los de nuestro pueblo de la generación de tus padres y de los míos como si fueran "nuestra" familia y grande es mi admiración por ellos que soportaron tantas penalidades y nos pusieron en donde estamos. Nunca olvido aquellas palabras de Antonio Gala sobre nuestros mayores y algunos de nosotros que sin comillas son más o menos éstas: Cuando un joven va al campo a ver a su padre campesino a decirle que ha terminado la carrera, en Andalucía el que tiene la cultura es el padre.
    Ese es nuestro caso. Después, con los años, alguna de su cultura conservamos y apreciamos como un tesoro porque eso es lo que nos hace humanos y eso es lo que hace de tí un médico humanista y humanitario.
    Que te viva tu padre por muchos años.
    Un abrazo

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