Las reflexiones que siguen, mis queridos amigos, tienen en quien las escribe, un servidor, su primer y principal destinatario. Las comparto con vosotros con mucho gusto. Pero, insisto, necesito repensarlas y escribirlas para mí.
¿Por qué adelanta su jubilación el doctor Rivera?
La respuesta rápida -y quizás acertada- es: se ha acojonado tanto después de sus brotes de arritmia que no quiere someter a su corazón a la tensión que imprime a su trabajo ni echar más cal a la dureza de sus coronarias Otra, no menos cierta: sin deudas ni hipotecas y con su única hija trabajando y cobrando de la "Olla grande" no tiene necesidad de más dinero. Aún otra más: desea dedicar su tiempo a malcriar a su nieto Lucas.
Pues sí. Podríamos quedarnos ahí y ya está. Pero me gusta profundizar en las cosas. Antes que médico fui seminarista y estudiante de filosofía. Me gusta hurgar y rehurgar hasta llegar al tuétanos de los asuntos. Y aún a sabiendas que en nuestra conducta habitual y en la toma de decisiones manda más el sentimiento que la razón, el corazón que el cerebro, voy a intentar ordenar de una manera razonable mis criterios al respecto.
Hasta hace tres años la anterior pregunta carecería de sentido. Me sentía completamente identificado con mi hospital, mis pacientes y mi trabajo. A través de este blog vosotros habéis sido fidedignos testigos de lo que afirmo. Cansado, es verdad, me costaba echar abajo la jornada, pero contento y satisfecho. Cansado, es cierto, pero con tiempo vespertino para la recuperación completa. Cansado, no voy a negarlo, pero con ganas renovadas cada nuevo día. Quizás coincidiendo con la ampliación de jornada laboral -la maldita media hora de Rajoy- por la que debíamos trabajar una tarde a la semana, quizás porque los años no pasan en balde, quizás por... desde entonces, el cansancio, creo, ha ido pudiendo, hasta derrotarlos, con los otros factores compensatorios.
Por lo tanto, creo de verdad que el cansancio acumulado de tantos años de oficio ha podido ser un elemento de primer orden a la hora de hacer balance, de repasar los pros y los contra. De manera que antes del comienzo de la tormenta de arritmias acaecida en febrero de este año ya estaba barajando la posibilidad de jubilarme de forma anticipada. Esto último, lo de las arritmias, no ha hecho otra cosa que precipitar una decisión que venía madurando de un tiempo a esta parte.
Quiero entender que en la génesis de mi cansancio han influido diversos factores. Voy a intentar exponerlos con la mayor claridad que pueda.
La dedicación a mi trabajo ha sido absoluta. Desde chico, cuando abandoné Palenciana para irme a los Ángeles, no he hecho otra cosa que estudiar y trabajar. Alumno brillante y aventajado tanto daba en el seminario como en la Facultad, he ido ascendiendo por todo el escalafón médico posible -estudiante, alumno interno, médico general, residente, médico adjunto, jefe de sección, jefe de servicio y profesor universitario- sin otro aval que mi esfuerzo y, quizás, mi talento; he vivido el hospital como algo propio, me ha dolido, me duele mi hospital; me he implicado en cualquier nuevo proyecto de una manera personal, directa y ejemplarizante, esto es, dando yo el primer paso... y el segundo y el tercero; he tutorizado a muchas hornadas sucesivas de estudiantes de medicina y de residentes médicos que, ya hoy personas de bien, me alivian cuando me los encuentro por la calle recordándome casi de carrerilla mis cansinas recomendaciones de siempre, esto es, que no nos hacemos médicos para ganar dinero, hacer negocio, conseguir prestigio o posición social, ni siquiera tampoco para aprender mucho y ser unos cracks en determinada materia, sino justamente para servir y entregarnos a nuestros pacientes; he... qué sé yo. Echando ahora la vista atrás veo que mi vida de adulto ha pivotado sobre estos dos factores que la han impregnado de una manera transversal: estudio y trabajo.
No ha sido menos la implicación con mis pacientes. Mis propios compañeros me tachan de tratar a mis pacientes como si fuesen familiares míos. Es cierto. Siempre he perseguido ofrecer a los usuarios de nuestro sistema público una atención personal y personalizada, a decir de ellos mismos, como si fuesen a mi consulta privada, cosa que nunca he tenido. Es mi forma de vivir este bendito oficio. Hace unos días, estando en una de mis revisiones en el hospital, me tropecé en el pasillo con una paciente antigua. Estaba enterada de lo mío y de que me iba a jubilar. Después de darme un abrazo me suelta una frase que resume lo que quiero deciros: "Es que usted, doctor, se toma demasiado a pecho nuestras cosas". Tomarse a los pacientes demasiado a pecho. Siempre me ha pasado. No sé trabajar de otra manera. No sería capaz de ser un poco pasotilla, de dejar las cosas que sigan su curso natural, de pasarle el mochuelo a otro compañero, de hacer como quien no ha visto ná. Y no siempre el esfuerzo y el trabajo por denodados que sean garantizan el éxito. No todo son flores. Y menos en mi oficio. He tenido errores y sufrido grandes fracasos, como cualquier médico. Naturalmente, los que más me han afectado han sido las muertes de mi madre y de mi hermana Josefa, la una, natural por edad y enfermedad; la otra, inaceptable por injusta y precipitada. Pero soy un convencido de que cualquier trabajo realizado con dedicación y entrega engrandece a quien lo cumple. Si yo soy un tío grande sin duda alguna se lo debo a mi trabajo. Mi trabajo me engrandece, mis pacientes me engrandecen.
Y me siento cansado, más que cansado, exprimido. En estos meses que llevo de baja he tenido esa impresión: haber quedado exprimido, no poder dar más de mí. Han sido treinta y siete años a tope. Sí.
Luego están las circunstancias, que diría Ortega. A los que ya tenemos una edad el actual entorno laboral sanitario se nos atraganta. Ya hemos hablado en otras ocasiones de este tema. La gente nueva no ha conocido otra cosa que esto y, además, se encuentra presionada y obligada por la precariedad de los contratos. No tiene más remedio que aguantar. Y no sólo eso: posee mucho más dominio que nosotros sobre la tecnología, los medios audiovisuales y la informática que son los pilares, al parecer, de la medicina moderna y del conocimiento científico en general. Nosotros, los viejos, echamos de menos muchas cosas de la medicina que conocimos en nuestro esplendor. No aceptamos de buen grado pasar mucho más tiempo delante de un ordenador que a la cabecera del enfermo, aún reconociendo lo valioso de la historia clínica informatizada; nos sonrojamos de vergüenza ajena cuando el paradigma sagrado de la calidad se ha reducido a objetivos exclusivamente contables; nos rebelamos -aunque inútilmente- ante imposiciones, sinsentidos y arbitrariedades diversas; protestamos -para nada- cuando nos vemos obligados a realizar tareas administrativas o de otra índole no médica; denunciamos en los despachos de los gestores -sin éxito, naturalmente- la ampliación unilateral de la cartera de servicios sin el consiguiente aumento en el recurso correspondiente... Nada, al final entramos por todas. Muy lejos de lo que piensa la gente de a pie, los médicos somos muy poco corporativistas. Cada uno a lo suyo. Pero es preocupante esta situación. Los hospitales públicos mantienen en nómina a un montón de personas de mi edad que ya se encuentran, como servidor, agotadas, exprimidas. Contando los meses para la jubilación anticipada. Como en la mili. Y, por lo que yo conozco, quien aguanta hasta los sesenta y cinco o, incluso, pide prórroga -que los hay-, no lo hace, como uno quisiera imaginar, por amor al arte o a la profesión, sino por necesidad. Pura necesidad económica.
Por otra parte, está la visión optimista y positiva, que también la tengo. Esto es, se acaba un ciclo y empieza otro nuevo. Con los años uno aprende que es verdad esto de los ciclos. Y en mi caso yo encuentro que la época más productiva ha sido desde los treinta a los sesenta años. Y si el cuerpo no aguanta más al nivel acostumbrado, lo juicioso es abandonar. Nuestro cuerpo nos envía señales de una manera periódica, avisos en formatos diversos, que si mareos, dolor de cabeza, de espalda, desánimos, tristezas, malhumor, desgana, inapetencia... El caso es que, sometidos a la vorágine de nuestra vida hiperactiva, en muchas ocasiones no sabemos leerlas o no nos paramos a interpretarlas. Yo mismo me he mostrado ciego y sordo ante muchos de estos signos corporales. Y ha tenido que ser la Peque, cual fiel y sagaz Lazarillo, quien haya sabido guiarme en la toma decisiones muy difíciles para mi cerebro de piñón fijo, decisiones que, con el paso del tiempo, resultaron totalmente acertadas. Así ocurrió cuando dejé de hacer guardias, o cuando dimití de mi puesto de jefe de sección, o cuando, más reciente, hemos cambiado de residencia, por poner sólo ejemplos muy significativos. La señal de ahora, la de las arritmias, ha sido demasiado enérgica y clamorosa como para no escucharla.
Sí, se acaba mi ciclo de médico. Por agotamiento. Lo acepto. Sin mal rollo ni nostalgia. Creo haber cumplido mi doble misión, la de ser un buen médico y la de enseñar a otros a serlo. Me encuentro completamente satisfecho, sin petulancia. Y preparado y dispuesto a disfrutar de este nuevo y apasionante ciclo vital que me espera.
Un abrazo a todos.
Quiero entender que en la génesis de mi cansancio han influido diversos factores. Voy a intentar exponerlos con la mayor claridad que pueda.
La dedicación a mi trabajo ha sido absoluta. Desde chico, cuando abandoné Palenciana para irme a los Ángeles, no he hecho otra cosa que estudiar y trabajar. Alumno brillante y aventajado tanto daba en el seminario como en la Facultad, he ido ascendiendo por todo el escalafón médico posible -estudiante, alumno interno, médico general, residente, médico adjunto, jefe de sección, jefe de servicio y profesor universitario- sin otro aval que mi esfuerzo y, quizás, mi talento; he vivido el hospital como algo propio, me ha dolido, me duele mi hospital; me he implicado en cualquier nuevo proyecto de una manera personal, directa y ejemplarizante, esto es, dando yo el primer paso... y el segundo y el tercero; he tutorizado a muchas hornadas sucesivas de estudiantes de medicina y de residentes médicos que, ya hoy personas de bien, me alivian cuando me los encuentro por la calle recordándome casi de carrerilla mis cansinas recomendaciones de siempre, esto es, que no nos hacemos médicos para ganar dinero, hacer negocio, conseguir prestigio o posición social, ni siquiera tampoco para aprender mucho y ser unos cracks en determinada materia, sino justamente para servir y entregarnos a nuestros pacientes; he... qué sé yo. Echando ahora la vista atrás veo que mi vida de adulto ha pivotado sobre estos dos factores que la han impregnado de una manera transversal: estudio y trabajo.
No ha sido menos la implicación con mis pacientes. Mis propios compañeros me tachan de tratar a mis pacientes como si fuesen familiares míos. Es cierto. Siempre he perseguido ofrecer a los usuarios de nuestro sistema público una atención personal y personalizada, a decir de ellos mismos, como si fuesen a mi consulta privada, cosa que nunca he tenido. Es mi forma de vivir este bendito oficio. Hace unos días, estando en una de mis revisiones en el hospital, me tropecé en el pasillo con una paciente antigua. Estaba enterada de lo mío y de que me iba a jubilar. Después de darme un abrazo me suelta una frase que resume lo que quiero deciros: "Es que usted, doctor, se toma demasiado a pecho nuestras cosas". Tomarse a los pacientes demasiado a pecho. Siempre me ha pasado. No sé trabajar de otra manera. No sería capaz de ser un poco pasotilla, de dejar las cosas que sigan su curso natural, de pasarle el mochuelo a otro compañero, de hacer como quien no ha visto ná. Y no siempre el esfuerzo y el trabajo por denodados que sean garantizan el éxito. No todo son flores. Y menos en mi oficio. He tenido errores y sufrido grandes fracasos, como cualquier médico. Naturalmente, los que más me han afectado han sido las muertes de mi madre y de mi hermana Josefa, la una, natural por edad y enfermedad; la otra, inaceptable por injusta y precipitada. Pero soy un convencido de que cualquier trabajo realizado con dedicación y entrega engrandece a quien lo cumple. Si yo soy un tío grande sin duda alguna se lo debo a mi trabajo. Mi trabajo me engrandece, mis pacientes me engrandecen.
Y me siento cansado, más que cansado, exprimido. En estos meses que llevo de baja he tenido esa impresión: haber quedado exprimido, no poder dar más de mí. Han sido treinta y siete años a tope. Sí.
Luego están las circunstancias, que diría Ortega. A los que ya tenemos una edad el actual entorno laboral sanitario se nos atraganta. Ya hemos hablado en otras ocasiones de este tema. La gente nueva no ha conocido otra cosa que esto y, además, se encuentra presionada y obligada por la precariedad de los contratos. No tiene más remedio que aguantar. Y no sólo eso: posee mucho más dominio que nosotros sobre la tecnología, los medios audiovisuales y la informática que son los pilares, al parecer, de la medicina moderna y del conocimiento científico en general. Nosotros, los viejos, echamos de menos muchas cosas de la medicina que conocimos en nuestro esplendor. No aceptamos de buen grado pasar mucho más tiempo delante de un ordenador que a la cabecera del enfermo, aún reconociendo lo valioso de la historia clínica informatizada; nos sonrojamos de vergüenza ajena cuando el paradigma sagrado de la calidad se ha reducido a objetivos exclusivamente contables; nos rebelamos -aunque inútilmente- ante imposiciones, sinsentidos y arbitrariedades diversas; protestamos -para nada- cuando nos vemos obligados a realizar tareas administrativas o de otra índole no médica; denunciamos en los despachos de los gestores -sin éxito, naturalmente- la ampliación unilateral de la cartera de servicios sin el consiguiente aumento en el recurso correspondiente... Nada, al final entramos por todas. Muy lejos de lo que piensa la gente de a pie, los médicos somos muy poco corporativistas. Cada uno a lo suyo. Pero es preocupante esta situación. Los hospitales públicos mantienen en nómina a un montón de personas de mi edad que ya se encuentran, como servidor, agotadas, exprimidas. Contando los meses para la jubilación anticipada. Como en la mili. Y, por lo que yo conozco, quien aguanta hasta los sesenta y cinco o, incluso, pide prórroga -que los hay-, no lo hace, como uno quisiera imaginar, por amor al arte o a la profesión, sino por necesidad. Pura necesidad económica.
Por otra parte, está la visión optimista y positiva, que también la tengo. Esto es, se acaba un ciclo y empieza otro nuevo. Con los años uno aprende que es verdad esto de los ciclos. Y en mi caso yo encuentro que la época más productiva ha sido desde los treinta a los sesenta años. Y si el cuerpo no aguanta más al nivel acostumbrado, lo juicioso es abandonar. Nuestro cuerpo nos envía señales de una manera periódica, avisos en formatos diversos, que si mareos, dolor de cabeza, de espalda, desánimos, tristezas, malhumor, desgana, inapetencia... El caso es que, sometidos a la vorágine de nuestra vida hiperactiva, en muchas ocasiones no sabemos leerlas o no nos paramos a interpretarlas. Yo mismo me he mostrado ciego y sordo ante muchos de estos signos corporales. Y ha tenido que ser la Peque, cual fiel y sagaz Lazarillo, quien haya sabido guiarme en la toma decisiones muy difíciles para mi cerebro de piñón fijo, decisiones que, con el paso del tiempo, resultaron totalmente acertadas. Así ocurrió cuando dejé de hacer guardias, o cuando dimití de mi puesto de jefe de sección, o cuando, más reciente, hemos cambiado de residencia, por poner sólo ejemplos muy significativos. La señal de ahora, la de las arritmias, ha sido demasiado enérgica y clamorosa como para no escucharla.
Sí, se acaba mi ciclo de médico. Por agotamiento. Lo acepto. Sin mal rollo ni nostalgia. Creo haber cumplido mi doble misión, la de ser un buen médico y la de enseñar a otros a serlo. Me encuentro completamente satisfecho, sin petulancia. Y preparado y dispuesto a disfrutar de este nuevo y apasionante ciclo vital que me espera.
Un abrazo a todos.