Salvo mi médico, nadie en Granada sabe que la Peque y yo hemos sido personal sanitario, gente de la casa, como quien dice. De manera que el servicio de admisión del hospital me ha asignado una cama cualquiera en una habitación cualquiera. Nada que ver con Valme, donde todo nos era ofrecido en bandeja.
La primera impresión es de amarga extrañeza, y, enseguida, de angustia. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué no me arrepiento y me voy echando leches de este sitio? La auxiliar de la planta nos lleva a una habitación de tres camas, la mía -menos mal-, junto a una de las ventanas. Deposita el pijama encima de la cama y allí nos deja en medio de personas extrañas, dos enfermos mayores acostados y sus familiares respectivos. Saludamos con un tímido "buenas tardes", como si fuésemos okupas que venimos a invadir un espacio ajeno. "¡Vaya qué bien, ya tenemos nuevos vecinos!" -es, sin embargo, la cálida respuesta que recibimos de ellos.
Empijamado en la habitación, a todo le encuentro pegas: desconchones en unas paredes que no han olido la pintura en años; abollonaduras en la puerta; esa especie de calor viscoso de los hospitales que no sabe uno a qué huele, pero que huele a algo y desagradable; las teles de las habitaciones contiguas a toda mecha con los catalanes, sin posibilidad ninguna de amosquilarse uno un rato; la esposa de uno de los enfermos que está casi ciega y va topando con todo... Y, para colmo, el marido, así a primera vista un bravucón, dándole voces airadas sobre lo que debe y no debe hacer en cuanto se vaya para su casa. ¡La pobre!... La Peque tuvo que acompañarla hasta la calle a coger el autobús para que no se perdiera por ahí. En fin, se tira uno casi cuarenta años trabajando en los hospitales y no se da cuenta de tantas deficiencias en la confortabilidad de los enfermos hasta que te toca sufrirlas. El día a día te va aletargando y llega un momento en que ya no reparas, ves como algo normal -por habitual- lo que es un contradios.
Quizás no sea para tanto, vale, pero yo lo he vivido así en esas primeras horas. Hubo, cierto es, mucho contraste de vivencias en muy poco tiempo. Veníamos de almorzar muy a gusto en la casa de unos amigos granaínos, y en mitad de la sobremesa tuvimos que cortar e irnos para el hospital, no fuera a ser que nos "quitaran" la cama. "Estad en admisión a las cinco y media como muy tarde -nos habían advertido-, mira que os quedáis sin cama". Y pasar de un ambiente tan agradable y placentero a otro tan..., en fin, distinto nos dejó a ambos un pelín acongojados. Entre eso y el miedo al cateterismo del día siguiente, al caer la noche me entró tal suerte de murria que, medio en broma, medio en serio, le propuse a la Peque irnos a dormir al hotel de enfrente... Y que mañana salga el sol por Antequera. "Anda, cállate ya y duérmete" -ahí estuvo contundente mi mujer, vaya. Y finalmente consideré que en estas circunstancias lo más apropiado era dejarse llevar, abandonarme en los brazos de la esperanza que tan sabiamente ha sabido tenderme mi médico. Y así, me fui durmiendo lenta y dulcemente.
Lo que son las cosas: todo lo que la tarde noche anterior fueron quebrantos se torna ahora al día siguiente en parabienes cuando el procedimiento ha salido a pedir de boca. Ya no veo manchas ni desperfectos por ningún sitio, ya es todo buen humor con mi hija y con mis hermanos que han venido a verme, con los vecinos de habitación y con el personal de enfermería; hasta le encuentro otro carácter, ya amistoso, al bravucón de al lado. ¡Hay que ver!:¡qué traicioneros y cobardes los ojos del miedo! Se me quita el susto y todo cambia. Porque todo ha salido bien. Es verdad, me digo a mí mismo, a los médicos les pasa un poco lo que a los entrenadores del fútbol, que ambos dependen no tanto del esfuerzo y la dedicación empleados, sino de los resultados. Puedes preparar un partido de manera concienzuda, puedes conocer perfectamente las tácticas y trucos del adversario, puede que incluso tu equipo haga un fútbol preciosista. Si no ganas te lloverán las críticas. Pues parecido: los pacientes y los familiares estamos agradecidísimos y contentos... siempre que la cosa salga bien. Hasta cierto punto es lógico. Aunque no sea del todo justo.
Y ahora me reconvierto en mí mismo, marca indeleble de la casa, en ese médico entrometido e imprudente que hurga y husmea en los recovecos de las enfermedades de los vecinos y en las de sus familiares acompañantes. Y les recomiendo, y les aconsejo, y les rectifico, y hablo con sus médicos respectivos presentándome a ellos como lo que soy, un internista jubilado pero con mucho dominio de las situaciones. Y la Peque se presta a levantar y a volver a acostar al viejito de enfrente, que a sus hijas se les enreda tanto trapicheo de cables y sondas. Y metidos en harina, resulta que el hombretón de al lado, el mal encarado, es un maestro escuela bonachón que en su jubilación se ha licenciado en lenguas clásicas para rememorar sus tiempos de seminario con los jesuitas de Granada, ¡joer!, le digo, si somos medio colegas, que es de Torreperogil, y que le da coraje de que la gente profana nombre a su pueblo como Torreperejil. Y nos enrollamos ya con la familiaridad a la que estamos tan acostumbrados la gente de por aquí. Ahora solamente veo a gente que está pasando el trance de la hospitalización; al personal que tan amablemente nos atiende; la solidaridad y complicidad de personas que se encuentran en similar situación desvalida. Y me reconforta ver que aún puedo ser de ayuda, que todos podemos ser útiles para todos.
-Peque, ahora que ya ha pasado todo, dime, ¿te hubiera gustado más estar en una habitación para nosotros solos como las de los hospitales privados?
Y sin darle tiempo a que me contestara, yo le digo:
-A mí no, hubiésemos estado muy aburridos.
-Claro -se pone ella en plan displicente-, tú como has dormido tan ricamente en tu cama...
Empijamado en la habitación, a todo le encuentro pegas: desconchones en unas paredes que no han olido la pintura en años; abollonaduras en la puerta; esa especie de calor viscoso de los hospitales que no sabe uno a qué huele, pero que huele a algo y desagradable; las teles de las habitaciones contiguas a toda mecha con los catalanes, sin posibilidad ninguna de amosquilarse uno un rato; la esposa de uno de los enfermos que está casi ciega y va topando con todo... Y, para colmo, el marido, así a primera vista un bravucón, dándole voces airadas sobre lo que debe y no debe hacer en cuanto se vaya para su casa. ¡La pobre!... La Peque tuvo que acompañarla hasta la calle a coger el autobús para que no se perdiera por ahí. En fin, se tira uno casi cuarenta años trabajando en los hospitales y no se da cuenta de tantas deficiencias en la confortabilidad de los enfermos hasta que te toca sufrirlas. El día a día te va aletargando y llega un momento en que ya no reparas, ves como algo normal -por habitual- lo que es un contradios.
Quizás no sea para tanto, vale, pero yo lo he vivido así en esas primeras horas. Hubo, cierto es, mucho contraste de vivencias en muy poco tiempo. Veníamos de almorzar muy a gusto en la casa de unos amigos granaínos, y en mitad de la sobremesa tuvimos que cortar e irnos para el hospital, no fuera a ser que nos "quitaran" la cama. "Estad en admisión a las cinco y media como muy tarde -nos habían advertido-, mira que os quedáis sin cama". Y pasar de un ambiente tan agradable y placentero a otro tan..., en fin, distinto nos dejó a ambos un pelín acongojados. Entre eso y el miedo al cateterismo del día siguiente, al caer la noche me entró tal suerte de murria que, medio en broma, medio en serio, le propuse a la Peque irnos a dormir al hotel de enfrente... Y que mañana salga el sol por Antequera. "Anda, cállate ya y duérmete" -ahí estuvo contundente mi mujer, vaya. Y finalmente consideré que en estas circunstancias lo más apropiado era dejarse llevar, abandonarme en los brazos de la esperanza que tan sabiamente ha sabido tenderme mi médico. Y así, me fui durmiendo lenta y dulcemente.
Lo que son las cosas: todo lo que la tarde noche anterior fueron quebrantos se torna ahora al día siguiente en parabienes cuando el procedimiento ha salido a pedir de boca. Ya no veo manchas ni desperfectos por ningún sitio, ya es todo buen humor con mi hija y con mis hermanos que han venido a verme, con los vecinos de habitación y con el personal de enfermería; hasta le encuentro otro carácter, ya amistoso, al bravucón de al lado. ¡Hay que ver!:¡qué traicioneros y cobardes los ojos del miedo! Se me quita el susto y todo cambia. Porque todo ha salido bien. Es verdad, me digo a mí mismo, a los médicos les pasa un poco lo que a los entrenadores del fútbol, que ambos dependen no tanto del esfuerzo y la dedicación empleados, sino de los resultados. Puedes preparar un partido de manera concienzuda, puedes conocer perfectamente las tácticas y trucos del adversario, puede que incluso tu equipo haga un fútbol preciosista. Si no ganas te lloverán las críticas. Pues parecido: los pacientes y los familiares estamos agradecidísimos y contentos... siempre que la cosa salga bien. Hasta cierto punto es lógico. Aunque no sea del todo justo.
Y ahora me reconvierto en mí mismo, marca indeleble de la casa, en ese médico entrometido e imprudente que hurga y husmea en los recovecos de las enfermedades de los vecinos y en las de sus familiares acompañantes. Y les recomiendo, y les aconsejo, y les rectifico, y hablo con sus médicos respectivos presentándome a ellos como lo que soy, un internista jubilado pero con mucho dominio de las situaciones. Y la Peque se presta a levantar y a volver a acostar al viejito de enfrente, que a sus hijas se les enreda tanto trapicheo de cables y sondas. Y metidos en harina, resulta que el hombretón de al lado, el mal encarado, es un maestro escuela bonachón que en su jubilación se ha licenciado en lenguas clásicas para rememorar sus tiempos de seminario con los jesuitas de Granada, ¡joer!, le digo, si somos medio colegas, que es de Torreperogil, y que le da coraje de que la gente profana nombre a su pueblo como Torreperejil. Y nos enrollamos ya con la familiaridad a la que estamos tan acostumbrados la gente de por aquí. Ahora solamente veo a gente que está pasando el trance de la hospitalización; al personal que tan amablemente nos atiende; la solidaridad y complicidad de personas que se encuentran en similar situación desvalida. Y me reconforta ver que aún puedo ser de ayuda, que todos podemos ser útiles para todos.
-Peque, ahora que ya ha pasado todo, dime, ¿te hubiera gustado más estar en una habitación para nosotros solos como las de los hospitales privados?
Y sin darle tiempo a que me contestara, yo le digo:
-A mí no, hubiésemos estado muy aburridos.
-Claro -se pone ella en plan displicente-, tú como has dormido tan ricamente en tu cama...
Efectivamente todo depende del cristal con el que miramos. Lo que quiere decir nuestro estado emocional, el miedo y el estrés son muy perturbadores. Nos alegramos recuperes tu estado habitual de felicidad. Un abrazo
ResponderEliminarMe alegra mucho que todo haya salido bien. Me agrada vuestra elegancia sin proclamar vuestra profesión y la humanidad de la Peque. Ahora a seguir vivos que queda mucho por delante todavía.
ResponderEliminarUn abrazo
Pepe Ramírez
José María felicidades doblemente, por tu recuperación de lo que me alegro, y por el relato que nos has regalado.
ResponderEliminarEsa reflexión humana que nos pone a todos al mismo nivel, y al alcance de podernos ayudar mutuamente cuando estamos en apreturas, es un magnífico ejemplo de humildad y de honorabilidad, viendo lo que somos y no lo que parecemos. Me alegro de verte animado y de poder leer otra vez tus reflexiones.
Un abrazo.
Juan Martín
Ya tenía ganas de leerte. Os hacía de vacaciones por lugares exóticos como hacen los Luna y ni se me había ocurrido que podías estar malito. Pero ya estás aquí y en mejores condiciones, bendito sea. Un abrazo, Fili, que tienes que hablarnos de muchas cosas, compañero del alma compañero.
ResponderEliminarJajaja. Yo no soy tan valiente como el Luna. Y tengo menos dineros. Jajaja
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