lunes, 15 de abril de 2024

Regreso a la Tierra Prometida

 

Me dispongo a coger el sueño en la estrechez de mi asiento pese a la incomodidad de las camballadas del autobús por carriles camperos. Luego de una jornada más que intensa en caminata y en calor y de un almuerzo opíparo en La Huerta Del Rey, una venta muy recomendable, lo que pega, lo suyo, es una siesta, aunque sea mal averiguada. Uno espera que el resto del personal haga lo propio. Iluso de mí. Iluso de Antonio Zamora, otro adicto. Allí donde se junten la Conchi Villalba, la Ani Mármol y Manolo “Patagoma” no hay siesta que valga. Pero esta vez casi lo consigo. Casi.

Entregado por completo al dominio del sopor de la digestión y con el autobús en velocidad de crucero, ya en la primera babilla, creo estar soñando con cosas tan extrañas como una virgen y un cerdo. En ese soponcio de estómago lleno y complacido, escucho a ráfagas una historia surrealista que cuenta a toda la parroquia la Ani Mármol, un demonio, y que provoca unas risotadas de escándalo en el personal incompatibles del todo con mi sueño malogrado: la de aquella buena mujer de Corcoya que le prometió a la Virgen de la Fuensanta criarle un cerdo si curaba la enfermedad grave de su marido.

-Virgencita -le había prometido-, si curas a mi marido te crío un guarro.

Durante nueve meses, la mujer crio un ejemplar de cerdo de al menos doce arrobas, mientras el marido curaba por completo de su enfermedad. Y llegada la hora de la verdad, la hora en que la mujer debiera hacer entrega del cerdo a la Virgen, se lo pensó dos veces. Y se dijo a sí misma que, total, la virgen que no come, para qué iba a querer un guarro. Y que su familia, toda esmallaíta, lo iba a aprovechar mucho mejor. De manera que no cumplió su promesa y empezó con los preparativos para la matanza del cochino.

Pero quiso la mala suerte que, al cabo de una semana, el cerdo muriera de muerte súbita. De pronto. Y de esta manera, ya no se podía comer, no fuera a ser que tuviese la triquina o la tuberculosis. La mujer entendió que tal accidente había sido el castigo de una Virgen resentida por no recibir el regalo prometido. Y un día se presentó en la ermita y, señalándola con su dedo índice y con mucha energía, recriminó a la Virgen con estas palabras:

-Virgencita, eres muy chiquita, sí, pero ¡tienes muchos cojones!, so rencorosa. ¿Para qué ibas a querer tú un guarro, tú que no comes, eh? Se lo hubiesen comido el cura y el sacristán.

Me doy por vencido. Imposible dormir ya con el griterío y los comentarios desternillantes de La Cochi y Manolo Patagoma, sobre si en verdad había sido un guarro o una guarra, que si la gente del pueblo llamaba al cerdo la guarra de la Virgen…. Imposible. Y escuchando luego el popurrí de canciones que pone el chófer a todo volumen (desde Perales a Dire Straits, Phils Collins, Triana o Nino Bravo), y al ritmo marcado por Felipe Rosúa con su bastón, voy rememorando lo acaecido en día tan propicio y completo.

Hasta ahora, todas las excursiones organizadas por Elislón han salido del pueblo por la carretera de Antequera. En esta ocasión, el autobús, despuntando el día, nos saca por la de El Tejar. Y mi memoria vetusta me devuelve a aquellas madrugadas de niño, al olor nauseabundo del gasoil, a las paradas en Benamejí y Encinas Reales para que los chóferes de Frasquito “Gloria” tomen sus carajillos y se repartan los viajes del día, a las cuatro horas eternas para llegar al seminario de Hornachuelos…

Hoy, el sol naciente de Cuevas Altas nos ilumina el penacho de pinos de Jesús del Alto y, un poco más adelante, el Castillo de Benamejí, antigua fortaleza musulmana del siglo IX construida por el emir cordobés Abdalá I y adquirida por compra por la familia de don Diego de Bernuy en 1548, a la que un antiguo alcaide “ahumado” lo bautizó con sus apellidos de Gómez Arias. Y luego de contemplar desde el moderno puente de hormigón y aceros las fértiles y fugaces huertas del Genil, enseguida la ondulante infinita del campo de Lucena, la superficie de olivar más extensa de España, protegida y vigilada en todo el pimpollo de su sierra por la Virgen de Araceli, patrona del campo andaluz. A continuación, huertas y viñedos de Monturque nutridos por el río Cabra. Sin tiempo de parpadear ante tanto verdor y frescura, nos introducimos en la zona fronteriza de Aguilar, Montilla y Moriles, tierras de excelentes caldos donde las vides aguantan como pueden la avalancha poderosa del olivar. Desde Fernán Núñez, pueblo de chistes bastos y de pastelones, hasta Posadas, el paisaje campestre mantiene el antiguo patrón de tierras calmas en forma de enormes dunas, donde los pujares de trigo, los barbechos y las modernas plantaciones de almendros y campos de placas solares, resisten el avance del ejército insurgente de olivos al acecho.

Una parada para el desayuno en el mesón Rafael, en El Arrecife, despabila aún más nuestros sentidos para seguir disfrutando de un viaje de paisaje tan variopinto. Visto y no visto las jarras de zumos. Me asombra muy gratamente, como lo hará también luego en el almuerzo, la profesionalidad de unos cuantos camareros para atender con prestancia y amabilidad a tanto comensal ansioso.

Desde Posadas hasta Palma del Río los verdes naranjales, ahora rociados de azahar como pavesas, son los amos del campo. Una auténtica gozada. Y entramos, por fin, en territorio comanche, para mí, una especie de territorio sagrado. Hornachuelos posee una superficie de 910 Km cuadrados, el término más grande de la provincia, pero para un servidor lo que importa de verdad son los seis kilómetros que lo separan del antiguo seminario y sus dominios escasos. Los cuatro años de adolescente en ese entorno cerrado y estricto, pero también amigable, han marcado mi vida.

Esperaba un río más cuidado. Mis recuerdos del gran Bembézar son de un río quieto, oscuro y taciturno, pero limpio. Quizás esté pagando el río la factura de las obras de la tirolina y del embarcadero. Con todo, impone el caudal de un agua inmóvil hasta donde se pierde el horizonte. En fila india transitamos alegres por un sendero estrecho, en ocasiones, de cabras, en otros tramos algo más espacioso, donde algunos, como servidor, tropezamos y nos rasguñamos a escasos dos metros de caer al agua. Aprieta el calor a las doce del día. Tanto, que dificulta apreciar en lo que merece tanta y tan variada vegetación: lentiscos, acebuches y algarrobos se reparten el protagonismo, más verdes que la retama, y alfombrados por una red tupida de acantos, nardos, vincas, conejillos, cebolletas, romero, matagallos (jaras) y gayombas.

En uno de los muchos recodos del camino, avistamos el antiguo seminario, mi casa de niño y adolescente. Aun habiéndolo visitado en muchas ocasiones desde que lo abandoné a mis quince años, me sigue cosquilleando las tripas su contemplación en la cercana distancia, allí, en todo lo alto del monte. Desde la misma orilla del río, ofrece el ajado edificio una imagen muy fotogénica y de una particular estética. En la actualidad, el seminario (ahora convertido en un reformatorio para exconvictos), ubicado en el corazón del Parque Natural de La Sierra de Hornachuelos, es uno de los objetivos más visitados por senderistas de estas latitudes, pero en mis años jóvenes era un lugar ignorado en el culo del mundo, un despropósito irresponsable para albergar a trescientos chavales al cargo de un puñado de curas novatos en su mayoría, una locura de padres capaces de abandonar allí a sus retoños con tal de quitarlos de la servidumbre del campo. Sí, todo eso es verdad, pero fue también para nosotros un hogar, duro y estricto, pero muy querido y entrañable, un sitio aislado donde los muchachos hicimos piña en la escasez, en el desarraigo, en la soledad compartida, en el hambre de los primeros años incluso, pero, sobre todo, en amistad y cariño. No sigo, que se me enturbian los ojos y no veo la pantalla.

Llegados que fuimos hasta La Fuente de Los Tres Caños, reto final del trayecto con el personal cansado y sediento, nos dimos un descanso. Hicimos nuestras obligadas abluciones en los tres caños de la fuente: salud, suerte, amor. Y bebimos de sus aguas cristalinas. De las muchas historias que puedo relatar en un espacio tan singular, les conté aquella que los melojos (gentilicio de Hornachuelos) llevan más a gala: que un grupo de franciscanos de este monasterio junto a oficiales del ejército y otros paisanos se embarcaron rumbo a las Américas para fundar la cuidad de Los Ángeles. “Cuenta también la leyenda que Felipe de Neve, militar español y gobernador de Las Californias, escogió a 14 familias españolas y a un grupo de monjes franciscanos como los primeros moradores de “El Pueblo de la Reina de los Ángeles”, fundado por él mismo en septiembre de 1781. Y sigue la leyenda en que dichos monjes provenían del Monasterio de Santa María de los Ángeles, de Hornachuelos, y que traían con ellos, desde el convento, un centenar de cepellones de naranjos que, plantados en aquellas tierras americanas, dieron origen a la famosa naranja california” (fragmento de mi novela La carta escondida). Verdad o fantasía, el caso es que los paisanos melojos alucinan.

El almuerzo en La Huerta del Rey, como he dicho, fue una pasada. Tan bien nos sentimos todos servidos y comidos que muy pronto olvidamos la calor, las caídas, el tirón del abductor de Diego, el amago de insolación de Isidora, la tos asmática de Arreseli y cualquier otra posible inconveniencia. Al final hasta hubo un caluroso aplauso para camareros y cocineros por nuestra parte, los últimos en abandonar el recinto. Y también para mi cuñado Antonio, forjador contumaz de estos eventos, hombre organizado hasta en lo más menuíllo de la letra, insensible al desánimo. Hermano de mi mujer, qué más os voy a decir… 

Y entramos en el pueblo a la caída de la tarde a los sones valientes del "Resistiré" . Y sin siesta.

 

  

 

 

 

 

 

martes, 9 de abril de 2024

¡Mundo malo!


"He andado muchos caminos/he abierto muchas veredas... Y en todas partes he visto/ mala gente que camina/ y va apestando la tierra... (Antonio Machado)


Homo erectus, posiblemente nuestro ancestro común, habitó la Tierra en un periodo de alrededor de 1.500.000 años. Nosotros, los sapiens, llevamos en el mundo no más de 200.000 años. Y creemos que nuestra especie va a ser infinita, que nunca nos vamos a extinguir. Posiblemente, también lo creyeron los homo erectus y otras especies de homo que lo siguieron. De manera que, sin entrar en el debate de guerras o cambios climáticos, desde un punto de vista puramente evolutivo, estamos abocados a extinguirnos como especie. Y que venga la siguiente. Naturalmente, nosotros no seremos testigos de ese fenómeno, por desgracia. Y digo por desgracia, porque va siendo hora de un cambio de talante, de un cambio de personas, de un cambio de especie. La nuestra, la de sapiens, se ha agotado. O eso creo yo.

Había un hombre en mi pueblo que, ante cualquier desavenencia o desencuentro con otros paisanos o ante cualquier desgracia personal o colectiva, sentenciaba con laconismo cordobés: ¡¡Mundo malo!!

Quizás siempre hemos sido malos los hombres, los unos para con los otros; tal vez la competitividad, la envidia, incluso la violencia, hayan sido herramientas de progreso, sin las cuales, a lo mejor, ya nos hubiésemos extinguido. No lo sé. Desde los tiempos remotos en que Caín mató a su hermano Abel por envidia, el hombre ha sido malo: homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre. No hay más que tirar de hemeroteca, como se estila decir ahora.

Mundo malo, qué gran verdad. Pero el mundo no tiene conciencia, somos nosotros los que hacemos malo al mundo. Unos más que otros, claro. Cuanto más poderoso se es, más posibilidad de hacer el bien o el mal. Y parece que nos tienta más el mal que el bien. La paradoja es que a medida que el hombre gana en inteligencia y en civismo debe ir dejando atrás la tozudez, el egoísmo, la avaricia, la arrogancia, el sectarismo y tienda a abrazar la solidaridad, el diálogo, la empatía y otros valores que favorecen la convivencia. Pues nada. Más bien al contrario. Parece ser que homo erectus se extinguió al ser engullido (léase masacrado) por otra especie de homo, de manera similar a cómo los neandertales fueron suplantados por los sapiens. Y seguramente, nosotros no necesitaremos a nadie que nos extinga: lo haremos solitos. Por nuestro propio egoísmo. Por nuestra propia estupidez. O, a lo mejor, sólo por la estupidez de unos pocos.

Porque una cosa es ser malo en el sentido doméstico y coloquial de la palabra, un sieso, un egoísta, un desaborío, un desalmao… Y otra muy distinta es ser MALO con mayúsculas.

Y esos MALOS tienen en sus manos la llave de nuestra extinción como especie. Los MALOS que promueven guerras y genocidios en una civilización como la nuestra que ya creía superadas estas catástrofes; los MALOS que esquilman los recursos naturales a mansalva sin más consideración que el negocio y el crecimiento; los MALOS que permiten, consienten, y favorecen el hambre y la pobreza en el mundo para sacar provecho propio. La evolución natural no conoce la ética, en lugar de ofrecernos una nueva criatura con un código genético solidario y pacifista, entrega el destino de nuestra especie a hombres MALOS. Ella sabrá lo que hace.  

Y mientras todo esto acontece ¿qué se supone que debemos hacer aquéllos, que somos mayoría, que nos consideramos buenos? Porque los MALOS hacen muy bien su trabajo, cumplen con su cometido. A la vista están los resultados. Pero ¿y nosotros? ¡Ah bueno! sí, hombre. Nosotros asistimos a conferencias, nos enfrascamos y participamos como nuestras en las luchas intestinas de políticos y adláteres, nos encomendamos al diablo si hace falta para que pierda el Barça y gane el Madrid, contemplamos en la tele las terribles imágenes de niños asesinados con parecida emoción a como vemos la crecida del Guadalquivir por el puente de Ibn Firnas y lloramos a moco tendido si llueve en Semana Santa. ¿Qué otra cosa podemos hacer?