jueves, 22 de noviembre de 2012

Monjitas de hoy

A las siete y media de la mañana, antes de que amanezca el día, ya huele a café calentito en todo el pasillo de la séptima izquierda. Me gusta entrar en la planta oliendo a café. Es un aroma envolvente y agradable que me contagia una sensación de familiaridad, algo de casa. Entro en la sala de las enfermeras a dar los buenos días y a coger las llaves de la secretaría. Se me ha adelantado el Benítez, otro médico de mi quinta. "Buenos días", "buenos días; cada día llegas más temprano, José María, parece que la Peque te echara de la cama". "No, qué va, es el nuevo horario, ¿no lo sabes, tío?" Llego canturreando por lo bajito y bromeo con Mari Carmen o con Maribel o con Elena o con Juanma, enfermeras y enfermeros antiguos, con merecido caché, que aguantan de forma casi heroica en nuestra planta, una de las más penosas del hospital. Sobre el infiernillo en ascuas la cafetera palmea su plof plof y expele un penacho de humo blanco dando parte del hervor en su punto. Pronto  se arremolinarán en la mesa estas sufridas trabajadoras de la noche para dar un sorbo caliente que las despabile para el último arreón.

Es dura la madrugada en el hospital. Y larga. Los enfermos que habitan en nuestra planta de medicina interna son todos ellos viejos muy achacosos. Treinta y dos pacientes para dos enfermeras y una auxiliar. Y treinta y dos acompañantes, que también dan su castigo. Y toda la noche por delante. Doce horas; de ocho a ocho; de luna a luna. Los médicos, al menos, nos turnamos, podemos echar alguna cabezadita, incluso una confortable dormida cuando la noche se ofrece calmosa. Las enfermeras y auxiliares, no. No pueden; a lo más se despatarran en el sofá de escai, cubierto con una sábana arrugada para que sude menos. Antes, no hace tanto, hacían crochet; ahora les puede el Internet y el Wikipedia. Son las vigías de la madrugada, los centinelas que alertan de algo que pudiera ser más que un simple achaque. Y siempre en el alambre, en el difícil equilibrio entre no llegar (que se les pueda pasar por alto algún síntoma importante) y el pasarse, que no es otra cosa que molestar al médico sin necesidad, por cualquier tontería, que los médicos somos muy nuestros. Pero, todos lo sabemos, la noche acobarda; un síntoma que a la luz del día parece banal, a las cuatro de la mañana asusta. Debe ser la oscuridad que nubla la vista y también las entendederas. Quizás suceda, luenga es la noche, un rato de silencio; parece que ha dejado de toser el abuelito de la 715 y que se han apagado  los lamentos mortecinos de la mujer del cáncer de páncreas, pobrecita.

El día tiene un aire distinto. Más trabajo para ellas, pero diferente. Mucho ajetreo, mucho ir y venir a las habitaciones, a los despachos de los médicos, muchos  sueros y medicamentos que preparar y administrar, mucho familiar que incordia más que otra cosa..., pero es de día. Están de otro ánimo. Tienen siempre algún médico a quien recurrir en caso de duda. La luz sureña las revitaliza. Las ventanas del Este les asoman a Bellavista, barrio de casitas bajas sin tejado y blancas de cal que bien pasaría por poblado rifeño si no fuera por el moderno bulevar que lo atraviesa. Las del Poniente les brindan arcos iris de cielo entero, de cuento, barcos de varios pisos que parecen surcar la tierra llana de la marisma y también los campos feraces del cortijo "El Cuarto" anegados por esta pertinaz lluvia que no para. Luz del día, nada que ver con la noche tenebrosa.
Si de madrugada son las guardianas del descanso de los pacientes, de día son el alma de la planta. No me parece justo que seamos los médicos quienes acaparemos casi en exclusiva el agradecimiento de pacientes y familiares. Nosotros permanecemos con ellos diez o quince minutos cada día, la visita del médico; ellas, las enfermeras y las auxiliares, doce horas. A nosotros, siempre buenas caras, "¡qué simpático es mi médico!", o si acaso, "mi médico es muy serio, sí, pero muy correcto y bueno". Ellas, en cambio, soportan los fallos propios y ajenos, bregan, chocan, sufren, lloran y ríen con los enfermos y sus acompañantes.Viven con ellos como si fuesen una suerte de familia de acogida transitoria.

Me resulta admirable observar el trabajo de campo de las auxiliares por las mañanas: retirarles a los viejitos impedidos los pañales de la noche rebañando a conciencia el último resto de caca pegado al culo; lavarlos de arriba abajo en sus camas hasta dejarlos escamondados; emborrizarlos de crema hidratante para que no se piquen por la espalda; ceñirles bien atado su pijama celestito;  luego, haciendo de sus manos un improvisado hisopo, esparcirlos de colonia barata, que huelan bien para las visitas; levantarles la cabecera de su cama articulada; darles de desayunar con santa paciencia, como a un niño chico a quien hay que engañar para que coma... Son cosas que, en viéndolas, se me ponen los vellos de punta. No es necesario estremecerse con las imágenes de la tele de hospitales de campaña o de enfermeras y médicos de oeneges dando de comer a niños famélicos. A mí me basta con este espectáculo diario, tan tierno, tan entrañable, tan poco reconocido de que una mujer, una muchacha extraña, trate y cuide a un anciano enfermo y desvalido como lo hiciera con su propio padre. Admirable. Para eso les pagan, me diréis los más descreídos. Y yo os digo, ¿cómo se paga eso? Esa labor abnegada y bien hecha no tiene precio. ¿Cuánto cuesta una mirada compasiva, una palabra cariñosa, una caricia? ¿Va en la soldada la delicadeza en el trato y el mimo en los cuidados? ¿Cuánto vale limpiarle las miserias a un viejo, o mejor, a una vieja que no se deja lavar así como así? Las cosas valiosas de verdad no tienen precio.

Me molesta que ni ellas mismas se lo crean. Que son ellas, enfermeras y auxiliares, las personas más importantes que sustentan el trabajo en el hospital. Son imprescindibles. Mi planta, la séptima izquierda, aguanta perfectamente un día sin médicos. Y dos días también. A veces casi mejor que con ellos. Sería un caos total si falta una enfermera o una auxiliar en cualquiera de los turnos. Se lo digo a ellas con frecuencia: que su trabajo, llevado a cabo con esmero y con cariño, es mucho más importante para el enfermo que el nuestro. Que ellas, con su actitud de dedicación y entrega, tapan muchos de nuestros fallos y dignifican la asistencia a nuestros pacientes. Pero no se lo creen.

En mis tiempos de estudiante de medicina aprendí a emocionarme con este ímprobo quehacer, el de los cuidados de los pacientes mayores. Entonces, esta labor la realizaban con cristiana abnegación las monjitas. En la actualidad, las enfermeras y las auxiliares de mi planta, pese a que  no les agrade mucho la comparación, son, para mí, las monjitas de hoy. Aunque más nuevas, más lucidas. Y más bonitas.

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