Me dispongo a coger el sueño en la estrechez de mi asiento pese a la incomodidad de las camballadas del autobús por carriles camperos. Luego de una jornada más que intensa en caminata y en calor y de un almuerzo opíparo en La Huerta Del Rey, una venta muy recomendable, lo que pega, lo suyo, es una siesta, aunque sea mal averiguada. Uno espera que el resto del personal haga lo propio. Iluso de mí. Iluso de Antonio Zamora, otro adicto. Allí donde se junten la Conchi Villalba, la Ani Mármol y Manolo “Patagoma” no hay siesta que valga. Pero esta vez casi lo consigo. Casi.
Entregado
por completo al dominio del sopor de la digestión y con el autobús en velocidad de
crucero, ya en la primera babilla, creo estar soñando con cosas tan extrañas
como una virgen y un cerdo. En ese soponcio de estómago lleno y complacido, escucho a ráfagas una historia surrealista
que cuenta a toda la parroquia la Ani Mármol, un demonio, y que provoca unas
risotadas de escándalo en el personal incompatibles del todo con mi sueño
malogrado: la de aquella buena mujer de Corcoya que le prometió a la Virgen de la Fuensanta criarle un cerdo si curaba la enfermedad grave de su marido.
-Virgencita
-le había prometido-, si curas a mi marido te crío un guarro.
Durante nueve meses, la mujer crio un ejemplar de cerdo de al menos doce arrobas, mientras el marido curaba por completo de su enfermedad. Y llegada la hora de la verdad, la hora en que la mujer debiera hacer entrega del cerdo a la Virgen, se lo pensó dos veces. Y se dijo a sí misma que, total, la virgen que no come, para qué iba a querer un guarro. Y que su familia, toda esmallaíta, lo iba a aprovechar mucho mejor. De manera que no cumplió su promesa y empezó con los preparativos para la matanza del cochino.
Pero
quiso la mala suerte que, al cabo de una semana, el cerdo muriera de muerte
súbita. De pronto. Y de esta manera, ya no se podía comer, no fuera a ser que
tuviese la triquina o la tuberculosis. La mujer entendió que tal
accidente había sido el castigo de una Virgen resentida por no recibir el
regalo prometido. Y un día se presentó en la ermita y, señalándola con su dedo
índice y con mucha energía, recriminó a la Virgen con estas palabras:
-Virgencita,
eres muy chiquita, sí, pero ¡tienes muchos cojones!, so rencorosa. ¿Para qué
ibas a querer tú un guarro, tú que no comes, eh? Se lo hubiesen comido el cura
y el sacristán.
Me
doy por vencido. Imposible dormir ya con el griterío y los comentarios
desternillantes de La Cochi y Manolo Patagoma, sobre si en verdad había sido un
guarro o una guarra, que si la gente del pueblo llamaba al cerdo la guarra de
la Virgen…. Imposible. Y escuchando luego el popurrí de canciones que pone el
chófer a todo volumen (desde Perales a Dire Straits, Phils Collins, Triana o
Nino Bravo), y al ritmo marcado por Felipe Rosúa con su bastón, voy rememorando lo acaecido en día tan propicio y completo.
Hasta
ahora, todas las excursiones organizadas por Elislón han salido del pueblo por
la carretera de Antequera. En esta ocasión, el autobús, despuntando el día, nos
saca por la de El Tejar. Y mi memoria vetusta me devuelve a aquellas madrugadas
de niño, al olor nauseabundo del gasoil, a las paradas en Benamejí y Encinas
Reales para que los chóferes de Frasquito “Gloria” tomen sus carajillos y se
repartan los viajes del día, a las cuatro horas eternas para llegar al
seminario de Hornachuelos…
Hoy,
el sol naciente de Cuevas Altas nos ilumina el penacho de pinos de Jesús del
Alto y, un poco más adelante, el Castillo de Benamejí, antigua fortaleza
musulmana del siglo IX construida por el emir cordobés Abdalá I y adquirida por
compra por la familia de don Diego de Bernuy en 1548, a la que un antiguo alcaide
“ahumado” lo bautizó con sus apellidos de Gómez Arias. Y luego de contemplar
desde el moderno puente de hormigón y aceros las fértiles y fugaces huertas del
Genil, enseguida la ondulante infinita del campo de Lucena, la superficie de
olivar más extensa de España, protegida y vigilada en todo el pimpollo de su
sierra por la Virgen de Araceli, patrona del campo andaluz. A continuación,
huertas y viñedos de Monturque nutridos por el río Cabra. Sin tiempo de
parpadear ante tanto verdor y frescura, nos introducimos en la zona fronteriza
de Aguilar, Montilla y Moriles, tierras de excelentes caldos donde las vides
aguantan como pueden la avalancha poderosa del olivar. Desde Fernán Núñez,
pueblo de chistes bastos y de pastelones, hasta Posadas, el paisaje campestre mantiene
el antiguo patrón de tierras calmas en forma de enormes dunas, donde los
pujares de trigo, los barbechos y las modernas plantaciones de almendros y
campos de placas solares, resisten el avance del ejército insurgente de olivos
al acecho.
Una
parada para el desayuno en el mesón Rafael, en El Arrecife, despabila aún más
nuestros sentidos para seguir disfrutando de un viaje de paisaje tan
variopinto. Visto y no visto las jarras de zumos. Me asombra muy gratamente,
como lo hará también luego en el almuerzo, la profesionalidad de unos cuantos
camareros para atender con prestancia y amabilidad a tanto comensal ansioso.
Desde
Posadas hasta Palma del Río los verdes naranjales, ahora rociados de azahar
como pavesas, son los amos del campo. Una auténtica gozada. Y entramos, por
fin, en territorio comanche, para mí, una especie de territorio sagrado.
Hornachuelos posee una superficie de 910 Km cuadrados, el término más grande de
la provincia, pero para un servidor lo que importa de verdad son los seis
kilómetros que lo separan del antiguo seminario y sus dominios escasos. Los
cuatro años de adolescente en ese entorno cerrado y estricto, pero también amigable,
han marcado mi vida.
Esperaba
un río más cuidado. Mis recuerdos del gran Bembézar son de un río quieto,
oscuro y taciturno, pero limpio. Quizás esté pagando el río la factura de las
obras de la tirolina y del embarcadero. Con todo, impone el caudal de un agua
inmóvil hasta donde se pierde el horizonte. En fila india transitamos alegres
por un sendero estrecho, en ocasiones, de cabras, en otros tramos algo más
espacioso, donde algunos, como servidor, tropezamos y nos rasguñamos a escasos
dos metros de caer al agua. Aprieta el calor a las doce del día. Tanto, que dificulta
apreciar en lo que merece tanta y tan variada vegetación: lentiscos, acebuches y
algarrobos se reparten el protagonismo, más verdes que la retama, y alfombrados
por una red tupida de acantos, nardos, vincas, conejillos, cebolletas, romero,
matagallos (jaras) y gayombas.
En uno de los muchos recodos del camino, avistamos el antiguo
seminario, mi casa de niño y adolescente. Aun habiéndolo visitado en muchas ocasiones
desde que lo abandoné a mis quince años, me sigue cosquilleando las tripas su
contemplación en la cercana distancia, allí, en todo lo alto del monte. Desde la
misma orilla del río, ofrece el ajado edificio una imagen muy fotogénica y de
una particular estética. En la actualidad, el seminario (ahora convertido en un
reformatorio para exconvictos), ubicado en el corazón del Parque Natural de La
Sierra de Hornachuelos, es uno de los objetivos más visitados por senderistas
de estas latitudes, pero en mis años jóvenes era un lugar ignorado en el culo
del mundo, un despropósito irresponsable para albergar a trescientos chavales
al cargo de un puñado de curas novatos en su mayoría, una locura de padres
capaces de abandonar allí a sus retoños con tal de quitarlos de la servidumbre
del campo. Sí, todo eso es verdad, pero fue también para nosotros un hogar, duro
y estricto, pero muy querido y entrañable, un sitio aislado donde los muchachos
hicimos piña en la escasez, en el desarraigo, en la soledad compartida, en
el hambre de los primeros años incluso, pero, sobre todo, en amistad y cariño.
No sigo, que se me enturbian los ojos y no veo la pantalla.
Llegados
que fuimos hasta La Fuente de Los Tres Caños, reto final del trayecto con el personal
cansado y sediento, nos dimos un descanso. Hicimos nuestras obligadas
abluciones en los tres caños de la fuente: salud, suerte, amor. Y bebimos de
sus aguas cristalinas. De las muchas historias que puedo relatar en un espacio
tan singular, les conté aquella que los melojos (gentilicio de Hornachuelos)
llevan más a gala: que un grupo de franciscanos de este monasterio junto a oficiales
del ejército y otros paisanos se embarcaron rumbo a las Américas para fundar la
cuidad de Los Ángeles. “Cuenta también la leyenda que Felipe de Neve,
militar español y gobernador de Las Californias, escogió a 14 familias
españolas y a un grupo de monjes franciscanos como los primeros moradores de “El
Pueblo de la Reina de los Ángeles”, fundado por él mismo en septiembre
de 1781. Y sigue la leyenda en que dichos monjes provenían del Monasterio de
Santa María de los Ángeles, de Hornachuelos, y que traían con ellos, desde el
convento, un centenar de cepellones de naranjos que, plantados en aquellas
tierras americanas, dieron origen a la famosa naranja california” (fragmento de mi novela La carta escondida). Verdad o
fantasía, el caso es que los paisanos melojos alucinan.
El almuerzo en La Huerta del Rey, como he dicho, fue una pasada. Tan bien nos sentimos todos servidos y comidos que muy pronto olvidamos la calor, las caídas, el tirón del abductor de Diego, el amago de insolación de Isidora, la tos asmática de Arreseli y cualquier otra posible inconveniencia. Al final hasta hubo un caluroso aplauso para camareros y cocineros por nuestra parte, los últimos en abandonar el recinto. Y también para mi cuñado Antonio, forjador contumaz de estos eventos, hombre organizado hasta en lo más menuíllo de la letra, insensible al desánimo. Hermano de mi mujer, qué más os voy a decir…
Y entramos en el pueblo a la caída de la tarde a los sones valientes del "Resistiré" . Y sin siesta.