Bien sabe Dios lo a gusto que me encuentro en mi consolidada condición de jubilado, el mejor de los estados posibles si la salud acompaña. En contra de la opinión de algunos bienintencionados amigos y colegas que sostenían como un error mi jubilación anticipada, yo, sin embargo, presentía entonces lo que hoy es una realidad aplastante: sigo siendo una persona feliz. Eso es lo importante.
Pero..., en fin, cuando por otra parte me entero de una novedad tan sustanciosa como la que me contó anteayer mi amigo Paco Lozano, entonces... joer, entonces sí que echo de menos mi consulta de Valme. Claro, como ya no estoy en activo no puedo relataros -como era mi costumbre- casos curiosos ni anécdotas divertidas de mis pacientes. Pero hoy no puedo sustraerme de hacer vuestra esta historia que no es mía, que es prestada, acontecimiento único y posiblemente irrepetible en la vida de un médico; historia que conmueve a la compasión y a la ternura, pero también aderezada con su toque de desvergüenza y de simpática locura. Vamos allá.
-Buenos días, ¿da usted su permiso? -Y aparece tras la puerta una paciente nueva, de gesto atrevido, con un cierto aire de frescura y altivez que deja al médico, así de pronto, incapaz de encajarla...
-Pase, pase. Y tome usted asiento, por favor.
Es una señora ya mayor, pero rara. Diferente. No sé, por su aspecto, por su atuendo tan juvenil para su edad, por el timbre de su voz, desde luego no es de por aquí, por sus tacones, por sus labios reventones, por su forma de caminar hasta la mesa del médico, por su elegancia natural... En fin, que no está el doctor Grilo acostumbrado a tanta finura.
-¿Es usted Consolación Ramírez? -pregunta Grilo mosqueado y señalando el siguiente nombre en su lista de pacientes del día.
-Ah, perdón, doctor; no, no lo soy. Verá usted, no... Yo no estoy en su lista. La verdad es que no estoy citada. Es que querría hablar con usted de un asunto, he visto que no había nadie en la sala de espera, y me he colado. Disculpe usted.
-Bueno, pues muy bien. Normalmente la gente que acude fuera de lista se espera al final de la consulta, pero bueno, ya está usted aquí. No hay problema. Cuénteme.
Y la señora relata una historia ciertamente curiosa, no es, desde luego, la clase de relato clínico a que estamos acostumbrados: Que resulta que la mujer es francesa, nacida en París, de padres catalanes exiliados, en 1939, pero residente en España desde hace muchos años; que es profesora de piano de cierto renombre, y ha vivido en distintas ciudades de nuestro país; que ha llevado una vida tan ajetreada y laboriosa que apenas ha podido disfrutar de casi nada; que ha viajado mucho por el mundo, sí, que ha tenido múltiples experiencias artísticas y culturales, vale, pero que ni siquiera se ha casado ni le queda ya familia alguna. Y que ahora, retirada a sus ochenta años, ha querido refugiarse en Sevilla, se ha encaprichado, ea. "De Sevilla al cielo", como suele decirse.
En este preciso momento procesal, usted, mi querido y desocupado lector, acostumbrado a mil y una historias mías de fuerte enjundia clínica, se estará preguntando qué coño tiene que ver esto que cuenta esta señora con un historial médico ni con ninguna entidad clínica conocida, a qué puñetas ha ido esta mujer a molestar al prudente y condescendiente doctor Grilo, que no da abasto, el pobre, a tanto problema de verdad en sus pacientes tan complicados. Eso mismo, exactamente eso, está pensando en estos momentos el buen médico: "¿A dónde querrá ir a para esta mujer tan estrafalaria, pero tan interesante?" Peor aún, lo que pasa por la cabeza juvenil de Inma, la estudiante de sexto curso, sentada al lado de Grilo: "Vaya coñazo de tía petulante".
-Señora -se pone serio Grilo, pero sin perder un ápice de su amabilidad-, abrevie usted por favor que, en fin... tengo un montón de pacientes por ver.
Conocedor de historias inverosímiles y perito contrastado en casos imposibles, al médico no sólo no le disgusta la pomposidad de esta señora sino que está empezando a picarle el gusanillo de su curiosidad médica. "Verás tú si me va a salir ahora por una enfermedad rara del trópico o por algún alto secreto venéreo, o qué sé yo en mujer de semejantes ínfulas..." Tendríais que conocer a Grilo, un médico total, internista no solo de vocación sino de devoción, profesor severo pero también amigable, y hombre bueno y justo. En su fisionomía se mezclan singularmente nuestras tres culturas ancestrales: barba y sabiduría judías; mirada astuta de bereber, y lo mejor del corazón cristiano. La Guardia Civil de tráfico, sin embargo, solo aprecia en él su pinta de moro, y lo para cada dos por tres en controles de rutina. Y tiene que enseñarles a los agentes, a su pesar, su antiguo carnet de alférez de complemento. "A las órdenes de usted, mi alférez", se cuadran luego, para sonrojo del buen hombre. Ha sido uno de mis maestros, jefe, compañero y amigo. No seáis tan adelantadillos: sí, es mayor que yo, pero no está aún jubilado porque es catedrático.
Y la señora continúa "Pero... mire usted -y por primera vez titubea y duda-, a mis años resulta que me he quedado no solamente soltera... sino también entera" -confiesa con un poco de rubor.
-¿Cómo dice usted, señora? -pregunta un Grilo totalmente incrédulo ante lo que acaba de escuchar.
-Lo que oye, señor: que soy... virgen, vaya. Y vengo a usted para poder remediar eso.
Inma, la estudiante, no puede reprimir un gritito de sorpresa ante tal dislate, y se tapa la boca con sus manos para evitar la carcajada. Al médico de gesto adusto y formal le pueden ahora, sin embargo, su genio y su arte jerezanos.
-Pero bueno, señora, ¡lo que me faltaba!... ¿Y qué quiere usted que yo le diga? ¡Vaya usted a Juanymedio, mujer!
-Comprendo su sorpresa, pero aún no he acabado. Verá usted, me va a tachar de mujer melindres y veleidosa, lo sé. Pero he tomado una determinación firme: no estoy dispuesta a dejar este mundo sin haber experimentado todo eso del sexo.
Inma no puede aguantar más la vergüenza y se excusa en que tiene que ir al baño para abandonar la consulta. Y el pobre médico desearía ahora haberse jubilado mucho ha, cuando yo se lo dije.
-Pero bueno, bueno... Esto será una broma ¿no?, quizás una cámara oculta o algo así ¿verdad?
-Nada de bromas, totalmente en serio. Y le diré más: no voy a tener relaciones con un hombre cualquiera.
-Ah, no? -responde Grilo ya sin saber cómo actuar.
-No. Precisamente para eso he venido a su consulta, doctor. He decidido que me entregaré sólo a un catedrático de medicina. Y soltero, además.
-Pero... pero esto qué es, una encerrona? ¿Por qué acude a mí para esto, si no me conoce de nada?
-He estado mirando en Internet. Usted es el catedrático ideal. Me ha convencido todo de usted, desde su físico, reconozca que no está nada mal para su edad, su curriculum académico y su perfil humano. Lo tengo decidido. Usted va a ser mi hombre.
-Pero, oiga, que yo soy un hombre casado... y muy formal. Con nietos y todo. En fin que yo no me presto a este disparate.
-Ah, vaya por Dios. Eso cambia las cosas. Lo tenía a usted por mocito viejo, por solterón. En tal caso, le pido disculpas. Pero, si no le es molestia, me gustaría dejarle mi tarjeta. Si más tarde cae usted en la cuenta de algún colega catedrático que sea soltero puede llamarme. Adiós, doctor, que tenga usted un buen día.
Esto no es broma, ocurrió hace dos semanas en la consulta de mi amigo Grilo. Hay en el escrito bastantes licencias e inventos del autor, que soy yo, pero en esencia así fue como sucedió. No voy a regodearme en la ocurrencia tan disparatada de esta señora porque estoy seguro de que padece algún tipo de trastorno de personalidad. Lo escribo, con permiso del doctor Grilo, solo para que toméis conciencia de esa parte oscura y desconocida del mundo de la mente a la que solamente a los médicos nos es dado el derecho de admisión.