miércoles, 8 de agosto de 2012

El obseso del Mercadona

En verano, de vacaciones, me gusta ir a comprar al Mercadona. Yo solo, a mis anchas, sin tiempo, sin prisa ni nadie que me la meta. Yo y mi lista. Mi lista y yo. Y tardo un montón. Y encima me equivoco, nunca llevo a casa todo lo que la Peque me ha apuntado. No me importa, volveré mañana de nuevo. Un día, hace ya un par de años, me crucé por uno de los pasillos con Paco Salamanca, tan despistado como yo, y, como yo, más atento al gineceo que al propio género alimentario. "Oye Paco -lo abordo casi por sorpresa- no veo que lleves tu lista". "Ah, no -me responde zumbón- nunca la traigo, la tengo en la cabeza".  "¿Y no te equivocas?". "Claro que sí, siempre se me olvida algo, pero el no llevar lista me sirve de excusa, ¡ah!, se me ha pasado, le digo a Araceli. Lo imperdonable era antes, que con lista y todo me equivocaba igual."

Me paro en todas las estanterías, aprecio el orden con que están dispuestas las cosas, el colorido de los tomates, el verde tan verde de los pimientos, el corte a mano de los jamones, tan perfecto, tan lisito, la abrumadora oferta de dulces, magdalenas y pastelitos, la desconocida variedad de panes para alguien como yo que solo conoce el pan de trigo de toda la vida, pan con pasas, pan con nueces, pan con piñones, pan de centeno, pan de leña, ¿de leña, coño?, pan de pueblo, pan cateto...
Con todo, el público me atrae más que el género. Al Mercadona va gente como uno, normal, gente corriente digamos. En el Carrefour es imposible moverse con cierta holgura, es un tropel desmesurado. Y en el Hypercor no me siento cómodo por la pijería y elegancia de sus asíduos, me veo como fuera de lugar. Lo mío es el Mercadona.

En verano, de vacaciones, algunas tiíllas van al Mercadona como si fueran a la playa, con el mismo poco decoro, sin  pudor alguno, con escaso atuendo, quizás un bambito suelto y transparente, clareándoseles los tangas y las tetas, o unos pantaloncitos cortos, ¿cortos digo?, que se les sale medio culo por cada pernil. Y eso, aunque esté feo decirlo, me gusta. Más todavía que las estanterías. Entro en todas las calles a sabiendas de que en muchas de ellas no hay productos de mi lista, solo por la posibilidad de tropezarme con alguna de ellas.

Por momentos me distraigo avergonzado de mí mismo y me imagino captado por una cámara oculta y distribuídas las imágenes entre mis pacientes. El doctor Rivera es un viejo verde, dirían. Y esta idea hace que me recomponga, joder tío, que eres tú, no un mirón reprimido ni un obseso del sexo ni de las tías, ¿o sí? Y entonces considero lo poco que he cambiado en esto del atractivo sexual, me comporto casi de la misma manera que aquel chavea de quince o dieciséis años, tan enamoradizo, que, a escondidas, se perdía por las calles de la judería siguiendo a una nena guapísima obsesionado con la fatal idea de no volver a verla más, de perderla para siempre.

Y así me pasa lo que me pasa. Como no estoy en lo que debo me equivoco y echo al carrito un paquete de harina cuando en la lista pone azúcar o cojo papel de cocina en lugar de papel higiénico. Lo del otro día, sin embargo, fue ya el colmo. El último artículo que me quedaba por tachar era un bote grande de suavizante. Grande y de aroma a vainilla, me ponía la Peque subrayado dos veces, insistiendo así en que debía de oler a vainilla. Con la estantería  repleta de suavizantes de distintas marcas y colores y sin saber yo, así a simple olfato, cuál tendría el aroma deseado por la Peque, se me ocurrió ir desenroscando los tapones y oler, uno por uno, hasta dar con el de vainilla. Et voilá, aquí está, al cuarto o quinto intento acerté. Bote al carrito y vamos a pagar. Ya tenemos toda la mercancia expuesta en la cinta con el bote de suavizante en último lugar, dos litros y ochenta lavados reza en la etiqueta. Lo coloco de pié, vertical, dominando el panorama. Empieza aquéllo a moverse y en el traqueteo de unos productos con otros va y se vuelca  el bote. Visto y no visto. De pronto todo el contenido se desparrama por la cinta como si de lava se tratara empapándolo todo, absolutamente todo, sin que ni la señorita ni yo tuviéramos tiempo ni ocasión de reaccionar. ¡Qué vergüenza! La cola atascada, la señorita pidiendo ayuda por el micrófono, la limpiadora que,  rauda, acude con la fregona y el cubo, ese líquido viscoso y con olor a vainilla que no para de gotear por todas partes, otro empleado que retira todos mis productos, "tiene usted que volver a por otros, éstos no se los puede llevar, es por  su seguridad, ¿comprende?"... Muy apurado me dirijo a la cajera:

-Señorita, perdóneme usted por toda esta zapatiesta que le he organizado-. Y la pobre inocente remata:
-No se apure usted, no ha sido culpa suya. Hay graciosos que se dedican a abrir los tapones para oler el contenido y luego no los enroscan bien.

Más vergüenza todavía.

4 comentarios:

  1. Vamos que pareces la encarnación del Rompetechos del TBO,en plan obseso.
    Eso es lo superficial, lo profundo es un ejercicio de valentia y sinceridad en tus escritos, pues reflejas todo lo fiel que puedes como eres y no como "esperariamos que fueses" para ser "social o politicamente correcto"
    Es bueno conocer nuestras "debilidades" ya que es la mejor manera de intentar controlarlas en caso que así lo decidieramos.
    A seguir en el camino de la honestidad personal con uno mismo.
    Un abrazo

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  2. Como decía mama :!Menos mal que estudiastes !

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  3. Por estas cosas y mas nunca compro y cuando lo hago, siempre me ponen pegas.

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  4. Yo creo que este tipo de aventuras no le pasa a nadie, he tenido que preguntar hasta si era verdad... ahora, reirnos, si que nos hemos reído...
    Has conseguido quitarle la carita de asco a mama Paqui...

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