¡Lástima que mi padre no esté ya entre nosotros! Le hubiese invitado a venir conmigo. Él, más aún que yo, se hubiese conmovido ante la virtud de estos monjes tan ancianos como él, y adherido de manera incondicional a la normativa monástica de oración y silencio. No como nosotros, Joaquín, Diego y yo, que, medio a hurtadillas y con la complicidad solapada del padre Alfonso, hemos alterado más de la cuenta la armonía y quietud de este fabuloso monasterio.
Tenía ganas y sentía curiosidad por vivir unos días entre muros, oraciones y refectorio. Joaquín es un asiduo de este sagrado lugar, a donde acude al menos dos veces al año. Él nos lleva animando a Diego y a mí desde tiempo atrás, y ya, por fin, nos hemos decidido. A Joaquín los monjes le quieren como a uno más, le dan de abrazos nada más verlo entrar, "Te esperamos como agua de mayo", le dice el padre Alfonso, nuestro hospedero. Y es que nos tenían reservado la limpieza a fondo de la enorme biblioteca, cosa que solo se hace cuando se hospeda Joaquín. ¡Qué convenidos!
Y os digo que merece la pena. No es cosa de una hospedería al uso de hotel modesto. No. Se trata de vivir unos días de retiro espiritual compartiendo clausura con los monjes, haciendo vida monástica, contemplativa, en este caso. Naturalmente, a mí en concreto, me ha reverdecido muchos recuerdos soterrados del seminario: el toque de campanas llamando a cualquier actividad, los madrugones, la frugalidad alimentaria -ni un frito, nada de carne, ni un dulce, pechada de calabacines, se conoce que estamos en época-, la disciplina, los ratos largos de meditación... Pero sin fútbol. Y sin pajillas vergonzantes. Y a las diez de la noche, en la cama: de las cosas que más me han gustado.
El lugar es una gozada. El monasterio de Jerónimos de santa María del Parral admira Segovia desde la orilla derecha del río Eresma, incrustado en un bosque de ribera de cuento, y salpicado, literalmente, por varios manantiales inagotables de un agua fresquita y santificada que brotan por doquier, alimentados por una corriente freática milenaria que se deja oír en los paseos silenciosos por cualquiera de sus claustros. Se diría que se aposenta sobre una plataforma acuífera. De ello da testimonio la fertilidad de sus varias huertas kilométricas, arrendadas a medias por los monjes a tres hortelanos lugareños, ancianos locuaces y simpáticos que prefieren envejecer con la azada en sus manos mejor que con el mando a distancia. Posee, además, una riqueza patrimonial fuera de parangón, cuyo principal exponente es el impresionante retablo plateresco de su iglesia principal, de un estilo gótico flamígero con muchos toques de isabelino. De verdad, una pasada.
Pero a estas alturas de nuestro conocimiento y, en muchos casos, amistad con vosotros, mis queridos lectores, no vamos a engañarnos: el día a día del cenobio es aburrido. Las cosas como son. Laudes, Ángelus, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas. Cada dos horas, quince minutos de una liturgia cansina, repetitiva y anacrónica. A la una del mediodía, misa. Y a las siete de la tarde, rosario. Todo es voluntario para los huéspedes invitados, pero casi todo nos lo hemos tragado, menos la hora Sexta, a las cuatro de la tarde. Mi siesta es más sagrada que los salmos salomónicos. Lo bueno de no ir uno solo sino acompañado de colegas es que puedes escabullirte de tanto silencio y de tantas preces cuchicheando con los amigos.
Nos hemos divertido, es verdad. Sobre todo durante las dos horas de trabajo en la biblioteca. Hemos hecho chistes de lo humano y de lo divino; nos hemos reído a carcajadas ahogadas de las ocurrencias de Diego, que se atrevió a ir a una misa en calzón corto, o que comparó el silencio y la quietud del refectorio con la bulla y el desorden del comedor en los hoteles del Imserso; o de nuestra incapacidad, de Diego y mía, de dar con la página adecuada del breviario para seguir los cánticos del padre Mauro al piano, al final optamos por abrir el libro al azar y hacer el paripé de que cantamos; o de mi rebeldía a desayunar en seis minutos, tiempo que tardan los monjes en hacerlo, una vez que ellos se levantan, todo el mundo fuera. ¡Con lo que yo disfruto pausando mi desayuno!... O con las críticas impías hacia otros huéspedes porque todos nos parecían gente rara, de otro mundo, gente desnortada, personas con vocación cenobítica pero que las circunstancias de la vida los han llevado por otros caminos, y ahora pretenden ser más monjes que los de verdad: rezan más fuerte, cantan más alto, se persignan con aspavientos, se arrodillan hasta dar de bruces en el suelo... Como modernos judíos conversos que quieren ser más cristianos que los de sangre.
Pero también hemos leído y hemos meditado. Nos hemos empachado de la vida y obra de san Jerónimo, uno de los santos Padres de la Iglesia, amigo y contertulio de san Agustín, ambos golosos del sexo en sus años jóvenes, y luego arrepentidos de tantos excesos. Conozco yo a otro Agustín, de ahora, que no llegará a santo porque no acaba de arrepentirse sino que persiste contumaz en el vicio. No tanto del sexo cuanto de la glotonería. Hemos debatido con seriedad, en las apacibles tardes de la huerta, el sentido que pueda tener esta vida contemplativa en nuestro mundo moderno. A nosotros, gente del siglo, pero moderada, nos cuesta entenderlo. También a Joaquín, un rojillo rancio de los que todavía se amarra el pantalón con un hiscal de esparto, pero hombre creyente con una espiritualidad y una búsqueda de respuestas fuera de lo común. El padre Antonio, monje de noventa años que vive en el monasterio desde los dieciocho, nos dice que esto solo puede entenderlo quien recibe "la llamada".
En otro tiempo, nos cuenta Joaquín, estos monjes, jóvenes aún, sin menoscabo de sus vidas contemplativas, eran gente muy activa y productiva para la sociedad: producían y comerciaban con los productos de la huerta, y tenían un taller de madera donde fabricaban bancos para las iglesias. Y de eso vivían. Ahora no es posible. Solo son seis monjes. Tres de ellos, Antonio, Farrulla y José, rondan los noventa. Produce admiración verlos concelebrar la eucaristía con tanta voluntad como merma de sus fuerzas: una mano dirigida a la sagrada forma, y la otra agarrada al altar para no tambalearse. Y en la plática se quedan frititos en sus asientos. El padre Andrés, el prior, frisará los setenta, pero se encuentra muy limitado por fracturas vertebrales y una cadera protésica. Con todo, aguanta el tipo orondo y soberbio apoyado siempre en su bastón. El padre Alfonso tiene sesenta y seis años, y es de Olivares, casi paisano mío. Y se le nota lo sevillano: es el alma de aquéllo. Hospedero, cocinero, ecónomo, cuidador de los viejos y hombre para todo. Con Joaquín tiene una empatía especial. Se les nota a ambos. Y luego, el padre Mauro, el más joven, no llegará a los cincuenta. Pero me pareció el más desganado. Lo que son las cosas. Y eso que acaricia el piano de maravilla y posee una voz melodiosa y engolada, pintiparada para entonar las salmodias.
Y, en fin, todos sabemos que esto ha tocado fondo; esto se acaba. No hay futuro para este tipo de vida monástica. Este del Parral es el último monasterio jerónimo masculino en actividad. Y dentro de cinco años se habrá convertido en un Parador Nacional o algo parecido. No hay relevo, no hay vocaciones. No puede haberlas. La juventud de hoy precisa de otro tipo de atractivos. No le vale rezar y rezar, y perpetuar in seculorum sécula ritos y salmos de hace dos milenios. Habría que reinventarse, reconducirse, transformar el cenobio en un centro de intelectualidad religiosa donde, por ejemplo, se intentara una nueva exégesis de las Escrituras adaptada a los tiempos, donde se produjera literatura, arte y ciencia en torno a la ética, a la espiritualidad, a la esperanza... ¡Demasiado tarde!
"Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta".
Y yo, sintiendo mucho contravenir a santa Teresa, creo que hoy en día solo Dios no basta. A la vista está.
¡Sed buenos!
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ResponderEliminarDecididamente un maravilloso plan para cambiar la ajetreada y compulsiva rutina en que habitualmente nos movemos por otras rutinas más pausadas y serenas.
ResponderEliminarDe chico amompañé a mi tío Emiliano a visitar en el monasterio a un compañero suyo del seminario. No recuerdo nada de nada, la verdad.
Mi enhorabuena por el artículo y la feliz inspiración de pasar unos días en un lugar tan especial.
Sí, amigo Pedro. Para cualquiera de nosotros resultará gratificante el aislamiento, la meditación, la pura contemplación de una naturaleza bella y al alcance de la mano, el silencio y la austeridad, aunque a sabiendas de la transitoriedad de todo, que hambre que espera jartura no es hambre ninguna. Yo, desde luego, lo recomiendo. Máximo, una semana. Más puede resultar cansino.
ResponderEliminarUn abrazo.
Amigo Fili, me alegro mucho de tu bien estar. Menos mal que la cosa ha sido un "mete y saca" No se deben perder los desayunos largos, la buena siesta, el contacto con la gente y la realidad. Un abrazo
ResponderEliminarYendo acompañado de amigos -como ha sido mi caso- se evita el excesivo aislamiento y se alimentan complicidades clandestinas, la mar de divertidas. Ya tenemos bastante mundo corrido como para no saltarnos cualquier barrera. Dentro de la prudencia, claro está.
ResponderEliminarUn abrazo.
Querido amigo José María. No dejas de sorprenderme últimamente con tu renovada capacidad viajera. Lo mismo te sitúas en una lejana ciudad nórdica que te enclaustras en un Monasterio.
ResponderEliminarNos describes con todo lujo de detalles la vida rutinaria y tranquila en el interior del claustro, tan diferente a la de esta sociedad globalizada, invadida por las nuevas tecnologías y por esa inteligencia artificial que ya lo domina todo.
No me resisto a preguntarte que dentro de tu experiencia personal, si en algún momento te has sentido más cerca de Dios. Si lo has encontrado entre los pucheros de la cocina, entre los libros amarillos de la biblioteca o entre los salmos de los rezos.
Recibe un fuerte abrazo.
Querido Manolo, yo soy básicamente sedentario, como en mi casa en ningùn sitio. Es mi mujer quien me provoca y empuja. Jajaja. Con respecto al encuentro con Dios, me pones en aprietos. Si yo tuviera necesidad de encontrar a Dios lo haría en.mis enfermos, en la gente que sufre, en los curas auténticos que practican el evangelio, en vosotros, mis buenos y decentes amigos, en Atilano Mejías, en la buena gente. No he ido al monasterio a encontrarme con Dios, sino a tener esa experiencia de aislamiento de nuestro mundo ruidoso.
ResponderEliminarUn abrazo
Efectivamente. Quien quiera encontrar a Dios que emprenda el largo camino de encontrarlo donde dices. Y si quiere más que trate como seres humanos a los inmigrantes, a los desahuciados, que dé amor del bueno a los excluidos, a los enfermos graves,... Después de ese largo camino tal vez se encuentre a sí mismo y no necesite buscar más.
ResponderEliminarMuy buenas, Pepe. Como siempre, para mí tu comentario es el evangelio según Ramírez. Me alegro de saber de ti. Un beso.
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