lunes, 11 de junio de 2018

Nicolás se nos va

Es ley de vida. Ya le ha tocado. Como a cualquiera otro. No hay más que hablar. Pero yo sí quiero decir algo más: así como pensamos en ocasiones que hay personas únicas que nunca debieran morir, yo creo que Nicolás jamás debería de jubilarse. Claro que a lo mejor él no opina igual. Natural. Lo que son las cosas, hoy he recibido un wassapt de mi amigo y compañero Grilo diciendo lo mismo refiriéndose a mí: que no debería de haberme jubilado. Se agradece. Pero no hay color con Nicolás. Me rindo, es el mejor. Y mira que el grupo de especialistas que entramos en Valme con plaza en propiedad allá por el lejano 1986, viniendo de los primeros puestos de aquellas famosas oposiciones, las primeras después de treinta años, constituíamos un elenco, lo más selecto de Andalucía en cada especialidad, si se me permite el pegolete. Pero como Nicolás, ninguno. A mi manera de ver nuestro oficio, con su jubilación no se va uno más de aquel grupo escogido y tan homogéneo en calidad y en su forma de entender la medicina; con él se nos marcha un estilo singular de trabajar para el paciente y para el hospital, un modelo, un referente universal para cualquier médico clínico, para cualquier hombre de bien.

Ha sido un médico total. Sin ser internista de titulación -es neumólogo-, lo ha sido de facto. Sus historias clínicas eran la envidia de muchos de nosotros que, por otra parte,  agradecimos horrores la llegada de la informática, porque su letra -como la de Benítez- es cuneiforme, indescifrable. Abarcaba en ellas al paciente en su globalidad, mejor incluso que nosotros, llamados a ser los "integralistas"; sabía de todo, nada le era ajeno, y si consultaba alguna cosa con otros especialistas era más por humildad que por desconocimiento. Ha sido un médico eminentemente clínico, nunca le ha gustado destacar ni señalarse; difícilmente lo encontrarás protagonizando sesiones clínicas hospitalarias o en las ponencias de los congresos. Siempre en su planta, la octava izquierda; casi nunca en su despacho de trabajo, sino en cualquiera de las habitaciones, conversando o historiando a algún paciente, ajustándole, si no, la mascarilla del oxígeno o el aparato de BIPAP, revisando la permeabilidad de un tubo de drenaje torácico, o en el pasillo, hablando precipitadamente con algún familiar con esa prosodia tan suya, rápida, entrecortada y casi ininteligible.

Bien pudiera -razones le han sobrado- haberse quemado antes de tiempo por la paliza que le hemos endiñado: todos lo hemos buscado. Todos hemos abusado de su paciente sabiduría. En muchas ocasiones -yo el primero-, directamente a su caza, sin mediar petición oficial de interconsulta, "Nicolás, necesito que me veas a este paciente". Le decías el nombre y el número de habitación y al rato ya te lo había visto. En los días "malos" -muy pocos- te echaba una mirada por encima de sus gafas que no conseguía transformarla en queja, sacaba un folio doblado por cuatro veces de su bolsillo y apuntaba a la carrera la habitación. "No te prometo nada, hoy estoy hasta las trancas", era el más áspero reproche que te echaba. Así, al pobre le daban las tantas. Pocos días, en tantos años de oficio, habrá almorzado en su casa con los suyos. Como, además, se trasladaba en bici hasta Coria atravesando el río en la barcaza, ha habido días, muchos, en que ha llegado para la cena.

Cuentan piadosas lenguas del Valme una anécdota que define muy bien esto que os digo: siendo su hija por entonces una niña inocente de primero de EGB, y habiendo hecho su señorita una pregunta a toda la clase sobre cuántas personas vivían en sus casas respectivas, llegado el turno a esta chiquilla, va y dice: en mi casa vivimos tres personas: mi madre, mi hermana mayor y yo. ¿Y tu padre?, pregunta la maestra. Ah, no -responde la cría-, mi padre no vive con nosotras, vive en el hospital. Esto, que conmueve a compasión, era así. Nicolás ha vivido en el hospital. Santa, su mujer tiene que ser una santa de verdad, de las de los altares. Para mí -que me tengo por médico entregado a la causa- era un alivio encontrarlo alguna vez, algún domingo, almorzando con su familia en un restaurante de La Puebla, por la Dehesa, como una especie de tranquilizador de conciencia, si hasta Nicolás sale, yo también puedo.

Sus pacientes sencillamente lo adoran. Más que a mí los míos, y ya es decir. Ha sido un hombre completamente entregado a ellos con un talante tan humano y personal que no admite parangón en lo humilde, en lo sencillo, en lo cariñoso. "Oye, José María -me ha dicho hace unos días-, muchos de mis pacientes me confunden contigo cuando los llamo por teléfono a sus casas, tendremos un timbre de voz parecido, ¿no?" Y a mí eso me llena de orgullo, que los pacientes me comparen con él. Y claro que no me duelen prendas en aceptar que algunos compañeros de Valme, entre ellos Nicolás y yo mismo, representamos un tipo de médicos varones -más frecuente de lo que podáis creer- muy poco acorde al uso tópico de hombre elegante y apuesto, adusto y encorbatado, distante y serio. Muy al contrario, somos médicos desaliñados, de batas pintarrajeadas y bolsillos desgajados por el peso de papeles y bolis, de andares torpes y presurosos, de cuerpos algo desvencijados, pero de sonrisa fácil y mirada limpia.

Se va Nicolás, se va Luis Pastor, otro grande del Valme, si aquel ha sido un maestro en lo clínico, éste lo ha sido en la gestión, en los despachos donde se urden decisiones de calado, en el sabio manejo de un plantel de figuras, a lo Zidane, dotando con todo ello al hospital de un servicio de cardiología puntero. Se han ido hace poco Juan Leal, Juana Hidalgo, Juan Beltrán y Eduardo Rejón, se fueron en su día Curro, Sebastián Umbría, Bolaños, Caparrós, Vicente, Luis Torres; se nos fue para siempre Iriarte, el gran animador del sorteo de  las guardias de Navidad... ¡Coño, me he ido yo!!! Aunque aún resisten unos pocos más encabezados por el incombustible Grilo, me invade la nostalgia al considerar qué espléndida generación de médicos buenos, capaces y generosos le hemos brindado al Valme y a su población. Y hablo solamente de la rama médica que es la que mejor conozco y con la que me identifico completamente. Un tanto parecido podríamos decir de los quirúrgicos, ginecólogos,  pediatras, radiólogos, patólogos, hematólogos y analistas. Aún a riesgo de parecer algo petulante, me siento muy orgulloso de haber formado parte de este grupo humano que entró en Valme hace más de treinta años con toda la ilusión y las ganas de la juventud, y que ahora se va yendo poco a poco, sin formar ruido, con canas y arrugas, pero también con las manos llenas de una labor encomiable: la satisfacción de haber llevado un poquito de bienestar a tanta gente y la esperanza cierta de que nuestro trabajo y nuestro ejemplo hayan cundido entre los que han de continuar nuestro sagrado menester.

Seamos todos felices. Nos lo tenemos bien merecido. Y Nicolás, más.


viernes, 8 de junio de 2018

El diagnóstico en la mesita de noche

Muchachos, amigos y desocupados lectores: esta historia que hoy os hago llegar es de esas que más me atraen. Y lo es por varias razones. Primero, porque se trata de un triunfo de jubileta, una "batallita" médica conquistada -cual Cid campeador- después de "muerto" para la causa. Segundo, porque me gusta poner en su verdadero pedestal a la gran desheredada de la medicina moderna, la Historia Clínica. Y en último lugar, porque define muy acertadamente la idiosincracia del autor, genio y figura. Vamos allá. 

La Peque y yo nos hemos alejado bastante en visita de cortesía a un hospital de allende nuestras tierras andaluzas para ver a un amigo muy cercano que, caminando por sus campos de allí, se ha descoñado por un terraplén y se ha partido tibia y peroné. Y, ya operado hace dos días, estamos de cháchara distendida. En esto que entra en la habitación el inquilino de la otra cama, un joven de aspecto muy saludable. Como quiera que lo viera caminando con normalidad y por su propio pie, va y le digo con toda mi frescura:

-Oye, no parece que tú te hayas roto nada.
-Ah, ¿es conmigo? -se disculpa por estar distraído enseguida con su móvil-, no, no; yo no pertenezco a esta planta, yo soy de medicina interna.
El cielo abierto. Tengo la costumbre -deformación profesional- de interesarme por la enfermedad del vecino de mi allegado cada vez que visito a alguien en algún hospital. Afición, nostalgia... No sé. Y encima, éste es de medicina interna.

-Estoy aquí de ectópico porque no hay camas en mi planta -aclara, y yo pienso que nada nuevo sub sole.
-Perdona -me precipito con mi habitual descaro-, ¿y qué es lo que tienes?
-Tengo ictericia, ocho miligramos de bilirrubina -me responde con un cierto deje de orgullo, como quien dice, que eso no lo tiene cualquiera.
-¿Y por qué ha sido? -le meto los dedos a conciencia.
-Pues todavía no lo saben mis médicos. Llevo un mes ingresado, me han hecho miles de pruebas...Y nada.
-¿Eso cómo va a ser, hombre?...
-Es que aquí mi marido... que es internista -salta mi mujer-, por eso se extraña tanto.
-¿Ah, sí? -responde el joven más animado-. Pues si quiere le cuento todo a ver qué opina usted -dirigiéndose a mí.
-Pues venga -me pongo yo sin percatarme de la privacidad debida. No tengo remedio.

Y entonces el hombre se explayó a gusto. Me explicó con minuciosidad  todas las analíticas y pruebas complementarias realizadas, con estudios completísimos de autoinmunidad, virológicos, enzimáticos y de colangioresonancias y TAC corporal... Todo negativo. Por último, dos días antes le habían realizado una biopsia hepática de cuyo resultado estaban pendientes sus médicos.
Sin poderlo remediar regresé a mi planta séptima del Valme y me investí de nuevo de internista renacido. No me regañéis, es algo vivencial, me sale de lo más profundo, ha sido toda una vida dedicada a lo mismo. Me tacharéis de presuntuoso y de vanidoso, y tendréis razón, pero al término de esta entrevista yo ya sabía el diagnóstico. Se me vino al pensamiento el recuerdo de un caso que viví con Emilio Suárez, un crack en hepatología, de colestasis intrahepática resistente a toda elucubración diagnóstica hasta que dimos con el quid: había tomado Amoxi-clavulánico, y por entonces apenas había literatura médica sobre ello. Le solicité al joven que me dijera cualquier nuevo medicamento que hubiese tomado desde marzo pasado hasta ahora. "Ninguno", me dice rotundo. "Piénsalo un poco -le insistí a cosa hecha-, quizás algún antibiótico para un resfriado"... "Ah, sí, es verdad, lleva usted razón". Y trasteando en su mesita de noche, traspapelado en su cartera, encontró un cartoncito con el nombre de Augmentine. "Lo tomaría a mediados de abril, sí, por culpa de un flemón". "¿Saben esto tus médicos?" -le pregunté. "No, yo no me he acordado de decir nada, ni nadie antes me lo ha preguntado". "Pues de mañana no pasa sin que se lo digas".

Bueno, la biopsia aclaró que aquello era una colestasis intrahepática sin granulomas ni fibrosis, muy posiblemente relacionada con causa tóxico-farmacológica. Mi orgullosa curiosidad médica me ha hecho mantener un relación telefónica con el muchacho, de ahí que conozca esos detalles.
Aquí, debo aclarar una cosa enseguida: no todo el mundo que tome Augmentine va a desarrollar una hepatitis. Ni mucho menos. Es una reacción idiosincrática, personal, que ocurre en muy pocos pacientes. No se me asusten.

De manera que el diagnóstico se hallaba oculto en un cartoncito olvidado en la mesita de noche y no en tantas pruebas realizadas. ¿Se hubieran podido evitar algunas de las pruebas complementarias que se solicitaron en este muchacho de haber sabido sus médicos desde primera hora el antecedente de la ingesta de Augmentine? Sin duda. En el informe de alta que el muchacho me ha enviado por wassapt puedo observar análisis de porfirinas, ceruloplasmina, alfa 1 antitripsina, y un TAC corporal, pruebas costosas y prescindibles. Pero, sobre todo, el haber tenido conocimiento de este detalle del fármaco hubiese orientado mucho antes las pesquisas diagnósticas con la consiguiente tranquilidad para el paciente -que sabe por dónde van los tiros- y para los médicos que lo atienden, que ven muy aliviada la jodida incertidumbre, y con el acortamiento de una estancia hospitalaria tan cara para el sistema como fastidiosa para el joven. Como internista me he sonrojado al leer un informe de alta con cuatro renglones para la historia y dos folios para el copia y pega de los distintos informes de las pruebas complementarias. Para mi descontento, en todos los sitios cuecen habas. Fuera de Andalucía, también.

He aquí el auténtico valor de la historia clínica:  la herramienta más válida y eficiente para orientar el diagnóstico en la dirección adecuada. Una especie de mapa de carretera, o mejor, una de estas "Ciris" modernas que guían nuestros itinerarios en coche. Se trata de algo tan sencillo -y tan complejo- como el saber recoger por escrito los antecedentes y síntomas que cuenta el paciente o que nosotros le sonsacamos, ordenarlos y clasificarlos por su importancia relativa, y anotar también los datos objetivos de la exploración física. Se necesita para ello -aparte de la consabida capacitación- ausencia de prisa, paciencia, orden y buena letra (eso era antes de los ordenadores). No hay cosa que moleste más a un internista que una consulta de "pasillo", aquí te pillo, aquí te mato; no. Mi amigo Benítez tarda más de una hora en realizar una anamnesis y exploración física. Así debe ser. ¡Anamnesis! ¡Qué palabreja más bonita! Viene del griego y significa interrogatorio. Muchos de nosotros aún mantenemos la vieja costumbre -la clásica de Hipócrates- de guiarnos en la anamnesis por aquellas tres preguntas emblemáticas de qué le pasa, desde cuándo y a qué lo atribuye.

 La historia clínica es el principio del todo en medicina, ayuda al clínico a equivocarse menos y es un bálsamo para la incertidumbre. Es el mejor libro de cuya lectura reposada el médico comprende y aprehende a su paciente. A mí me ha pasado siempre: por difícil e intrincada que se ponga una enfermedad el disponer de una buena historia clínica elaborada por uno mismo supone un grandísimo desahogo. Todavía no he dado con la tecla, de acuerdo, pero presiento que estoy en el buen camino. Por el contrario, sin una adecuada historia clínica pareciera que el médico fuera dando palos de ciego.

¿Acaso somos los internistas unos detractores de las famosas "pruebas"? Ni mucho menos; sin ellas, hoy no sería posible el ejercicio de una medicina eficaz. La mayor parte del terreno comido por la ciencia a la enfermedad y a la muerte ha sido, sin duda, por el avance tecnológico tan extraordinario en los últimos cuarenta años. No; los internistas valoramos tales adelantos como elementos potentísimos que nos auxilian en el arduo empeño del diagnóstico y  tratamiento de nuestros pacientes. Lo que no quita que debamos seguir siendo los adalides en la defensa de lo primero, esto es, de la historia clínica como elemento primordial que dirija los pasos sucesivos del médico. Y no por un capricho nostálgico de cuatro carcamales como yo, sino por el convencimiento de que ayuda de verdad aliviando la incertidumbre, seleccionando las pruebas más adecuadas para cada caso, individualizando el manejo de cada paciente como sujeto único y, encima, abaratando el coste de los distintos procesos.


Las prisas, el inconmensurable avance de las técnicas médico-quirúrgico-radiológicas y la hiperespecialización han colaborado a que muchos médicos rehuyan implícitamente de la historia clínica y se hayan zambullido en las "pruebas" en donde todo sale. Y esto, concedo que pueda ser una opción muy buena para grupitos seleccionados de pacientes, pero nunca para la población general cuando enferma. El problema es que dicha práctica de medicina hipertrofiada, basada en las pruebas, resulta muy atractiva para cualquiera al considerar que ahorramos tiempo y ganamos en fiabilidad. No es lo mismo auscultar crepitantes en la base derecha que ver la imagen de una neumonía necrotizante en el TAC. Bien. Pero no todas las neumonías precisan de un TAC. Ahí está el equilibrio de fuerzas y prioridades cuyo árbitro debiera ser la historia clínica.


Los médicos de familia y los internistas (médicos con vocación de globalidad), más que ningunos otros, tenemos la obligación moral de promover, publicitar y defender la historia clínica por todos los motivos antes expuestos. Debemos ser sus valedores. La tecnología y las pruebas complementarias, unas recién llegadas como quien dice a esta familia sanitaria, aparecen a diario en el candelero mediático, reciben alharacas por doquier y están en boca de todo el mundo. Sin embargo, la historia clínica, la abnegada madre de quien todos hemos mamado, se ha quedado sin herencia y ni siquiera tiene ya quien le escriba. No será así mientras un servidor tenga un hálito de vida.