A mi amigo Alonso le ha picado también el gusanillo del golf silvestre. "Me tienes que dar clases", me dijo hace unas semanas. Y se ha empicado, oye. Nos vamos juntos al monte y, entre retamas y rebaños de ovejas, tiramos, perdemos y rebuscamos bolas hasta que nos cansamos. Cuando me quema la ciática saco del maletero mi hamaca plegable, me siento y le corrijo posturas. Y así echamos media mañana abajo. He leído por ahí que el golf es perjudicial para la espalda, pero, ya se sabe, sarna con gusto no pica. Hemos pensado apuntarnos al club de golf de Antequera, incluso hemos ido a preguntar por las condiciones. Y al final, vamos a esperar a ver cómo quedo yo de mi operación. Por ahora, lo nuestro es pegar unos cuantos palazos, hacer volar la pelotita y luego buscarla. Así matamos el gusanillo.
Pero, hace unos días, paseando Alonso y su mujer por las afueras descubrieron, de pura chorra, un acceso "secreto" para dos de los hoyos del campo de golf de verdad, el 6 y el 7. Y se metieron a oler. Tan paradisíaco me lo pintaron que a la tarde siguiente llegué con mi coche hasta la misma entrada del sitio, no sin antes haberme perdido unas cuantas veces. "Tú vas bien tarde, sobre las ocho y media, cuando han cerrado las instalaciones y allí no queda un alma", me había advertido Alonso.
Quedé maravillado, la verdad. Ante mi vista, y protegidas por un circo de olivillos, chaparreñas, retamas y tomillos, al menos cinco fanegas de un campo alfombrado con césped de terciopelo en un terreno alisado y con suaves ondulaciones que recuerdan, para los que somos de natural verriondo, el contorno erótico de una mujer tumbada de medio lado. Sin esperar a más, saqué del coche un palo del 7 y tres bolas, y allí me tiré casi una hora dando bolazos para cualquier sitio, pateando de un lado a otro, aunque fuera a pie cojito, disfrutando del momento como un chaval con su bicicleta nueva. Y sin perder ninguna bola. "Alonso -lo llamé al móvil-, esto es una maravilla. ¡Y para nosotros solos...!" Se puso a reír: "dices como el Franquelo, que cree que el Torcal es todo suyo".
Desde entonces, por tantear el terreno, he ido alguna mañana. Desde las diez, más o menos, se ve por allí mucho movimiento: un operario peinando la yerba con su cochecito corta césped; otro, recorriendo los carriles por donde circulan los buggies, revisa y repara hozaduras de los jabalíes nocturnos; grupitos de hombres y de mujeres, tirando de sus carritos, charlando ellos, riéndose ellas, avanzan hacia sus respectivas bolas... Saco mi hamaca y me siento con mi perrita en uno de los bordes, para no molestar. Le voy dando los buenos días a todo aquel que pasa cerca, y parece que nadie se extraña de tenerme allí como espectador. Y me comporto como perito en la materia, como un enteraíllo: "Pos yo le pego mejor que ése", le digo a la Pelu cuando alguien yerra el golpe. Pero la apoteosis casi orgásmica acontece por las tardes. De 20 a 21 horas. Alonso lleva varios días en la playa, y me voy solo. Todo el campo para mí. Acostumbrado a jugar entre holladuras, maleza, retama y pedriscal, pisar ahora un terreno inmenso de goma espuma es otro nivel, pero que muy otro. Golpear la bola con la tranquilidad de no darle a una piedra escondida, o con la seguridad de no perderla... Es una auténtica gozada. Y yo solo en la inmensidad verde del lubrican serrano. No, que alguna tarde he descubierto que alguien me vigilaba: en todo lo alto de una loma cercana, un joven venado aguardaba paciente a que me fuera para bajar a beber en el lago. El paraíso.
Y, sin embargo... ¿Qué queréis que os diga? Degustadas con mucho gusto las mieles del placer durante unos días, resulta que la mujer tumbada de costado sigue siendo muy atractiva, pero no es mi legítima. No es lo mismo. De pronto, la sensación de "furtivo" se apodera de mi ánimo y me encoje el brazo. Me siento vigilado. Los aullidos de perros lejanos me parecen premonitorios de que vienen a por mí. Ya no me salen golpes tan perfectos; ya no vuela la bolita tan alto; ya pierdo alguna entre los madroños. Y ahora, la mala conciencia por invadir un espacio privado es más poderosa que la pasión golfera.
"Alonso -le digo por teléfono-, he pensado que no. Ya no me siento cómodo jugando al golf pirata. Cualquier día nos pillan, y fíjate tú qué vergüenza; sobre todo para ti, que te conoce toda Antequera. Mejor será seguir en lo nuestro, en el campo abierto. Y cuando me opere de mi ciática nos apuntamos de verdad".
"Pos muy bien que está. Así lo haremos".
Y hemos vuelto al Nacimiento de la Villa. Aquello, como el Torcal para el Franquelo, es todo nuestro.