viernes, 23 de marzo de 2012

Una llamada inoportuna

La consulta, en ocasiones, te da un respiro. Alguien que no acude, o que va a llegar más tarde. Ese rato suelo aprovecharlo para llamar por teléfono a determinados pacientes  que están pendientes de recibir algunas pruebas, o para preguntarles por la evolución de su proceso, o modificarles el tratamiento. El teléfono, y muy pronto el correo electrónico, se están convirtiendo, al menos para mí, en una herramienta eficaz, cómoda y barata en la  asistencia clínica diaria. Es verdad que yo no me atrevería a aconsejar nada por teléfono a un paciente a quien no conozca exhaustivamente, podría ser temerario. Para que este sistema funcione uno tiene que saberse el paciente de pe a pa. En mi Unidad este modelo nuevo de atención médica lo hacemos todos y lo llamamos consulta telefónica. Nosotros escribimos las incidencias en la historia digital y el enfermo se ahorra un viaje.
Esta mañana he llamado a un paciente. Como suele ser habitual, se pone su mujer.
-¿Está Antonio? -pregunto. En muchas ocasiones ni siquiera me presento porque espero que nada más hablar me reconozcan al otro lado.
-Ah, es usted el Dr Rivera ¿no?
-Sí señora, buenos días ¿Y Antonio?
-Pues...verá usted... - Y se queda parada y riéndose así por lo bajini.
-¿Que es lo que pasa, si puede saberse?
-Verá, doctor, que sí, que Antonio está aquí, pero  es que...
-Mujer, que no tengo toda la mañana, dígame de una vez qué pasa?
-Es que no se puede poner ahora mismo - y vuelvo a oirla reír. Entonces ya me huelo la tostada.
-Que está jiñando, ¿no es eso?, le suelto a bocajarro.
Y ahora el chillido de la mujer sale por el aparato e inunda toda la consulta.
-Sí,síííí, - y continúa riéndose, ahora a carcajadas- ¡Ay Dios mío, qué cosas tiene usted..!

Este tipo de relación de igualdad con los pacientes no es compartida por todo el mundo y, supongo que, tampoco lo será por alguno de mis lectores. Lo entiendo. Ponerse uno a la altura de los pacientes, hablar su mismo lenguaje, interesarse por otros problemas no estrictamente médicos, es despojarse de manera voluntaria del ropaje de lo mágico, descender del pedestal del saber milagroso, prescindir del estilo de distinción y elegancia en el trato. Y conste que no lo digo de manera sarcástica o burlesca. Sigo creyendo en el poder curativo de la magia, de lo trascendente, de lo misterioso. Y comportamientos como el mío dan al traste con todo ello. Sin embargo, creo más todavía en la naturalidad de las relaciones entre personas. Yo no soy un mago, ni un adivino, ni un santón de pueblo. Soy un hombre normal, buena gente, que he adquirido y sigo adquiriendo diariamente con mucho esfuerzo  unos conocimientos que pongo al servicio de los demás. Y para eso no hace falta ser distante, ni remilgado, ni siquiera elegante. Así lo veo yo.

En cuanto al otro tema, es decir, la inoportunidad de mi llamada mientras mi paciente hacía sus necesidades, he de deciros que con bastante frecuencia se me ocurren muy buenas ideas de todo tipo, tanto del orden médico, como organizativo, como doméstico, mientras me abstraigo corriendo por el carril bici, o sentado distraídamente en el wáter. Mis sentadas son antológicas por lo alargadas y por lo placenteras. Y muy productivas. Parece ser que cuanto más intentas centrarte en una idea o en un problema más se te cierran las luces y acabas sin salida y con la cabeza caliente. Sin embargo con la mente en otro sitio o en ninguno en concreto acuden como llovidas del cielo soluciones que ahora te parecen de lo más obvio. Es el poder de lo irracional, de lo emocional. Yo de eso debo de andar bien.

Una de estas noches pasadas, antes de coger el sueño y no sé bien a cuento de qué, me sale la Peque con una conversación irrelevante sobre que si su número favorito es el nueve. Y yo pienso para mí: hay que ver lo que puede inventar una mujer en la cama con tal de escurrir el bulto y no ir a lo que hay que ir. Pero, en fin, le sigo la corriente. ¿Por qué el nueve?, le pregunto con muy pocas ganas de escuchar sus razones. Y se enrolla explicándome que el nueve es una nota de sobresaliente. Y entonces ¿por qué no el diez?, protesto. Porque el diez supone una responsabilidad muy grande, estás obligada a ser siempre la mejor en todo, y eso es muy agobiente. Así el nueve es muy bueno, pero no tiene tanto compromiso. Ea, llévate media hora alrededor de ella, mariposeándola, preparándole su infusión, mirándola tiernamente, incluso dejándole el mando de la tele a su libre albeldrío para que ahora, llegado el momento de la verdad, te salga por la bondad de los números. De todas formas, trae más cuenta contenerse y hacer como que uno no ha estado preparando el terreno, sino que es que le sale a uno ser así de cariñoso con ella. Y va y sigue, y me pregunta: ¿y el tuyo?, ¿cuál es tu número favorito? Y yo suelto a bote pronto: el ocho. ¿Y por qué el ocho?, se apresura. Y yo más rápido todavía: porque era el número de la camiseta de Amancio. Y entonces nos hartamos de reír a costa de mi simpleza. Bueno, a falta de otra cosa, buena es la risa.
Cuento esto para que observéis lo irracional y lo emocional de muchas aspectos de mi pensamiento. Si lo pensáis bien comprobaréis cómo muchas de nuestras respuetas diarias a problemas corrientes están guiadas más por emociones que por razones. Y esto no es ni bueno ni malo. Somos así.

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