En la última fase de la famosa desescalada, anhelando por ello desde semanas antes, nos mudamos al pueblo. Casi, casi, a estrenar la casa nueva recién restaurada. Algo más de un mes hará de la mudanza. Y lo tomé como una especie de sucedáneo de las vacaciones estivales: como este año no podemos irnos al norte, nos vamos al pueblo. Muy bien. Y con mi barba Covid y todo.
Aparte de la novedad, uno de los alicientes de nuestra nueva vida-quizás el principal para mí- iba a ser, sin duda, dar satisfacción plena a la ilusión de la Peque por disfrutar por fin de su flamante casa, el hogar de su familia hasta hace bien poco, la herencia de sus padres. Y lo hemos hecho: disfrutar. Creo que sí.
Un mes intensivo. Ansioso, diría yo. La Peque ha exprimido el tiempo disponible hasta lo indecible: tres sesiones diarias de ejercicio físico, a saber, senderismo a las siete de la madrugada; aquagym a media mañana y una sesión extra de senderos más cortos sobre las ocho de la tarde. Con su hermana Conchi, su prima Ani y su sobrino Juanma. Yo, solo el aquagym, muy divertido por otra parte al ser el único hombre a tiempo completo en un grupo de diez féminas casi tan fieras como la Peque. Bromeo con ellas recurriendo a tópicos micromachistas u homófobos, lo reconozco, que tan difícil nos resulta a los hombres rancios despojarnos de ellos. Los movimientos tan sinuosos y gráciles en el agua a que nos obliga nuestra bella monitora me empujan a gritar que me voy a descoñar o que de ésta voy a romper en maricón.
Pero fuera aparte (se dice así en Sevilla, han sido muchos años allí) del aquagym, he seguido fiel a mi María Martínez, la del canal de gimnasia del Youtube, y además he amortizado de sobra una piscina de estas de plástico duro que tanta gente ha comprado este año, en el campito que mi cuñado Sepli tiene a las afueras del pueblo. "Niño, estás achicharrao" -me regaña una vecina muy parlanchina que tenemos.
Mis miedos de siempre, sin embargo, me han traicionado, es verdad. En el pueblo es prácticamente imposible hacer un medio confinamiento. Son diarios los contactos cercanos con familiares, muy frecuentes las visitas de hermanos y sobrinos, gente mucho más joven que nosotros y que se mueven por el mundo; incluso, de algunos pacientes que me consultan; inevitables algunas salidas a bares muy saturados; alguna que otra comida en casa o en el campo con familia y amigos... Y me asusto. Cuando nos enteramos del caso positivo del cura, anduve dos días acojonao porque aunque yo no sea capillita me relaciono con todo el pueblo. Y, para más inri, mi hermano Manolo (Samuel para nosotros) había estado en los preparativos de vestir a la Virgen para el día 16. En esta enfermedad tan silenciosa donde menos lo esperas puede saltar la sorpresa. Ni en la iglesia está uno tranquilo. Hasta que salieron todas las PCR negativas lo pasé regular. Total, que la Peque, conocedora de mis desvelos, dice hoy que hasta aquí hemos llegado. Que pa la casa. Y nos hemos venido a Antequera. ¡Toma ya! De un plumazo.
Y me encuentro ahora más relajado. Porque puedo hacer lo que me plazca. Como muchos de vosotros, amigos míos, que os habéis confinado en el campo, en la playa o en vuestra casa de manera voluntaria. Es la sensación de haber estado un mes fuera de casa, muy a gusto y haciendo muchas cosas, sí, pero sabiendo que no estás en tu sitio, que es una situación transitoria, que algún día volverás a la tranquilidad de tu hogar. Como lo que me ha pasado con mi barba, que no me he hallado del todo con ella. Y ayer mismo, como presagio de lo que estaba por venir, me la afeité. Un tío nuevo. Aún no me he hecho a la idea de que aquella casa del pueblo también es mi casa. No creo haber tenido en todo el mes la sensación placentera de autonomía, intimidad y relajación que disfruto aquí en Antequera. Será que necesitaré más tiempo y, sobre todo, más seguridad. Necesito la vacuna. En fin... Todo se andará.