El caso es que mientras la madre esperaba su turno, ellos, los críos, permanecieron no diré que calladitos, pero sí sentados cada uno en su silla y sin desmadre alguno. Si alguien de los presentes les preguntaba por qué se habían venido los tres con su madre en lugar de haberse quedado en casa, el mayor de ellos respondía que para librarse de los deberes. Y se reían. Pero todo dentro de un orden. También facilitó mucho la normalidad en la sala la tele encendida con reportajes de la 2, la típica y manida persecución de unos leopardos contra gacelillas indefensas, una mamá cerda dando de mamar a su piara o el nacimiento de un potrillo feo y casi desconyuntado.
En esto que sale en pantalla el número de la madre, el CO012, y ya se lió el escándalo.
-Mamá, mamá, el tuyo, el tuyo... -Se levantan los tres y se tiran literalmente en busca del mostrador. El empleado de la oficina, haciendo de tripas corazón, esboza una sonrisa de desaprobación mientras se dirige a la madre. "Parecen de la misma edad, ¿son trillizos?" "No -responde ella-, este es el mayor, tiene diez años; los otros dos sí son mellizos". "Y tenemos ocho años" -saltan casi al unísono.
Yo estoy sentado justo al lado. Debo ser el siguiente, aunque eso nunca se sabe, ahora con esto de los turnómetros electrónicos no puedes acceder al mostrador hasta que no salga tu número. Los críos empiezan ya a ser un coñazo para el empleado: cogen lápices, tocan papeles, se empujan... en fin, iba a decir lo propio, pero no, lo habitual. El buen hombre que empieza a jartarse y para tener la fiesta en paz se levanta y va a por unos cuantos folios y unos lápices y se los da, a ver si así se entretienen y lo dejan trabajar en paz. La madre entretanto, anchurona donde las haya, teclea su móvil.
En esto que, sin apenas manchar los folios, los mellizos se vuelven hacia mí.
-¿Cómo te llamas? -me dice uno. En ese momento uno no cae en si el niño está bien o mal educado, en si vaya manera de preguntar a un extraño... Simplemente, me hizo gracia su espontaneidad.
-José María -le respondí sonriendo.
-Yo me llamo Daniel.
-Anda, Daniel, como mi nieto -le digo mostrando sorpresa.
-Y yo me llamo Pedro -se pone el otro.
-Pues muy bien.
Y cuando ya creí terminada la cháchara, me pregunta Daniel que en qué cosa trabajo yo.
-Yo soy médico -le digo muy solemne. Y se quedan ambos como serios y pensativos, como sin acabar de creérselo. Y por fin, salta Pedro:
-¿Pero... médico de qué, de personas?
-Jajaja -me tuve que reír-. Pues claro, hombre, ¿de que voy a ser, si no? Los médicos de animales se llaman veterinarios, ¿no?
Y es verdad. No los culpo. Nunca he tenido pinta de médico. Bendita inocencia.