sábado, 2 de febrero de 2019

Médicos sin MIR



Hoy, día del examen MIR, y aprovechando el debate de actualidad sobre la legalidad del trabajo en lo público de médicos sin especialidad, deseo romper una lanza en favor de estos médicos que durante años y de manera edificante han sacado las castañas del fuego a nuestro sistema sanitario público.

A mi amigo Antonio Pintor, médico sin MIR, excelente médico y hombre decente.
A tantos otros médicos rurales que, al igual que Antonio, no pudieron o no quisieron sacar el MIR, pero que con su abnegada dedicación y autoaprendizaje, dispersos y perdidos en las diásporas ingratas de nuestra España profunda, han hecho de sus vidas un ejercicio dignificante del oficio más bonito del mundo: el nuestro.
Para mí, héroes sin nombre.


Peñarroya, una noche cualquiera de octubre de 1979



Antonio y yo estamos acostados en la misma sala, un cuartito con dos medias camas, un aseo y una taquilla, en el piso de arriba. Intentando dormir. No nos desvelan sus ronquidos, no; todavía es un joven enjuto y de sueño placentero. Simplemente, no podemos ni amodorrarnos porque estamos acojonados. Y lo disimulamos cerrando los ojos y haciendo como que dormimos. En el silencio de la penumbra, retumba más de la cuenta un pequeño cuesco de los míos. "¿No te duermes, José María?" "¡Qué va! Me come este saltaero de susto en el estómago". "Pero hombre... si lo llevamos todo muy bien..." "Sí, hasta que nos caiga una urgencia gorda de verdad cualquier noche de estas". En la planta de abajo dormita acurrucado en su sofá nuestro enfermero, Rafael, hombre sabio y curtido, que hace también de chófer con su propio coche. Esta debe ser la cuarta guardia médica que hacemos en este ambulatorio. Desde las ocho de la noche a las ocho de la mañana. Supongo que Antonio lo sabe. Su compañía es un respiro para mí. En teoría yo soy el listillo, el que más sabe de medicina, el primero de nuestra promoción, el titular de la plaza conseguida por oposición hace apenas quince días. Él se viene conmigo para aprender, eso dice, pero a mí me da media vida. En nuestra actual condición de diletantes, la angustia compartida vale mucho más que la última edición del Harrison

Ya en este agosto pasado, estrenando título, se vino con la Peque y conmigo a Villaharta, trayendo consigo a su mujer y a su hija Sonia, y juntos hicimos la sustitución de verano del médico de allí, don Ascisclo. Una experiencia inolvidable. Entre ayuntamiento y parroquia nos proporcionaron un chalet gratuito en las afueras del pueblo. ¡Hasta con piscina y todo! No solo no tuvimos ni un solo percance, sino que realizamos una labor muy digna y hasta alcanzamos cierto renombre en la zona y en Córdoba capital por haber diagnosticado, sin más medios que nuestros sentidos, un caso muy farragoso de fiebre botonosa que se le había pasado por alto a algunos residentes de las urgencias del "Reina Sofía". El sueldo nos lo repartimos a partes iguales, cosa que yo ni me acuerdo, pero que él jamás olvidará en aquel tiempo de tanta precariedad para un médico recién cocido, casado y con una hija pequeña. Sueldo, por lo demás, íntegro y limpio, porque nos mantuvimos las dos familias todo el mes con las "propinas" de los parroquianos.

Pero estamos ahora en la noche de autos. Sobre las dos de la madrugada, dando acaso el primer coscorrón, nos llama Rafael: un aviso muy urgente. El corazón se nos sale por la boca. Como estamos vestidos de calle, solo tenemos que echarnos la bata. "¿Adónde vamos?" -pregunto impostando un falso aplomo. "A un bar -me contesta el enfermero-. Han telefoneado desde allí advirtiéndonos de una pelea con navajas entre un gitano y uno de aquí". Me río ahora, desde la distancia de casi medio siglo, de los jóvenes que buscan adrenalina tirándose desde un puente atados por la cintura. Miseria de hormonas comparado con el aluvión de cortisol y de catecolaminas con que nosotros dos inundamos nuestra sangre y nuestra bilis durante aquel trayecto en coche hasta el bar. Hormonas del miedo, del estrés, de la angustia... "Tranquilidad -nos advierte Rafael, ducho en mil trances-, vosotros dejadme a mí hasta que me haga con la situación". Nadie que no haya pasado por semejante tormenta emocional podrá comprender el sustento espiritual que los practicantes de entonces nos han prestado a los médicos primerizos de la forma más natural. Por su sabiduría casera y por su sencillez.

Llegados al bar, Rafael se abre paso entre los curiosos que merodean por la entrada. Y nosotros, detrás suyo, con nuestros maletines de médicos. En una de las mesas, un hombretón rubiasco, que no alcanza los cuarenta años, yace tendido boca arriba a todo lo largo. A primera vista parece que está vivo porque se le mueve el pecho con la respiración y porque le he visto parpadear. Le habían desabrochado la camisa para hacernos visible la herida. "¿Qué es lo que ha pasado aquí" -inquiere, autoritario, Rafael. Y el dueño del bar aclara los pormenores: Que los cubatas de más han encendido una discusión por un asunto menor entre este paisano nuestro y un gitano muy conocido por aquí y de toda confianza, hasta el punto de haber llegado primero a las manos y luego a las navajas. La peor parte, como podéis ver, se la ha llevado este, con un pinchazo en tó el corazón. "¿Y el gitano?" -pregunta Rafael. "Cuando se dio cuenta del percal, pilló las de Villadiego, pero iba con un ojo medio salido de su cuenca" -responde el tabernero. Como dándome permiso, Rafael se hace a un lado para que yo, el médico de guardia, examine al paciente. Mi primera impresión es que la cosa no está tan mal: al hombre se le ve asustado, es verdad, está temblando, no sé si de frío o de miedo. Balbucea ante mis preguntas para decir que no le duele nada. El pulso es rítmico pero débil. Le tomo la tensión arterial: 100/50. No me parece mal. La piel se mantiene tibia, no está frío ni sudoroso, como sería de esperar con más gravedad. La herida es ridícula a mi modo de ver: debajo de la tetilla izquierda, un agujerito de apenas un centímetro de anchura. Le pido a Rafael que le coja una vía venosa y le coloque un suero fisiológico que lleva en su maletín. Casi sin darme cuenta, pongo voz a mis pensamientos y digo: Vamos a llevarlo al ambulatorio y le damos dos puntos a la herida. Los parroquianos presentes guardan un silencio sepulcral. Tengo la terrible impresión de haber metido la pata. En esto que, al instante, Rafael me susurra como sin darle importancia: Déjate de puntos; a Córdoba rápido. ¡Ya! Y sin más, ordené el traslado urgente al hospital. Algunos amigos del paciente, presentes en el bar, lo trasladan en un coche particular. Pasadas unas dos horas, telefoneé desde el ambulatorio a las Urgencias del Reina Sofía: el paciente había fallecido a la entrada en Córdoba. Llegó muerto al hospital.

Rafael, verdadero artista de lo empático y nuestro maestro en aquellos primeros días, nos tranquilizó asegurándonos que ese hombre no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir; que la herida que yo consideré como insignificante por lo reducido de su orificio debía de ser lo suficientemente profunda para llegar hasta el corazón; en fin, que siendo unos novatos comprendía nuestro pavor, y que sentía mucho que tan pronto hubiésemos tenido este baño de cruda realidad, pero que esto es lo que tiene esta profesión, y que no nos queda otra que apechugar. ¡Qué hombre más sabio! Para mí, este acontecimiento supuso la primera de las tantas curas de humildad que me he tragado a lo largo de mi vida de médico.

La especial situación familiar de Antonio no le permitió prepararse ni presentarse al MIR. Tenía que trabajar. En los meses siguientes, él se hizo cargo de mis guardias en Peñarroya, total, peor ya no iba a ser. Y yo me preparé y me presenté al MIR. Trabajó luego en Pozoblanco como ayudante de Pepe Osuna, hasta que obtuvo una plaza de APD en Conquista. Por mi parte, yo saqué el MIR y realicé, como sabéis, la especialidad de Medicina Interna en el hospital "Reina Sofía" de Córdoba.

Con la serenidad que proporciona la distancia temporal y emotiva, uno se plantea cómo se manejaría hoy una situación similar a la vivida por nosotros hace cuarenta años. En primer lugar, seríamos Antonio y yo especialistas en Urgencias o en Medicina Familiar y Comunitaria. Pero este hecho, la verdad, no me parece tan relevante para la evolución del paciente en este caso concreto de gravedad extrema. Hubiese servido, sí, para minimizar nuestra angustia y darnos mucha más seguridad en lo que hacer. De todas formas, es consustancial con el oficio médico padecer inseguridad, angustia y abatimiento en todo momento, pero sobre todo en los inicios de tan singular profesión, sean estos en el pueblo o en el hospital más puntero. El mismo miedo de esa noche en Peñarroya, si no más, pasé siendo R1 en "Reina Sofía", un año después, ante mi primer caso de sepsis meningocócica en una jovencita de quince años que se salvó porque mi ángel de la guarda de esa noche, Paco Dios, intensivista de desbordante humanidad, acudió en mi auxilio. Más abatimiento aún me produjo la muerte injusta de Yolanda, una paciente mía en la flor de su madurez, por mor de un linfoma que jugó conmigo al escondite durante unos amargos seis meses hasta que se salió con la suya. Y ya no era residente, sino un médico bien bragado y experimentado. A fin de cuentas, un navajazo en el corazón era, y es, una sentencia de muerte; no así un linfoma. Hoy, a las dos de la madrugada, no funcionaría el helicóptero, pero dispondríamos de una ambulancia medicalizada que transportaría al paciente debidamente atendido, con suero a chorro, oxígeno a toda mecha y personal sanitario a bordo para las maniobras de resucitación si fuesen precisas. En aquel tiempo usábamos nuestros coches particulares para esos menesteres. Con mucha mejor carretera, en una hora hubiésemos alcanzado el hospital, y quién sabe, si llegado a tiempo para una intervención quirúrgica sobre la marcha ante un corazón roto. En definitiva, está claro que hoy aquel paciente desgraciado hubiese tenido una oportunidad. Y no tanto, en este caso, por los avances de la ciencia médica, que bueno, que también, cuanto por los logros en las infraestructuras sanitarias y estructurales.

Quedad con Dios.

13 comentarios:

  1. Querido Fili: Con la naturalidad que te caracteriza, lo mismo te cuelas en el corazón del que te lee, sembrando una sonrisa, una duda razonable o como en este caso unas gotas de angustia. Lo que es seguro es que nunca nos dejas indiferentes.
    Para los que pasando los años nos hemos acostumbrado a sacarle a la muerte los días que vamos viviendo, con la imprescindible ayuda de los que os dedicais al arte de sanar, nos reconforta saberos entregados al estudio de nuestras patologias, esa es nuestra esperanza. El saber de vuestras angustias y vuestas dudas, también nos ayuda a confiar nuestra salud en vuestras manos. Solo los estúpidos no dudan ante el dolor y la muerte.
    En ti y en Toñi quiero personalizar mi agradecimiento a todos los profesionales de la medicina que dia a dia os empeñais en hacernos la vida más feliz.

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  2. Amigo José María gracias por traernos estos recuerdos de tus primeras experiencias en el dificil ejercicio de médico rural.
    Seguramente que la puñalada era mortal de necesidad pero también estoy seguro que los medios de traslado al hospital eran pésimos y que las malditas curvas de la carretera de Córdoba son para rematarte. Ahí está lo acontecido con Paquirri...
    Recibe un cordial abrazo.

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  3. Amigo José María, la pérdida de una vida por enfermedad o por accidente, narrada desde el punto de vista de un doctor impresiona bastante. Sobretodo cuando desde el ojo clínico se evalúan las posibilidades de salir adelante, y lo que se podía hacer con otros medios.
    Responsabilidad que a lo largo de una vida profesional, ha de dejar una huella profunda sin duda.
    Mi reconocimiento a todas las personas que dedican su vida a la ciencia médica intentando salvar vidas.
    Un abrazo
    Juan Martín

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  4. Gracias muchachos. En efecto, han pasado solo 40 años, pero los avances tecnologicos y las mejoras estructurales tan importantes han hecho cambiar la práctica médica de una forma radical. En todo caso, la fatalidad sigue y seguirá existiendo. Cuando la parca viene a por ti...

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  5. Que decir Fili? Hasta medicina vamos a aprender contigo, literatura no digo porque eso se da por sobreentendido, sigue así, te lo agradecemos. Un abrazo.

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  6. La medicina,como cinercia,tiene todavía mucho por descubrir,así como medios e infraestructuras que le sean de gran utilidad,pero dentro de los avances que tenemos ahora,yo no sé, si será necesario el MIR o no,Shakespeare y Cervantes no tenían titulación universitaria,lo que si queremos los ciudadanos,son profesionales,capacitados,preparados,con experiencia,como verdadera sabiduria,responsables y equilibrados,que nos orienten y nos ayuden para mantener la salud y la vida el mayor número de años,hasta que Dios (nuestra naturaleza)quiera. Tú, José María,por lo que expresas, has estado en esa taxonomía de valores,dentro de la difícil tarea, de estar continuamente, en contacto con la enfermedad y la muerte,y que ya,en otras circunstancias,libre de diagnósticos y tratamientos;procuras irradiar,a mi parecer,en tu círculo familiar,de amistad y con tus escritos.Un abrazo.

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  7. Ah! José María, me has recordado y se me olvidaba decirte,que estuvo de celador un verano, en el ambulatorio de urgencias de Peñarroya-Pueblonuevo y que tam bien viví algunas situaciones de atención médica,experiencia, que sin ser directamente responsable me producia cierto estado emocional de inquietud ante la presencia del dolor y el sufrimiento y pensar que todos estamos expuestos a ello.

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  8. Gracias, muchachos. Sois mi estímulo para seguir escribiendo.
    La reflexión de Ramón es muy interesante a mi modo de ver. Soy un devoto, casi fanático, del sistema MIR. Creo que ha sido el acierto más contundente y definitivo del sistema público de salud en toda su historia. El MIR es la excelencia como método para obtener una especialidad, cualquiera que ella sea. Pero esto no debe ni puede desmerecer los esfuerzos de aquellos médicos que, sin especialidad, realizan para mantenerse en forma clínica y poder ejercer como tales médicos generales. El MIR te dota de aptitud, no hay duda. Pero en medicina, tan importante como la aptitud es la actitud. Un médico sin MIR pero con ganas de aprender y de ser útil a la sociedad consigue ser competente, consigue la aptitud. Eso creo yo.
    Bueno, ya está bien de sermoneo. Un abrazo a todos.

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  9. Me ha llamado la atención observar en tan sincero escrito la VOCACIÖN de servir, de ser útil.
    Y como no puedo añadir un comentario que mis inteligentes y sensibles compañeros no hayan hecho ya, ofreceré una anécdota médica que escuché del maestro de acupuntura D. José Luis Padilla:
    Un médico rural sufría al ver que sus enfermos no mejoraban, a pesar de utilizar todos los remedios alopáticos que la farmacopea y la ciencia médica ponía a su disposición. Reflexionó y, cargado de humildad, comenzó a recetar lo único que el utilizaba para mantener su propia salud:
    aspirina y bicarbonato.
    Sus pacientes, con esos dos remedios exclusivamente, comenzaron a sanar de manera irrefutable.
    Abrazos, como siempre

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  10. Querido amigo José María, lo primero agradecerte tus comentarios hacia mi persona. Lo cierto es que fueron tiempos duros en el ejercicio de la medicina con muchas carencias en medios y formación reglada que teníamos que suplir con esfuerzo y mucho ingenio, además de formación autodidacta. Para mi fue una suerte poder dar mis primeros pasos con tan docta compañía, aparte del placer de la convivencia. Ahora son recuerdos agradables aunque la verdad es que pasábamos mucho miedo, por la responsabilidad adquirida y la preocupación de causar daño por no saber dar la respuesta correcta. Esta preocupación ha estado presente en toda mi carrera profesional a pesar de los conocimientos y la experiencia adquirida. En fin que es un placer leer tus historias y recordar cuando eramos jóvenes médicos. Un abrazo

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  11. A Pedro Calle le diré que aspirina y bicarbonato son el yim y el yam de la medicina alopatica. Contrarios y complementarios. De lo mejor que siempre hemos tenido. Mi padre practicó toda su vida con su bicarbonato echado directo a la boca. Y murió de viejo a los 94 años.
    Al Pintor no le digo na porque hablo con él todos los días. Junto con Jaime, es mi alma gemela. Somos lo que hoy se llama parejas abiertas. Jajaja

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