Ajenos, la Peque y yo, al tiempo televisivo -ya ni vemos el telediario, por hastío de tanto virus y de tanta gente "marchosa" e irresponsable-, esta mañana nos hemos despertado a las ocho, que eran las nueve. O a las nueve, que serían las diez. Al son de las campanadas del toque a misa de la iglesia de san Sebastián, tan cerquita de nuestra casa.
-Peque, parriba... ¡El último toque! -la zamarreo con guasa, rememorando viejos usos.
La gente nueva no ha conocido aquel tiempo nuestro en que buena parte de la vida social y familiar se regía por las horas litúrgicas y se pregonaba por las campanadas: los toques a misa, que eran tres, separados por quince minutos; acompasando al último, salía el cura de la sacristía hacia el altar mayor flanqueado por sus dos monaguillos. El toque del Ángelus, a las doce del mediodía, que paraba cualquier actividad durante un minuto para que la gente se santiguara y rezara por lo bajito un "ángel del Señor anunció a María..." Los repiques de las tres de la tarde, para despertar a los jornaleros de la siesta y mandarlos al tajo. Toque único para el rosario de media tarde; toques, de nuevo, para la misa de ocho. Repiques por las bodas, los bautizos y hasta para alertar de alguna calamidad o catástrofe en el pueblo. De todo ello, lo único que queda son los toques a misa y el doblar a muerto.
Las campanadas que más nos afectaban a la gente de entonces eran los toques a misa de domingo. La Peque -me dice- se levantaba al primer toque, y así le daba tiempo a fregotearse, vestirse y acicalarse. Al segundo toque debía estar recogiéndose las greñas de su pelo rebelde; y con el último toque, entrando en la iglesia con el resto de sus amigas y con la hora en los talones. Todo bien cronometrado. Yo, no. Yo era primeramente, acólito, el que tocaba las campanas; y luego, seminarista. Al primer toque, en la sacristía, a disposición de don Juan.
Hoy, Domingo de Ramos, Antequera luce glamurosa su tradición semanasantera. Rojos cortinajes, banderas y pendones exornan con refinado gusto ventanas y balcones. Rodeados de templos abiertos por cualquier punto cardinal, la Peque y un servidor hemos disfrutado del ir y venir, del entrar y salir del tropel de gente capillita -en ordenadas colas- visitando y honrando a los "Santos" con palmas y ramos (pueri hebraeorum portantes ramos olivarum...). Entre muchos de estos devotos (la mayoría) se mantiene la costumbre de "vestirse de domingo" y la de estrenar algo. Recuerdo que yo solía estrenar calcetines, y la Peque me dice que ella, bragas. Hoy, por estrenar algo, me he colocado una mascarilla nueva. Gente guapa por las calles soleadas. Me gusta. Que uno sea laicista y ateo no quita para saber admirar la estética en las personas y en las cosas; al hombre trajeteado y elegante, y a la señora bien contorneada con los niños de la mano; para sentir sones y cánticos cofrades y olores a incienso y a flores; para asumir con agrado unas raíces emocionales profundas y un venturoso pasado. En fin, que me gusta la Semana Santa.
-Niño, José María... Tocando a misa. ¡Y tú acostado todavía! Hoy, por ser Domingo Ramos, regañuza de don Juan, ya lo verás -mi madre, la pobre...
Feliz semana a todos. Y ya va faltando menos pa la vacuna.