Aquel 23 de febrero del 81 se comportaba como un día más. Un lunes cualquiera. Un día menos, como se decía en el argot cuartelero. La Peque trabajaba en turno de tarde, y yo, solo en nuestro piso alquilado de Pintor Zurbarán, me alargué a un descampado del parque Cruz Conde a jugar al fútbol con la chavalería. Me faltaban sólo quince días para licenciarme y, de verdad, vivía muy contento desde mayo del 80, en que me concedieron el traslado desde Valencia, mi destino primero, hasta el hospital militar de Córdoba. Y ya todo fueron días de vino y rosas: pase de pernocta y a dormir todas las noches a mi casa con mi Peque. Durante las mañanas pasaba una consulta en el ambulatorio de la Fuensanta, cuyo titular, el coronel médico del hospital militar, siempre en Sevilla, había delegado el oficio en mi persona, acaso conocedor de mi meritorio examen MIR, y me desembolsaba cincuenta mil cucas por mes. Y por las tardes, a casa. ¡Esto sí era mili de verdad! Y en quince días... ¡La licencia! Mi gran ilusión entonces era comenzar por fin la residencia de medicina interna en el "Reina Sofía".
A la vuelta del partido, ya anochecido, pongo la tele que me distraiga de mis labores de cocinilla, y me encuentro con aquel mazazo. Impresionante, y hasta vigorizante, el forcejeo de Gutiérrez Mellado con Tejero. Una imagen que jamás se borrará de nuestras retinas. Y los tiros al techo. Jóder... ¿Cómo iba uno a esperar nada de eso ahora que gozábamos de una deseada y joven democracia, precisamente ahora, a escasos días de poder desarrollar una vida civil normalizada...? ¡Qué angustia..! Y sin poder hablar con nadie... Soy un soldado español, pienso, igual tendría que presentarme en el hospital militar... ¡Qué dudas tan atosigantes! Bueno, ya vendrán a por mí, me decía para justificarme. Yo de aquí no me muevo, saben dónde vivo.
Se me chamuscó la tortilla de papas por el agobio, pero nos la comimos igual la Peque, Pilar y yo. Ellas traían del hospital noticias aún más preocupantes para mi seguridad: que en Valencia, de donde depende mi licencia, los tanques estaban en la calle, que esto iba pero que muy en serio. Y me acordé entonces de mis compañeros y amigos rojillos de la facultad, qué pensarían hacer el Pintor, Cabanillas, Clemen, Higinia... Y de mis hermanos, Juan y Manolo, ambos en la mili, como yo; el uno en Palma de Mallorca y el otro nada menos que en Fuerteventura, de legionario... ¡Dios mío! Y, naturalmente, de mi madre: tres hijos en el ejército en este momento tan crítico. ¡Con lo cagona que era, la pobre! Y sin poder comunicarnos con ella. Me imagino a mis padres y a mis otros hermanos en el cortijo pegados a la radio, mi madre lloriqueando por sus hijos tan lejísimos... "No hay derecho -se quejaría-, a ver qué madre hay en España con tres hijos en la mili, como yo..." Mi Manolo, ni se acuerda, pero mi hermano Juan me contaba después que a ellos los sacaron de los dormitorios y los pusieron a formar en el patio sin que supiesen qué estaba pasando. Él y otros chóferes recibieron la orden de ir por Palma de Mallorca en busca de los mandos a sus domicilios para traerlos al Cuartel en los coches oficiales. Y sin saber por qué.
Ni pensar en acostarnos. La angustia crecía por momentos. Aurora, una amiga nuestra, y su pareja, Antonio Amaro, pertenecientes ambos al sindicato obrero, corrían verdadero peligro. Un enfermero de Fuerza Nueva -con su pistola y todo- les tenía ojeriza y podría señalarlos. Pilar propuso que fuésemos a buscarlos y que se refugiaran en nuestra casa. Nosotros éramos entonces personas de orden, nadie los buscaría aquí. Yo no estaba en condiciones de aceptar tal propuesta, de los mismos nervios. Ella, valiente como la Peque, dijo entonces de coger bártulos y tirar pitando para Portugal en nuestro Ford Fiesta. Sin pasaporte ni nada. Yo, tan cagueta como mi madre, no me atreví.
Aguantamos el chaparrón con mucho miedo en el cuerpo... Hasta que, por fin, llegó el mensaje del Rey. Acaso solamente por eso, por la paz que llevó a mi corazón tan atribulado y cobarde en esos momentos, estoy dispuesto a perdonarle sus tropiezos y ligerezas posteriores. ¡La que se pudo liar por culpa de unos salvapatrias...!
Pudimos, al fin, dormir unas horas. Y al día siguiente, en el hospital militar, normalidad democrática. Un día más; un día menos.