sábado, 27 de noviembre de 2021

Las bragas

Ninguna prenda femenina como las bragas. Para los hombres que, por edad, nos estamos reforzando en estos días con el tercer pinchazo covideño, nada superaba -ni supera- la sugestión de las bragas. No había color con el bikini, los shorts, la minifalda, incluso el sujetador. Las bragas eran el gran fetiche. Verle las bragas a alguna chica era lo más de lo más. Y mira tú que eran cuidadosas las joías, tapándose con las manos cualquier rendija traicionera. "Se lo he visto todo" -decíamos ufanos en las rarísimas ocasiones en que un cruce de piernas más lento de lo acostumbrado o una ráfaga de viento bienaventurado nos permitía vislumbrar por un segundo el cielo blanco y fugaz de las bragas-.Y si eran negras, ni te cuento. Una de las fantasías inconfesables de muchos adolescentes de aquellos tiempos era poseer el don de la invisibilidad para poder invadir la intimidad del dormitorio de algunas jovencitas. Bueno, y también, ya puestos, para poder colarnos en el cine de la plaza de balde. En el cortijo, viviendo en un patio de vecinos, me producía cierta turbación ver las bragas de las aceituneras colgadas al sol en el tendedero. Fíjate tú. Estoy convencido que, por el contrario, para una chica de entonces vernos a los muchachos en calzoncillos le parecería mucho más gracioso que erótico.

Y el caso es que, de tan metido en la sesera, los hombres que ahora somos no hemos perdido esa fascinación por tan delicada prenda. Casados y experimentados en lances amorosos, y viniendo de vuelta de tanta película picante y descarada, cuando no abiertamente pornográfica, nos sigue poniendo más, sin embargo, una mujer en bragas que desnuda. Y nos gustan las bragas de siempre, con sus bordes festoneados de encaje, ajustando los cachetes y marcando bien el manojito púbico. Incluso las de cuello alto, mucho más que los tangas modernos, que es como no llevar nada. Y más que a nadie, a mí, que por mi oficio de médico tantos culos de diversas latitudes y bragas de todos los formatos habré visto. Pues, nada. Todavía, fuera del ámbito profesional, la visión accidental de ese pequeño triángulo de ensueño me sigue cosquilleando del ombligo pabajo.

Días pasados, paseando por la calle, acaeció un hecho que, aunque usual en este tiempo, la magia del momento me transportó a uno de aquellos días de mi adolescencia en que un viento gracioso de levante se colaba de sopetón por el callejón de la iglesia y arremetía furioso contra toda falda que se pusiera por delante. En fin, que voy tan tranquilo por la acera en una calle céntrica de Antequera cuando una mujer joven se detiene justo delante mía para aparcar su motocicleta. Las obras interminables en la calle Estepa le han dado una vidilla extra a la calle Merecillas, lugar de los hechos. Sobre el mediodía, la calle rebosa de gente que sale y entra de las tiendas o que, como yo, pasea con aburrimiento a su perrita. Y llega la buena mujer con su falda holgada y abre sus piernas para bajarse de la moto, como si estuviese sola en medio del campo. Y luego, como si tal cosa, se recoloca la falda y aquí no ha pasado nada. Y, en efecto, no tiene por qué haber pasado nada. Sólo que ese instante sublime, inesperado y excelso, nos fascina a los hombres por su fugacidad, visto y no visto. Y porque nos hace recordar vivencias de otrora en que las bragas simbolizaban lo más arcano e inalcanzable de cualquier mujer. Para ellas, el sancta sanctorum que custodiaba su virtud más preciada; para nosotros, el pórtico de la gloria. 

No tengo apaño, ya lo sabéis.

   

martes, 16 de noviembre de 2021

Cuando el amor llega así, de esa manera...

Mucha gente me sigue preguntando si echo de menos mi vida de hospital. Y yo sigo contestando sin ambages que no; que la vida tiene un recorrido por tramos, y que ahora toca lo que toca: ocio, amigos, escribanía y nietos. Me gustaría añadir el sexo, pero sería una fanfarronada. En cualquier caso, escondo un as en la manga, porque nunca deja uno de ser médico del todo.

Hoy os traigo una historia de amor. Su protagonista femenina es, precisamente, una paciente mía de reciente cuño, de mi época de jubilado. La conozco desde los tiempos gloriosos de nuestra vida en Valencina, porque traté a un hijo suyo de cierta afección intestinal, pero nunca hasta ahora la había tenido a ella como paciente.

Ángeles y yo mantenemos una  relación telefónica y epistolar. Congeniamos de maravilla. Lo que hoy se dice tener feeling. Es chiquita, talentosa y rabiosilla, en eso se parece mucho a la Peque. Y muy guapa a sus sesenta y dos años. Yo creo que se pone bótox o potingues de esos para mantener la cara de muñeca. O a lo mejor es su ser natural. El caso es que, divorciada desde hace años, lleva mal la soledad obligada. Y por otra parte, viajera infatigable, le cuesta apiarar con mujeres de su pueblo porque son demasiado domésticas. Me llama, me escribe y me cuenta sus dolamas. Ciertamente, su pequeño cuerpo ha sido castigado en exceso por intolerancias alimentarias múltiples, colon irritable y un síndrome de hipersensibilidad al dolor pariente próximo de la fibromialgia. Y yo le aconsejo y le ayudo en la distancia.

Llevaba meses sin noticias suyas. Y hete aquí que hace unos días me escribió un wassapt espectacular. Que está curada; que ya come de todo, con ciertas precauciones, claro; que los dolores articulares se han disipado... Que es otra mujer. "¿Cómo es eso?" -le pregunto. "Que me he enamorado" -me suelta-. Mejor se lo cuento por teléfono". Y me llamó.

Resulta que un día, en la cola de la pescadería, un hombre le pidió la vez. "Ya de entrada, me agradó". Como quiera que la espera se alargara, charlaron de lo que cada uno pensaba comprar, de si me gustan los boquerones grandes, esos que parecen sardinas, pues yo prefiero los lomos de atún, aquí te los preparan de escándalo y te dan la receta para untarlos con mermelada de tomate, un lujazo... A lo tonto, a lo tonto, siguieron con la cháchara hasta llegar a la caja. Y al despedirse, el hombre le sugirió almorzar juntos en la misma cafetería del centro comercial. Y ella, que se echa la manta a la cabeza y dice que sí. "Aun sintiendo mucha vergüenza, porque desde años atrás yo no sé qué es eso de ligar. Pero me dije que por qué no". Imaginaos a una mujer de esa edad en semejante tesitura. Ni en sueños hubiese imaginado volver a conocer varón. Y ahora, fíjate. Y es que, como dice la canción, cuando el amor llega así, de esa manera, una no se da ni cuenta. Y me resulta enternecedor ponerme en la piel de esta mujercita, que retornando a sus tiempos mozos revive aquel revoloteo juvenil entre la emoción y el cosquilleo del enamoramiento, por una parte, y el recelo de lo desconocido, por otra. Y, como la muchacha que en su día fuese, se lanzó a la aventura. Se produjo el inevitable intercambio de móviles; se sucedieron llamadas en los días posteriores... Y aquel inicio dubitativo y temeroso se tornó muy pronto para ella en una relación tranquila, sosegada (cada uno en su casa) y muy gratificante. Por wassapt, me envió un selfíe con ellos dos en pose acaramelada. Pedazo de novio. Federico se llama el hombre. A mí, ese tío me echa los tejos, y nos vamos con él la Peque y yo. Los tres juntos.

Y adiós a los males. Es lo que tiene el amor: que cura. Y no es sólo por el sexo, que también. Ya es un clásico un estudio epidemiológico publicado hace años por la revista médica Health, que sugería claramente que las personas casadas viven más y con mejor calidad de vida que las solteras. Que el afecto compartido beneficia la salud. Siempre hemos creído que la mente ejerce una fuerte influencia sobre el cuerpo. Y lo hemos hecho de una manera empírica. Hoy, sin embargo, sabemos que el milagro del amor sobre la salud consiste en que los mismos estímulos externos o internos producen respuestas orgánicas diferentes dependiendo del grado de intoxicación amorosa que padezca nuestro cerebro. Puede parecernos fantasía, pero es una realidad no sólo anímica, sino también biológica. La oxitocina, hormona del parto, llamada también la hormona del amor, se libera en la hipófisis ante estímulos como los abrazos, los besos, las caricias e incluso las miradas tiernas. No digamos ya con refriegas mayores. Una de las principales dianas de esta hormona es la amígdala cerebral, controlando en ella las reacciones de ansiedad y pánico. Compartir el afecto posee otras bondades como la mejora en los hábitos alimenticios, en el sueño, en la tensión arterial...Los gestos amorosos disminuyen los niveles sanguíneos de cortisol, con lo que son muy beneficiosos para combatir el estrés.

La experiencia de Ángeles es muy ilustrativa para todos nosotros, viejos carcamales, que nos creemos de vuelta de todo y que, acostumbrados a nuestra posición de vida adocenada, no apreciamos la importancia que para nuestra salud física y mental tiene el hecho "insignificante" de una convivencia tan bien avenida y duradera con nuestras santas y nuestros santos respectivos. Ángeles y Federico nos devuelven a todos a otro tiempo muy lejano en que el amor era ímpetu, ganas, pasión, empoderamiento y emoción. Era el sentido máximo de la vida. Bienaventurados ellos, que ahora rehacen la suya y reviven aquellos días de perenne primavera. 

Al final, y para que se note mi venero del seminario, recordaré aquello tan releído de san Pablo y su carta a los Corintios: "Si no tengo amor, nada soy". Pues eso.  

 

lunes, 8 de noviembre de 2021

Mejor no preguntar

A sus veinte años, Mari Carmen no había salido de Pozoblanco. Era una joven de facciones agradables, buena moza, quizás demasiado entrada en carnes para su edad, muy tímida y retraída. Muy de pueblo aislado. No era un portento de la limpieza ni de la cocina, nada que ver con Adela, la muchacha tan diligente y espabilada que teníamos en Córdoba, pero se desvivía con los cuidados y mimos hacia nuestra hija, y para nosotros eso lo era todo. Quizás deseosa de conocer mundo, Mari Carmen se vino con nosotros de interna cuando nos trasladamos a Sevilla. Era un primor de cuidadora. Algo chochona, no hacía otra cosa que estar pendiente de nuestra hija. Y nosotros tan contentos. Y la niña, también. Nos duró sólo un año. Aunque iba con cierta frecuencia al pueblo, no fue suficiente, le tiraban demasiado los lazos del terruño y los de su casa.

Me agrada ir de visita a Pozoblanco. La Peque, mi hija -bebé por entonces- y yo vivimos allí solamente nueve meses. Pero fue un tiempo muy especial para nosotros. Llevo con orgullo el haber sido parte de aquel sensacional grupo de médicos, pioneros entusiastas, que pusimos en marcha el flamante hospital. Y que mi mujer fuese la primera directora de enfermería del mismo. Una valiente, como lo ha sido siempre. Imborrables en nuestra memoria los primeros pasos de nuestra hija, sus chapetas malares por el frío quemante de Los Pedroches, el embeleso de Mari Carmen hacia ella y la fraternal convivencia de aquel comando de jóvenes médicos "forasteros" que habíamos llegado desde Córdoba para abrir el hospital.

Han pasado 37 años desde entonces, que se dice pronto. Pozoblanco ha permanecido en nuestro imaginario emotivo como el comienzo de todo en nuestra pequeña familia. Magnificamos aquellos días lejanos que tanto daban de sí, mucho más de 24 horas, las comidas opíparas en la fonda Damián, las amistades tan rápidas con Los Pañeros, Los Cardadores... Y la apertura de nuestra primera cartilla de ahorros en el Banco de Santander, de la mano de Aurelio y de Fernando. Sí, pero todo envuelto en esa nebulosa mágica de lo pasado, de lo nostálgico.

En los últimos años, sin embargo, los amigos de Sevilla vamos a Pozoblanco de vez en cuando invitados por Los Pozuelos, propietarios de una hermosa dehesa. Y nunca se me había ocurrido antes visitar a Mari Carmen. Pues esta vez, sí. En el bullicio callejero del viernes anocheciendo, me separé de las mujeres, siempre de tiendas, y me puse a pasear desde "Los Godos", bulevar arriba, hasta alcanzar el hospital. Ha crecido. Tanto o más que el gran eucalipto que lo abandera. Y me sentí muy confortado porque allí permanecía callada una parte muy entrañable de mi historia, de mi vida. Si desde la entrada a Urgencias tuerzo a la derecha me topo con la calle donde vivimos durante nueve meses. Poco ha cambiado esa calle. Identifico casi todos los bloques. Y me dispuse a buscar a Mari Carmen.

Nadie me daba norte de ella. Desde los porterillos automáticos de los distintos bloques de pisos fui charlando con vecinas. Nada. Entré en un bar de aquellos tiempos, justo debajo del que fuese mi piso. El dueño tampoco fue capaz de acordarse de nada que pudiera servirme de ayuda. "Tenga usted en cuenta -le aclaraba yo- que ahora aquella muchacha debe andar por los 60 años". El hombre me acompañó a un taller cercano por ver si allí podrían escudriñar mejor. Nada. Le agradecí su empeño y me despedí. De vuelta a donde las mujeres se me ocurrió entrar en la farmacia de la esquina, pensando que una mujer obesa de 60 años sería clienta habitual. Tampoco pudieron auxiliarme dos jóvenes mancebas. Pero me indicaron la pista que sería definitiva: "llame usted en aquella puerta de enfrente. La mujer se llama Luna, y se conoce mejor que nadie la vida y milagros de toda la gente que vive o ha vivido en esta calle." La mujer, toda espléndida, bajó enseguida a abrirme. Da gusto charlar con desconocidos que, de pronto, te tratan como si te conocieran de toda la vida. Es el encanto de los pueblos. Cuando hube acabado de contarle toda mi historia del hospital, de mi piso alquilado allí enfrente y de Mari Carmen, se me quedó mirando muy seria, agarró su móvil y llamó a alguien como para asegurarse, y luego dictó su sentencia: "mire, por las señas que usted me cuenta, esa mujer ha muerto". Me quedé muy tristemente sorprendido, claro. "Murió hará unos seis meses. Tenía, la pobre, una obesidad mórbida. Los demás vecinos no han sabido dar con ella porque desde hace unos diez años ya no vivía en esta calle, sino en esa otra que tuerce a la derecha. ¿Quiere usted que lo acompañe a su casa y habla con su marido?" Desistí. Sólo quería saber de ella. En el camino de vuelta me costó deshacer el nudo en mi garganta recordando a aquella muchacha lacia y rechoncha que tiraba por los aires a mi niña de un añito, la recogía en su amplio regazo y le hacía reír hasta llorar de cosquillas.

Mejor hubiese sido no preguntar.