Es ley de vida. Ya le ha tocado. Como a cualquiera otro. No hay más que hablar. Pero yo sí quiero decir algo más: así como pensamos en ocasiones que hay personas únicas que nunca debieran morir, yo creo que Nicolás jamás debería de jubilarse. Claro que a lo mejor él no opina igual. Natural. Lo que son las cosas, hoy he recibido un wassapt de mi amigo y compañero Grilo diciendo lo mismo refiriéndose a mí: que no debería de haberme jubilado. Se agradece. Pero no hay color con Nicolás. Me rindo, es el mejor. Y mira que el grupo de especialistas que entramos en Valme con plaza en propiedad allá por el lejano 1986, viniendo de los primeros puestos de aquellas famosas oposiciones, las primeras después de treinta años, constituíamos un elenco, lo más selecto de Andalucía en cada especialidad, si se me permite el pegolete. Pero como Nicolás, ninguno. A mi manera de ver nuestro oficio, con su jubilación no se va uno más de aquel grupo escogido y tan homogéneo en calidad y en su forma de entender la medicina; con él se nos marcha un estilo singular de trabajar para el paciente y para el hospital, un modelo, un referente universal para cualquier médico clínico, para cualquier hombre de bien.
Ha sido un médico total. Sin ser internista de titulación -es neumólogo-, lo ha sido de facto. Sus historias clínicas eran la envidia de muchos de nosotros que, por otra parte, agradecimos horrores la llegada de la informática, porque su letra -como la de Benítez- es cuneiforme, indescifrable. Abarcaba en ellas al paciente en su globalidad, mejor incluso que nosotros, llamados a ser los "integralistas"; sabía de todo, nada le era ajeno, y si consultaba alguna cosa con otros especialistas era más por humildad que por desconocimiento. Ha sido un médico eminentemente clínico, nunca le ha gustado destacar ni señalarse; difícilmente lo encontrarás protagonizando sesiones clínicas hospitalarias o en las ponencias de los congresos. Siempre en su planta, la octava izquierda; casi nunca en su despacho de trabajo, sino en cualquiera de las habitaciones, conversando o historiando a algún paciente, ajustándole, si no, la mascarilla del oxígeno o el aparato de BIPAP, revisando la permeabilidad de un tubo de drenaje torácico, o en el pasillo, hablando precipitadamente con algún familiar con esa prosodia tan suya, rápida, entrecortada y casi ininteligible.
Bien pudiera -razones le han sobrado- haberse quemado antes de tiempo por la paliza que le hemos endiñado: todos lo hemos buscado. Todos hemos abusado de su paciente sabiduría. En muchas ocasiones -yo el primero-, directamente a su caza, sin mediar petición oficial de interconsulta, "Nicolás, necesito que me veas a este paciente". Le decías el nombre y el número de habitación y al rato ya te lo había visto. En los días "malos" -muy pocos- te echaba una mirada por encima de sus gafas que no conseguía transformarla en queja, sacaba un folio doblado por cuatro veces de su bolsillo y apuntaba a la carrera la habitación. "No te prometo nada, hoy estoy hasta las trancas", era el más áspero reproche que te echaba. Así, al pobre le daban las tantas. Pocos días, en tantos años de oficio, habrá almorzado en su casa con los suyos. Como, además, se trasladaba en bici hasta Coria atravesando el río en la barcaza, ha habido días, muchos, en que ha llegado para la cena.
Cuentan piadosas lenguas del Valme una anécdota que define muy bien esto que os digo: siendo su hija por entonces una niña inocente de primero de EGB, y habiendo hecho su señorita una pregunta a toda la clase sobre cuántas personas vivían en sus casas respectivas, llegado el turno a esta chiquilla, va y dice: en mi casa vivimos tres personas: mi madre, mi hermana mayor y yo. ¿Y tu padre?, pregunta la maestra. Ah, no -responde la cría-, mi padre no vive con nosotras, vive en el hospital. Esto, que conmueve a compasión, era así. Nicolás ha vivido en el hospital. Santa, su mujer tiene que ser una santa de verdad, de las de los altares. Para mí -que me tengo por médico entregado a la causa- era un alivio encontrarlo alguna vez, algún domingo, almorzando con su familia en un restaurante de La Puebla, por la Dehesa, como una especie de tranquilizador de conciencia, si hasta Nicolás sale, yo también puedo.
Sus pacientes sencillamente lo adoran. Más que a mí los míos, y ya es decir. Ha sido un hombre completamente entregado a ellos con un talante tan humano y personal que no admite parangón en lo humilde, en lo sencillo, en lo cariñoso. "Oye, José María -me ha dicho hace unos días-, muchos de mis pacientes me confunden contigo cuando los llamo por teléfono a sus casas, tendremos un timbre de voz parecido, ¿no?" Y a mí eso me llena de orgullo, que los pacientes me comparen con él. Y claro que no me duelen prendas en aceptar que algunos compañeros de Valme, entre ellos Nicolás y yo mismo, representamos un tipo de médicos varones -más frecuente de lo que podáis creer- muy poco acorde al uso tópico de hombre elegante y apuesto, adusto y encorbatado, distante y serio. Muy al contrario, somos médicos desaliñados, de batas pintarrajeadas y bolsillos desgajados por el peso de papeles y bolis, de andares torpes y presurosos, de cuerpos algo desvencijados, pero de sonrisa fácil y mirada limpia.
Se va Nicolás, se va Luis Pastor, otro grande del Valme, si aquel ha sido un maestro en lo clínico, éste lo ha sido en la gestión, en los despachos donde se urden decisiones de calado, en el sabio manejo de un plantel de figuras, a lo Zidane, dotando con todo ello al hospital de un servicio de cardiología puntero. Se han ido hace poco Juan Leal, Juana Hidalgo, Juan Beltrán y Eduardo Rejón, se fueron en su día Curro, Sebastián Umbría, Bolaños, Caparrós, Vicente, Luis Torres; se nos fue para siempre Iriarte, el gran animador del sorteo de las guardias de Navidad... ¡Coño, me he ido yo!!! Aunque aún resisten unos pocos más encabezados por el incombustible Grilo, me invade la nostalgia al considerar qué espléndida generación de médicos buenos, capaces y generosos le hemos brindado al Valme y a su población. Y hablo solamente de la rama médica que es la que mejor conozco y con la que me identifico completamente. Un tanto parecido podríamos decir de los quirúrgicos, ginecólogos, pediatras, radiólogos, patólogos, hematólogos y analistas. Aún a riesgo de parecer algo petulante, me siento muy orgulloso de haber formado parte de este grupo humano que entró en Valme hace más de treinta años con toda la ilusión y las ganas de la juventud, y que ahora se va yendo poco a poco, sin formar ruido, con canas y arrugas, pero también con las manos llenas de una labor encomiable: la satisfacción de haber llevado un poquito de bienestar a tanta gente y la esperanza cierta de que nuestro trabajo y nuestro ejemplo hayan cundido entre los que han de continuar nuestro sagrado menester.
Seamos todos felices. Nos lo tenemos bien merecido. Y Nicolás, más.
Ha sido un médico total. Sin ser internista de titulación -es neumólogo-, lo ha sido de facto. Sus historias clínicas eran la envidia de muchos de nosotros que, por otra parte, agradecimos horrores la llegada de la informática, porque su letra -como la de Benítez- es cuneiforme, indescifrable. Abarcaba en ellas al paciente en su globalidad, mejor incluso que nosotros, llamados a ser los "integralistas"; sabía de todo, nada le era ajeno, y si consultaba alguna cosa con otros especialistas era más por humildad que por desconocimiento. Ha sido un médico eminentemente clínico, nunca le ha gustado destacar ni señalarse; difícilmente lo encontrarás protagonizando sesiones clínicas hospitalarias o en las ponencias de los congresos. Siempre en su planta, la octava izquierda; casi nunca en su despacho de trabajo, sino en cualquiera de las habitaciones, conversando o historiando a algún paciente, ajustándole, si no, la mascarilla del oxígeno o el aparato de BIPAP, revisando la permeabilidad de un tubo de drenaje torácico, o en el pasillo, hablando precipitadamente con algún familiar con esa prosodia tan suya, rápida, entrecortada y casi ininteligible.
Bien pudiera -razones le han sobrado- haberse quemado antes de tiempo por la paliza que le hemos endiñado: todos lo hemos buscado. Todos hemos abusado de su paciente sabiduría. En muchas ocasiones -yo el primero-, directamente a su caza, sin mediar petición oficial de interconsulta, "Nicolás, necesito que me veas a este paciente". Le decías el nombre y el número de habitación y al rato ya te lo había visto. En los días "malos" -muy pocos- te echaba una mirada por encima de sus gafas que no conseguía transformarla en queja, sacaba un folio doblado por cuatro veces de su bolsillo y apuntaba a la carrera la habitación. "No te prometo nada, hoy estoy hasta las trancas", era el más áspero reproche que te echaba. Así, al pobre le daban las tantas. Pocos días, en tantos años de oficio, habrá almorzado en su casa con los suyos. Como, además, se trasladaba en bici hasta Coria atravesando el río en la barcaza, ha habido días, muchos, en que ha llegado para la cena.
Cuentan piadosas lenguas del Valme una anécdota que define muy bien esto que os digo: siendo su hija por entonces una niña inocente de primero de EGB, y habiendo hecho su señorita una pregunta a toda la clase sobre cuántas personas vivían en sus casas respectivas, llegado el turno a esta chiquilla, va y dice: en mi casa vivimos tres personas: mi madre, mi hermana mayor y yo. ¿Y tu padre?, pregunta la maestra. Ah, no -responde la cría-, mi padre no vive con nosotras, vive en el hospital. Esto, que conmueve a compasión, era así. Nicolás ha vivido en el hospital. Santa, su mujer tiene que ser una santa de verdad, de las de los altares. Para mí -que me tengo por médico entregado a la causa- era un alivio encontrarlo alguna vez, algún domingo, almorzando con su familia en un restaurante de La Puebla, por la Dehesa, como una especie de tranquilizador de conciencia, si hasta Nicolás sale, yo también puedo.
Sus pacientes sencillamente lo adoran. Más que a mí los míos, y ya es decir. Ha sido un hombre completamente entregado a ellos con un talante tan humano y personal que no admite parangón en lo humilde, en lo sencillo, en lo cariñoso. "Oye, José María -me ha dicho hace unos días-, muchos de mis pacientes me confunden contigo cuando los llamo por teléfono a sus casas, tendremos un timbre de voz parecido, ¿no?" Y a mí eso me llena de orgullo, que los pacientes me comparen con él. Y claro que no me duelen prendas en aceptar que algunos compañeros de Valme, entre ellos Nicolás y yo mismo, representamos un tipo de médicos varones -más frecuente de lo que podáis creer- muy poco acorde al uso tópico de hombre elegante y apuesto, adusto y encorbatado, distante y serio. Muy al contrario, somos médicos desaliñados, de batas pintarrajeadas y bolsillos desgajados por el peso de papeles y bolis, de andares torpes y presurosos, de cuerpos algo desvencijados, pero de sonrisa fácil y mirada limpia.
Se va Nicolás, se va Luis Pastor, otro grande del Valme, si aquel ha sido un maestro en lo clínico, éste lo ha sido en la gestión, en los despachos donde se urden decisiones de calado, en el sabio manejo de un plantel de figuras, a lo Zidane, dotando con todo ello al hospital de un servicio de cardiología puntero. Se han ido hace poco Juan Leal, Juana Hidalgo, Juan Beltrán y Eduardo Rejón, se fueron en su día Curro, Sebastián Umbría, Bolaños, Caparrós, Vicente, Luis Torres; se nos fue para siempre Iriarte, el gran animador del sorteo de las guardias de Navidad... ¡Coño, me he ido yo!!! Aunque aún resisten unos pocos más encabezados por el incombustible Grilo, me invade la nostalgia al considerar qué espléndida generación de médicos buenos, capaces y generosos le hemos brindado al Valme y a su población. Y hablo solamente de la rama médica que es la que mejor conozco y con la que me identifico completamente. Un tanto parecido podríamos decir de los quirúrgicos, ginecólogos, pediatras, radiólogos, patólogos, hematólogos y analistas. Aún a riesgo de parecer algo petulante, me siento muy orgulloso de haber formado parte de este grupo humano que entró en Valme hace más de treinta años con toda la ilusión y las ganas de la juventud, y que ahora se va yendo poco a poco, sin formar ruido, con canas y arrugas, pero también con las manos llenas de una labor encomiable: la satisfacción de haber llevado un poquito de bienestar a tanta gente y la esperanza cierta de que nuestro trabajo y nuestro ejemplo hayan cundido entre los que han de continuar nuestro sagrado menester.
Seamos todos felices. Nos lo tenemos bien merecido. Y Nicolás, más.