jueves, 28 de abril de 2022

La ética de la riqueza

Para ser realmente grande, hay que estar con la gente, no por encima de ella.  (Montesquieu)


Algunas personas cercanas, contrincantes mías en Facebook, me tachan de comunista. A mí no me importa, pero sinceramente yo no me veo comunista. Y vosotros, quienes me conocéis más a fondo, tampoco. Cierto es que voto a Podemos, de alguna manera por costumbre, porque de siempre he votado a Izquierda Unida y porque me siento más cómodo e identificado con el mensaje que transmite. Pero nunca he sido devoto de Pablo Iglesias ni de sus bravuconadas y afán de protagonismo. Cierto también que he cultivado no diré tanto como amistad, pero sí un aprecio cariñoso con Anguita, y que admiro a Yolanda Díaz, eso está fuera de toda discusión. Y aún así, no me considero comunista. En una ocasión, mi amigo Pedro Calle me bautizó como un materialista humanitario. Oye, y eso me gustó. Quizás ese calificativo se ajuste mejor a mi pensamiento en asuntos políticos y sociales. Sí, me gusta.

Y desde esa condición de materialista humanitario, yo estaría dispuesto a considerar como aceptable la doctrina del capitalismo siempre y cuando dicho sistema económico y político se dotase a sí mismo de un imperativo ético, una especie de código de buena conducta, que evitase las desviaciones desorbitadas. ¿Y qué serían para mí tales desviaciones? Aquellas prácticas que se alejan de lo razonable, de lo justo y de lo decente hasta límites escandalosos, inaceptables. ¿Por ejemplo?, diréis...
Pues, por ejemplo, que un mortal pueda disponer en dinero líquido de cantidades tan disparatadas como cuarenta y tres mil millones de dólares. En estos días ha sido noticia la compra de la empresa twiter por parte de un magnate, hasta ahora totalmente desconocido para mí y supongo que para la mayoría de la gente corriente. La cosa no tendría más repercusión si no fuera por la ganga del precio que ha debido de pagar: cuarenta y tres mil millones de dólares, una cifra que a estas alturas de mi edad no me arriesgaría a escribir en números. Alucino. Desde la posición de cualquier criatura de vida sencilla, como creo que somos la mayoría de la gente, debería sorprendernos mucho el hecho de que alguna cosa material pudiera alcanzar un precio tan enormemente desorbitado, una cifra mareante, rayana en lo indescifrable. Pero, todavía más nos debiera de sorprender el hecho de que existan en el mundo personas que puedan pagar semejante precio. Y a toca teja, billete sobre billete. Increíble.

Traigo aquí y ahora este debate que, en mi opinión, no debería estar ligado  a ninguna ideología política, sino simplemente a la ética, a la filosofía y a la antropología. Todos los excesos son deletéreos no sólo para la salud física, también para para la salud mental y espiritual. La abuela de mi amigo Franquelo decía que, en exceso, hasta la gracia de Dios puede ser dañina. Fijaos: la gracia de Dios. Y conste que siento admiración por las personas talentosas; admiro a los empresarios que se han hecho a sí mismos; admiro a tanta gente que gracias a su iniciativa, empuje y trabajo alcanzan las más altas cotas de popularidad, ejemplaridad y riqueza. Creo necesarias a todas estas personas porque, entre otras cosas, son, en muchos casos, fuente de riqueza no sólo para ellas, sino también para el conjunto de la sociedad. Soy de la opinión de que personas que arriesgan y se comprometen en un negocio con el que crean empleo y riqueza deben tener el incentivo del dinero. Deben ganar mucho dinero. Ningún problema. Allá ellas si luego se pierden el don de entrar en el reino de los cielos. Vaya, por tanto, por delante mi sincero afecto y agradecimiento. Y, sin embargo, no concibo lo de los 43.000.000.000 de dólares de una tacada (espero haberlo escrito correctamente). Y no lo concibo porque me resulta inaceptable desde mi visión de la ética.

También en estos días hemos tenido conocimiento de las cuentas de nuestro rey. Por lo visto, acumula en su libreta de ahorros la bonita y redonda cifra de de dos millones y medio de euros. Podrá parecer normal, poco o mucho. Para gustos, colores. En cualquier caso, creo que es una cantidad razonable, entendible, leíble y escribible. Pero lo otro, lo del magnate en cuestión... Porque, creo, que tiene que haber límites. Todo en nuestra vida está sujeto a límites. El universo quizá sea infinito, pero en el planeta Tierra los recursos son limitados. Los límites no son sólo un constructo cultural, una convención social para canalizar la convivencia, que también, sino un imperativo natural inherente a nuestra condición animal y humana: nadie puede comer, dormir, estudiar, trabajar, amar, caminar, ganar o perder... sin límite. Creo en los límites como condición necesaria para una vida social amigable y sostenible. ¿Pero porqué razones habría que poner límites a las ganancias y a la riqueza? Pues yo diría que por justicia distributiva. Con todos sus millones, Elon Musk, que así se llama el buen hombre, podría morir un buen día de algo tan simple como una apendicitis aguda. Y resultará que el cirujano que ese día le opere y le salve la vida cobrará a fin de mes una cifra que oscilará entre tres mil y diez mil euros, dependiendo de si trabaja en la pública o en la privada. Ni en mil vidas que viviera ese médico podría acumular el dinero que este magnate ha ganado en una sola. Pero hay más: si todas las criaturas del mundo viviésemos con los recursos suficientes que permitan una vida digna poco me importarían las desigualdades por extremas que fuesen. Pero no es el caso. Conocido es el dato "vergonzante" acerca de que el 1% de la población posea más del 50% de la riqueza del mundo. Dicho de otro modo: la inmensa mayoría de la población mundial se tiene que repartir  la mitad de la riqueza del planeta, porque la otra mitad se la adjudican solamente unos pocos. No parece muy equitativo, la verdad.

"¡No seamos fariseos! -me contesta alguien-. Si cualquiera de nosotros se compara con un bosquimano encontrará la misma desigualdad que la que el señor Musk tiene con respecto a  nosotros". Pero no comparto esa reflexión. Primero, porque los bosquimanos viven en otra civilización, con un estilo de vida y unas maneras de satisfacer sus necesidades que tienen muy poco que ver con las nuestras. Y segundo, porque incluso comparándonos con ellos sale ganado la tremenda desigualdad de Musk con respecto a nosotros. He echado mis cuentas, y resulta que yo, si me comparo con un bosquimano que tenga 1 euro en su cuenta corriente, soy 50.000 veces más rico que él, en términos monetarios. Sin embargo, el señor Musk es al menos 860.000 veces más rico que yo. Y os digo una grandísima verdad: por excelente y grandiosa que haya sido la vida de este señor, os aseguro que no ha sido 860.000 veces mejor ni más servicial y productiva que la mía.

Posiblemente, esto no tenga arreglo. No parece viable que los grandes magnates, ésos a quienes admiro por su potencial de crecimiento, se vayan a avenir a repartir sus ganancias o a poner topes a las mismas. Es muy probable que el señor Musk, a quien hoy pongo en la picota, sea una bellísima persona, un hombre decente y justo que se ha hecho de oro gracias a su talento y a su trabajo, y que desea invertir sus ganancias en la compra de una empresa de red social para hacerla más libre e independiente. ¡Olé ahí sus güevos! Pero lo de la burrada de millones... Por eso, expreso mi deseo de que el propio mercado, el sistema capitalista -y no sólo las personas particulares-, encontrase la manera de prevenir tales excesos. 

Quizás el mundo deba tomarse una pausa, un cafecito en una terraza soleada, y meditar sobre el camino que llevamos. No parece, sin embargo, que nada nos detenga, ni calamidades como la del Covid ni guerras ni infortunios alteran nuestro objetivo pertinaz de ganar, ganar y ganar. Y quien venga detrás que arree. Necesitamos regresar al pensamiento de los antiguos. Echo mucho de menos los viejos textos de Epicuro, Xenón o Diógenes alentándonos a vivir en una sociedad solidaria donde todo el mundo es necesario, cada cual con su misión dentro de la "polis". Y también las recomendaciones de Sócrates acerca de la vida virtuosa como condición para alcanzar la felicidad. Y ¿cómo no?, quizá hoy más que nunca recordar y revivir las enseñanzas de Aristóteles sobre la ética y la felicidad en torno a las virtudes principales que deben adornar al hombre feliz: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Pues eso.