Debería estar contenta, radiante, feliz. Y es de verdad que lo estoy. ¿Entonces?... Pues esa es la cosa: que me hallo contenta por fuera, pero me gustaría sentir mi alegría a borbotones, no sé, como más auténtica. Y no sé si es así del todo. En fin, hecha un lío es lo que estoy. Ni yo misma me entiendo. Las que sois madres me comprenderéis mejor. Creo yo, vaya.
Mi marido -los hombres llevan estas cosas de otra forma- se ha multiplicado por cuatro estos días últimos, más que nada en los preparativos para atender de manera exquisita a la gente que nos ha llegado de fuera entre amigos y familia, ya sabéis. Lo otro, toda la parafernalia con que hoy en día se adorna y complementa la esencia de una boda, ha estado a cargo de los novios, sus amigos y mi Paula, como se lleva ahora. "Papá, mamá: vosotros solo tenéis que encargaros de nuestra familia de Córdoba. Nada más". Y él, él solito, él, que es un santo, una suerte del destino, un regalo del cielo, un... qué sé yo... Él, mi Manolo de mi alma, se ha partido la suya en esta tarea. Su familia es sagrada.
En mi descargo, quizá, sería piadoso considerar que una no está ya para muchos cohetes. Mi naturaleza física me está maltratando de manera cruel desde hace ya demasiados años. Apenas piso la calle. Hasta para hablar necesito llevar enganchados a mi nariz los cables del oxígeno. Desde hace mucho forman parte de mi atuendo facial. Ni siquiera pude anoche asistir, como hubiera sido mi deseo, al ágape de bienvenida que mi Manolo ofreció a los invitados de fuera y a los amigos de los novios. No valgo un real, es la pura verdad.
Ha sido muy emotivo, pero también muy duro, alcanzar el altar de la mano de mi hijo como madrina comiéndome el aire ante el silencio emocionado de toda la parroquia. Muy duro. Se agradece, desde luego, escuchar algún gritito apagado de "Madrina... ¡guapa!". Claro que sí.
Pero ha podido más mi orgullo de madre. He aguantado toda la ceremonia con altiva dignidad luciendo tipo, sayal y tocado como la más moderna de las madrinas, sí señor. Y luego, en la suntuosa carpa del restaurante he señoreado con encantador disimulo mi cansado cuerpo riojano, mesa por mesa, saludando y departiendo con todo el mundo, como si tal cosa. Arropada en todo momento por mi hermana mayor, he estado pendiente de mi madre, ya tan anciana y desmemoriada; he llorado de emoción viendo los detalles tan elaborados y festivos de los amigos para con los novios; he tenido un profundo sentimiento de nostalgia y de pena cuando alguien ha mentado a los abuelos cordobeses de mis hijos; he aplaudido a rabiar el cante flamenco y el baile por sevillanas de los espontáneos del sur; me he reído a carcajadas, hasta la tos, con los vítores de los comensales hacia el Tío Manolo, un primo hermano de mi marido, animador infatigable de la fiesta. Y, desde luego, no he sido ajena a ciertas miradas babosas de algunos viejos verdes a los escotes de las mocitas... y de las casadas. Bailar, no. No me pidáis lo imposible. Pero he resistido todo el tirón hasta las dos de la madrugada, hasta que se cerró el chiringuito de los más jóvenes. ¡Toma ya! A ver luego cuántos días voy a necesitar para recomponer mi desguace...
Nada de ello, sin embargo, afecta tanto a mi espíritu como la sensación angustiosa de pérdida. Se me va mi Alejandro, Alex, le nombran sus amigos. Para mí siempre será mi Alejandro. Y mirad que se lo lleva Eva, la chica más despabilada, simpática y cariñosa de toda la Rioja. Sin exagerar. No nos vamos a engañar: las jóvenes de por aquí no tienen la gracia, la frescura, ni siquiera la belleza de la gente del sur, las cosas como son. Pero Eva es la excepción. Eva, sí. Tantos años llevan juntos que para nosotros, para Manolo y para mí, es ya una hija más, la hermana mayor de nuestra Paula. Alejandro y Paula son sureños, no hay más que verlos. Se conoce que la herencia andalusí es más poderosa que la vascona. Todo en ellos evoca a Córdoba. Paula es un retrato de la morena de Julio Romero, con los ojos azabache y profundos, alegres y vivos, los mismos de su abuela Josefa. Y Alejandro es todito su padre: en lo bueno, en lo cariñoso, en lo guapo, en lo..., en fin, en todo. Es normal que Manolo esté más encariñado con Paula, y que yo esté embelesada con mi Alejandro. Los que sois padres y madres lo veréis como yo. No se trata de complejos raros de Edipo ni de Electra. No. Es una realidad diaria y doméstica. Y cuando Paula se case, seguramente Manolo padecerá su ausencia más que yo. Así es la vida.
Y esta es, y no otra, mi angustia de hoy. Me importan un rábano mis pulmones. Ahora mismo solo pienso en que mi hijo vuela hacia Vietnam, fijaros qué pedazo de viaje de novios, igualito que el nuestro que no pasamos de Madrid, y que en adelante no lo tendré para mí como hasta ahora, aunque solo sea un ratito por las tardes. Tengo miedo de no saber sobrellevar bien su ausencia. Aunque, bien pensado, no debería quejarme: Paula vive y trabaja fuera, en Burgos, pero me llama cuarenta veces al día, una cansina es lo que es, de lo que se desvive por mí, y viene cada fin de semana. Y Alejandro llena mi casa a diario con solo media hora, con cinco minutos... Ya sé que es un sentimiento egoísta. Me da igual. Una madre es una madre, y tiene derecho a desahogarse gritando para sus adentros que no quiere separarse de sus hijos nunca jamás, aunque luego comprenda y acepte la realidad de la vida.
Mi madre, en una residencia; mi Paula, en Burgos; y, ahora, mi Alejandro, en su casa. Sin embargo, os aseguro que nuestro nido no ha de quedar vacío: mi Manolo, mi tesoro, ya se encargará de colmarlo con su entrega, su cariño y su dedicación. Como ha hecho siempre. Y ya estoy suspirando por mis futuros nietos, la penúltima ilusión de cualquier madre de mi edad.
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Querida Almudena: ahora yo me invisto del cura que pude haber sido, y que nunca fui, y te digo con solemnidad: Ego te absolvo a pecatis tuis in nómine patris... Tu egoísmo de madre te es perdonado. Amén.
Pero ha podido más mi orgullo de madre. He aguantado toda la ceremonia con altiva dignidad luciendo tipo, sayal y tocado como la más moderna de las madrinas, sí señor. Y luego, en la suntuosa carpa del restaurante he señoreado con encantador disimulo mi cansado cuerpo riojano, mesa por mesa, saludando y departiendo con todo el mundo, como si tal cosa. Arropada en todo momento por mi hermana mayor, he estado pendiente de mi madre, ya tan anciana y desmemoriada; he llorado de emoción viendo los detalles tan elaborados y festivos de los amigos para con los novios; he tenido un profundo sentimiento de nostalgia y de pena cuando alguien ha mentado a los abuelos cordobeses de mis hijos; he aplaudido a rabiar el cante flamenco y el baile por sevillanas de los espontáneos del sur; me he reído a carcajadas, hasta la tos, con los vítores de los comensales hacia el Tío Manolo, un primo hermano de mi marido, animador infatigable de la fiesta. Y, desde luego, no he sido ajena a ciertas miradas babosas de algunos viejos verdes a los escotes de las mocitas... y de las casadas. Bailar, no. No me pidáis lo imposible. Pero he resistido todo el tirón hasta las dos de la madrugada, hasta que se cerró el chiringuito de los más jóvenes. ¡Toma ya! A ver luego cuántos días voy a necesitar para recomponer mi desguace...
Nada de ello, sin embargo, afecta tanto a mi espíritu como la sensación angustiosa de pérdida. Se me va mi Alejandro, Alex, le nombran sus amigos. Para mí siempre será mi Alejandro. Y mirad que se lo lleva Eva, la chica más despabilada, simpática y cariñosa de toda la Rioja. Sin exagerar. No nos vamos a engañar: las jóvenes de por aquí no tienen la gracia, la frescura, ni siquiera la belleza de la gente del sur, las cosas como son. Pero Eva es la excepción. Eva, sí. Tantos años llevan juntos que para nosotros, para Manolo y para mí, es ya una hija más, la hermana mayor de nuestra Paula. Alejandro y Paula son sureños, no hay más que verlos. Se conoce que la herencia andalusí es más poderosa que la vascona. Todo en ellos evoca a Córdoba. Paula es un retrato de la morena de Julio Romero, con los ojos azabache y profundos, alegres y vivos, los mismos de su abuela Josefa. Y Alejandro es todito su padre: en lo bueno, en lo cariñoso, en lo guapo, en lo..., en fin, en todo. Es normal que Manolo esté más encariñado con Paula, y que yo esté embelesada con mi Alejandro. Los que sois padres y madres lo veréis como yo. No se trata de complejos raros de Edipo ni de Electra. No. Es una realidad diaria y doméstica. Y cuando Paula se case, seguramente Manolo padecerá su ausencia más que yo. Así es la vida.
Y esta es, y no otra, mi angustia de hoy. Me importan un rábano mis pulmones. Ahora mismo solo pienso en que mi hijo vuela hacia Vietnam, fijaros qué pedazo de viaje de novios, igualito que el nuestro que no pasamos de Madrid, y que en adelante no lo tendré para mí como hasta ahora, aunque solo sea un ratito por las tardes. Tengo miedo de no saber sobrellevar bien su ausencia. Aunque, bien pensado, no debería quejarme: Paula vive y trabaja fuera, en Burgos, pero me llama cuarenta veces al día, una cansina es lo que es, de lo que se desvive por mí, y viene cada fin de semana. Y Alejandro llena mi casa a diario con solo media hora, con cinco minutos... Ya sé que es un sentimiento egoísta. Me da igual. Una madre es una madre, y tiene derecho a desahogarse gritando para sus adentros que no quiere separarse de sus hijos nunca jamás, aunque luego comprenda y acepte la realidad de la vida.
Mi madre, en una residencia; mi Paula, en Burgos; y, ahora, mi Alejandro, en su casa. Sin embargo, os aseguro que nuestro nido no ha de quedar vacío: mi Manolo, mi tesoro, ya se encargará de colmarlo con su entrega, su cariño y su dedicación. Como ha hecho siempre. Y ya estoy suspirando por mis futuros nietos, la penúltima ilusión de cualquier madre de mi edad.
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Querida Almudena: ahora yo me invisto del cura que pude haber sido, y que nunca fui, y te digo con solemnidad: Ego te absolvo a pecatis tuis in nómine patris... Tu egoísmo de madre te es perdonado. Amén.