miércoles, 22 de agosto de 2012

Finis gloriae mundi

En la iglesia del antiguo hospital de la Caridad, en Sevilla, luce, poco promocionada al gran público, la mayor parte de la obra pictórica del pintor Juan Valdés Leal. Os merecerá la pena visitarla. El cuadro más impactante, finis gloriae mundi, es una alegoría de la muerte, una muerte que no hace distingos, que nos iguala a todos y que pone punto y final a la gloria mundana. De un refinado estilo tenebrista, la escena que nos sobrecoge es tétrica, lúgubre, oscura: en el interior de una cripta yacen varios obispos con sus mitras, sus ropajes y perifollos y con sus cuerpos ya en descomposición. Tanta opulencia, tanto poderío...para ésto. Por encima de ellos aparece una balanza: en el platillo de la derecha los bienes terrenales, en el de la izquierda los espirituales. La balanza se encuentra equilibrada. Tongo, porque sabemos que la pobreza no ha sido nunca virtud apreciada por los obispos. Seguramente el cuadro habría sido encargado por algún prelado y el pintor quiso dejarlo bien parado de cara al juicio final.

Hace unos días, desentrenado aún por unas vacaciones demasiado prolongadas, asistí a la práctica de una necropsia. Ya os lo anticipo: es muy desagradable. En cualquier época del año, no importa el día, a cualquier hora, muy desagradable. Mucho más después de un mes de desconexión. Al final va a llevar razón Rajoy recortándonos días de asueto.

La necropsia clínica, no la judicial, se realiza con cierta frecuencia en los hospitales. Todavía sigue siendo un indicador de buena calidad asistencial, puesto que permite al médico comprobar lo acertado o desacertado de sus apreciaciones y de su diagnóstico. Y con ello, actúa a la vez como revulsivo (para intentar con más empeño equivocarse menos en el futuro) y como fuente directa de conocimiento médico. No se le practica a todo el mundo, claro está. El propio médico la solicita al servicio de Patología (previo consentimiento de los familiares) ante pacientes cuya enfermedad y muerte no han quedado suficientemente esclarecidos o ante casos de enfermedades muy infrecuentes y, por ende, poco conocidas. En cualquier caso, repito, muy desagradable.

Este hombre que yace tumbado esperando ser abierto en canal en cuanto el patólogo termine de afilar sus arreos es, ha sido, paciente mío. Éso para más inri, para mayor escarnio. Quizás uno no debiera presenciar la necropsia de sus propios pacientes, no sé, siempre te llega luego el diagnóstico definitivo en un informe cerrado, no tienes por qué estar allí perenne oliendo a formol y moqueando todo el rato. En algunos casos, como el presente, se trata de personas con las que has compartido mucho tiempo, muchos afanes, muchas fatigas, a quienes tratas ya como familia o como amigos. Desde luego, nadie debería ver la autopsia de un familiar cercano. Pero el caso es que, sea como fuere, aquí estoy, a la cabecera de mi muerto.

Ha sido este hombre un paciente con mayúsculas, de verdad. Ha sabido capear un temporal muy aciago desde el comienzo de su enfermedad. Si estuviérais más atentos ya  habríais percibido que puede tratarse de aquel hombre, arma virumque cano, de quien os hablé hace ya un tiempo. Pero en fin, son tantos los escritos que os perdono el despiste. Era un hombre importante en su pueblo, no tenía ningún cargo público, no penséis que era alcalde o algo así, no. Sólo que desde su posición social y económica  ha entretenido sus años en ayudar al prójimo en lugar de medrar o de especular. Esto es algo que se nota enseguida cuando vas de incógnito al entierro: en la iglesia no cabía un alfiler, al terminar la misa el tránsito del personal por delante de la familia duró más de una hora, todo el pueblo allí dándoles el pésame. Una persona muy importante y muy querida. También para mí.

Naturalmente que no voy a entrar en detalles morbosos. Sólo os diré, con perdón de los creyentes, que viendo una autopsia se despejan muchas dudas de fe y se cuestiona uno otras muchas cosas. Vuelvo a pedir perdón y que, por favor, nadie se ofenda: somos materia, materia caduca, materia perecedera, materia pútrida. Es posible que alguien me tache de insolente, de petulante, de enteradillo, de crecido con ésto de ser médico, lo siento de verdad, sobre todo por mis amigas Mati y Encarnita, tan devotas, pero creer que este cuerpo deshecho, cuarteado, hueco por haberles sido extraídas todas su vísceras, que este cuerpo, digo, vaya a resucitar en el último día es una bofetada a la razón científica, a la inteligencia. No pretendo insultar a nadie, los creyentes se sienten protegidos por su fe. Mejor. Frente a la fe nada podemos. La fe habita en una dimensión muy superior a la razón. Lo que para mí es un argumento disuasorio para los creyentes es confirmatorio: tan omnipotente y magnánimo es Dios que puede convertir estos despojos en un cuerpo reluciente.

Ciencia y fe, compañeras inseparables, enemigas íntimas, el debate que no cesa. Tantos años de historia, tanta filosofía y teología, Tomás de Aquino, Theilard de Chardin, Charles Darwin, el mono desnudo...y no hay manera de conjugar ambos conceptos. Mientras nuestra fe católica siga anclada en el concilio de Trento y en sus dogmas más inquebrantables, a saber, la resurrección de la carne y la corporeidad real de Cristo en el pan ácimo de la sagrada forma, no habrá posibilidad de conciliación. Así lo veo yo.

Mi paciente era un fiel creyente. Un buen cristiano. Yo mismo me encargué de que en la UCI recibiera la extrema unción. Ojalá se encuentre ahora en la tan ansiada contemplación del rostro de Dios. ¡Qué más quisiera yo que así fuera y que ya, de paso, abrazara de mi parte a mi madre y a mi hermana Josefa! Pero si no ocurriera tal cosa tampoco pasaría nada. Ha sido un buen hombre, se ha metido en faena con los suyos, se ha comprometido y ahora, llegada su hora, ha muerto en paz rodeado de su gente y de su propio médico. Para mí es suficiente.

La autopsia de mi paciente amigo y otras tantas que he presenciado me llevan el pensamiento al cuadro del pintor sevillano. Cuando estás allí y ves las tripas, el hígado, los pulmones y el corazón fuera de su sitio, cortados a trozos sobre una fría mesa de piedra, tomas conciencia de lo poco que somos, materia caduca como digo, ponderas a la baja, muy a la baja,  las ansias, los logros, los méritos profesionales, el patrimonio, los dineros...Quizás fuera bueno que todo el mundo presenciara una autopsia alguna vez, que no fuera de ningún familiar, claro. El mejor remedio contra la vanidad. Se nos bajan los humos, os lo digo yo.

Cuando morimos, pasemos o no por el bisturí y la losa del patólogo, todo se nos acaba, como a los obispos del cuadro. Finis gloriae mundi.

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