Deseamos todos creer que el amor prevalece sobre la muerte. Y debe ser así. A fin de cuentas, la muerte no es tan fiera como la pintan, toda vez que nunca consigue quitarnos de en medio del todo porque los genes nos sobreviven en nuestra descendencia. Y en este proceso de supervivencia casi siempre anda rondando el amor en alguna de sus muchas maneras.
Me he vuelto de repente tan filosófico porque cada agosto supone para mí una reflexión serena acerca de la exaltación del amor como motor de la vida, por una parte, y de la resignación de la muerte como culmen de nuestra existencia, por otra. Me explico: un doce de agosto de 1973 -tal día como hoy- me declaré a mi Peque a la sombra de unos tarajes en la orilla del Genil, ambos en bañador y emborrizados en arena, mirad qué escena más romántica; y un dieciséis de agosto de 1995 moría mi madre, con la satisfacción de haber visto al más pequeño de sus varones Hermano Mayor de la Virgen del Carmen.
Pero, así como el amor mutuo de la Peque y el mío persiste, y persistirá in seculorum sécula, mi madre tampoco se ha ido del todo: los hijos nos hemos quedado con su napia; mi hermana pequeña, además, con su cara; mi Manolo, con su barriga; y yo con su cadera y sus andares; su nieta Carmelilla, con su bondad, pero también con su firmeza de carácter; y su bisnieta Natalia, con su expresión dulce y su fina inteligencia de Cívico.
En mis años jóvenes, agosto ha sido el catar melones tempranillos, la calor asfixiante en las calles de piedras quemantes, siestas tórridas en el río, tomar el fresco en la gradilla de la puerta, columpios de barquillas en las Eras Altas, y la procesión nocturna de la Virgen. Ahora, en el otoño dorado de mi vida, agosto es el disfrute agotador de mis nietos, la piscina de mi pueblo, los melones de Ponferrá, los tejeringos de la Feria... el recuerdo imperecedero de mi madre y el embeleso renovado por mi Peque. Ea.
En mis años jóvenes, agosto ha sido el catar melones tempranillos, la calor asfixiante en las calles de piedras quemantes, siestas tórridas en el río, tomar el fresco en la gradilla de la puerta, columpios de barquillas en las Eras Altas, y la procesión nocturna de la Virgen. Ahora, en el otoño dorado de mi vida, agosto es el disfrute agotador de mis nietos, la piscina de mi pueblo, los melones de Ponferrá, los tejeringos de la Feria... el recuerdo imperecedero de mi madre y el embeleso renovado por mi Peque. Ea.