Estoy conforme con el calor del verano. Lo acepto y lo aguanto. ¡No va a hacer frío en julio, joer! Calor y tábarros como puños, se dice en mi pueblo. Y también prefiero llamar a las cosas por sus nombres: nada de olas de calor; calor de verano, como siempre lo hemos conocido, al menos aquí, en Andalucía.
No. No creáis que hoy voy a enrollarme con lo del calentamiento global. Aunque, de paso, diga que entiendo tal calentamiento como resultado lógico y predecible de la actividad y crecimiento sin límite de un mundo en expansión constante, no estoy preparado para tal asunto. Simplemente, quiero relataros mi última experiencia con el calor, la caló en sevillano.
Sí, porque Sevilla tuvo que ser.
Mi amigo Agustín cumplía setenta añazos muy bien trabajados, y fuimos, la Peque y yo, a su fiesta. El domingo pasado, 24 de los presentes. El día más caluroso que todos podamos recordar. Ni regando el maíz en plena siesta ni encima de la primera cosechadora de La Capilla, a mis diecisiete años, he pasado tanta caló como esta noche de marras. Y no estábamos en Sevilla capital, sino en el Aljarafe, sitio más liviano. Ni por ésas. Era la una de la madrugada, en el albor casi del día de Santiago, y el termómetro del patio emparrado donde departíamos marcaba 38 grados. Y todavía quedaba la presa a la parrilla. Pa morirse.
Mi cuñada Miki, de vacaciones en la playa, nos dejó su casa, apenas a tres kilómetros. Ducha templada nada más llegar, y a la piltra.
-Peque, pon el aire a tope, que nos asamos.
Y resultó que el aparato se encendía, pero no abría sus compuertas y no echaba na. ¡Vaya por Dios!!! El ventilador, a velocidad de crucero, lanzaba bocanadas infernales de aire calentón. Imposible dormir.
Nos bajamos al salón en busca del otro aparato. ¡¡¡Funcionaba!!! Cada uno en un sofá. Las tres de la mañana. La Peque, más menuda, se enroscó como un perrito y se quedó frita al poco. Yo no encontraba la postura. La cabeza, demasiado alta; los pinreles, saltando por encima del brazo del sofá; la espalda, pegada al trapo... Fresquito al fin, pero muy incómodo. Me quedé dormido pensando en lo mucho peor que se echaban las siestas a la sombra de un olivo y con un sombrero en la cara para guarecerse de las moscas, y en cómo puñetas nos las apañábamos antes en noches como ésta: sentados al fresco, abanicos en ristre, hasta las tantas; colchones al suelo pegados a las ventanas abiertas; o al patio primero, al relente. En el cortijo, he visto a gente sacar sus camastros a la era y dormir allí haciendo como que guardaban la parva. Noches ardientes de verano en las que muchachos más rijosos escalaban hasta las ventanas para ver a las mocitas durmientes en combinación. Noches de rebuznos en el ruedo, y ladridos en las cuadras. Noches de obligado ayuno de concupiscencia hasta para los más golosos, "Echa pallá, hombre, con la calor que jase"... Noches, en fin, de insomnio. Noches de verano, como ésta del otro día.
Y me despertó, a las seis, un enfriamiento en la espalda, del chorro de aire frío que me atacaba. ¡Otra vez parriba!! A esa hora, sólo con el ventilador, la cosa se volvió más soportable. Y pude coger de nuevo un poquito de sueño.
Y al alba, corriendo pal pueblo. Pa na, aquí hacía la misma calor.
¡Cuando llegue septiembre todo será maravilloso! cantaba una canción.