Ninguna prenda femenina como las bragas. Para los hombres que, por edad, nos estamos reforzando en estos días con el tercer pinchazo covideño, nada superaba -ni supera- la sugestión de las bragas. No había color con el bikini, los shorts, la minifalda, incluso el sujetador. Las bragas eran el gran fetiche. Verle las bragas a alguna chica era lo más de lo más. Y mira tú que eran cuidadosas las joías, tapándose con las manos cualquier rendija traicionera. "Se lo he visto todo" -decíamos ufanos en las rarísimas ocasiones en que un cruce de piernas más lento de lo acostumbrado o una ráfaga de viento bienaventurado nos permitía vislumbrar por un segundo el cielo blanco y fugaz de las bragas-.Y si eran negras, ni te cuento. Una de las fantasías inconfesables de muchos adolescentes de aquellos tiempos era poseer el don de la invisibilidad para poder invadir la intimidad del dormitorio de algunas jovencitas. Bueno, y también, ya puestos, para poder colarnos en el cine de la plaza de balde. En el cortijo, viviendo en un patio de vecinos, me producía cierta turbación ver las bragas de las aceituneras colgadas al sol en el tendedero. Fíjate tú. Estoy convencido que, por el contrario, para una chica de entonces vernos a los muchachos en calzoncillos le parecería mucho más gracioso que erótico.
Y el caso es que, de tan metido en la sesera, los hombres que ahora somos no hemos perdido esa fascinación por tan delicada prenda. Casados y experimentados en lances amorosos, y viniendo de vuelta de tanta película picante y descarada, cuando no abiertamente pornográfica, nos sigue poniendo más, sin embargo, una mujer en bragas que desnuda. Y nos gustan las bragas de siempre, con sus bordes festoneados de encaje, ajustando los cachetes y marcando bien el manojito púbico. Incluso las de cuello alto, mucho más que los tangas modernos, que es como no llevar nada. Y más que a nadie, a mí, que por mi oficio de médico tantos culos de diversas latitudes y bragas de todos los formatos habré visto. Pues, nada. Todavía, fuera del ámbito profesional, la visión accidental de ese pequeño triángulo de ensueño me sigue cosquilleando del ombligo pabajo.
Días pasados, paseando por la calle, acaeció un hecho que, aunque usual en este tiempo, la magia del momento me transportó a uno de aquellos días de mi adolescencia en que un viento gracioso de levante se colaba de sopetón por el callejón de la iglesia y arremetía furioso contra toda falda que se pusiera por delante. En fin, que voy tan tranquilo por la acera en una calle céntrica de Antequera cuando una mujer joven se detiene justo delante mía para aparcar su motocicleta. Las obras interminables en la calle Estepa le han dado una vidilla extra a la calle Merecillas, lugar de los hechos. Sobre el mediodía, la calle rebosa de gente que sale y entra de las tiendas o que, como yo, pasea con aburrimiento a su perrita. Y llega la buena mujer con su falda holgada y abre sus piernas para bajarse de la moto, como si estuviese sola en medio del campo. Y luego, como si tal cosa, se recoloca la falda y aquí no ha pasado nada. Y, en efecto, no tiene por qué haber pasado nada. Sólo que ese instante sublime, inesperado y excelso, nos fascina a los hombres por su fugacidad, visto y no visto. Y porque nos hace recordar vivencias de otrora en que las bragas simbolizaban lo más arcano e inalcanzable de cualquier mujer. Para ellas, el sancta sanctorum que custodiaba su virtud más preciada; para nosotros, el pórtico de la gloria.
No tengo apaño, ya lo sabéis.