sábado, 2 de marzo de 2013

Hoy, tortilla de papas con pimientos.

El anciano que está entrando en mi consulta se llama Manuel Lobato y viene de El Viso del Alcor, pueblo del mejor menudo del mundo y de las mejores magdalenas borrachas. Cogido a su hija por la mano izquierda, la derecha la ha reservado para sostener en bandeja, al uso de los camareros, un paquete envuelto en papel de aluminio. Podría ser cualquier cosa, pero salta a la vista que es un regalo, un obsequio para su médico. Soltándose ahora de su hija lo deposita con ambas manos y exquisito cuidado encima de mi mesa. 

Esta mañana se ha levantado temprano. Sus hijas se han extrañado. Aunque  tiene cita con su médico del hospital, no es hasta las once, no tendría por qué tanto madrugón. Chochea. Oyéndolo trastear en la cocina las hijas se desvelan y van a ver qué pasa. No sería la primera vez que se rajara la yema del dedo gordo cortando el pan de la tostada. O que se achicharrara la mano al apoyarla inadvertidamente en la vitrocerámica traicionera. Que quema aunque parezca apagada. Los viejos prefieren la antigua hornilla de butano de toda la vida. Parece enfadado. Cuando acuden sus hijas ya está desayunado y todo. Pero postrado de hinojos frente al frigorífico abierto no encuentra lo que busca.
 
-Pero papá ¿qué estás haciendo?
-Nada. Que no hay pimientos.
-¿Pimientos a estas horas? ¿pero, para qué?
-Tú déjame, que el que la lleva la entiende.
 
Y así, a las nueve de la mañana esta hija resignada tiene que alargarse, en bata y todo, a la tienda de detrás de casa para comprarle pimientos a este padre tan impertinente.
 
Manuel va a cumplir setenta y ocho años. Pero tiene su cabeza en su sitio y se maneja la mar de bien para sus cosas. Vive con sus dos hijas, ambas solteras, que han dedicado sus vidas a cuidar a este hombre. Así lo tienen, como un  san Luis Gonzaga. Es paciente mío. Y hoy le toca visitarme.

A las nueve y media ya dispone de todos los avíos: medio kilo de papas terrosas, cuatro huevos y los dichosos pimientos. Manuel ha sido de siempre el cocinero de su casa. Como mi cuñado Cipri. Como mi amigo Frasqui. Hombres que los hay hacendosos. Ya no está para guisos ni se fía de las modernuras de ollas a presión ni entiende la termomix. Pero no consiente abandonar su especialidad: la tortilla de papas. Presume de haber ganado concursos populares, ha hecho tortillas (ay! aquellos años...) a los niños de sus vecinos para el bocata del recreo, a sus hijas para las reuniones parroquiales, al cura, al médico del pueblo...Y ahora, ya de viejo, hasta para sus colegas del hogar del pensionista.

-Manuel, ¿qué traes ahí?
-¿Usted qué cree?
-¡Una tortilla de papas!
-No.
¿Que no? ¿Entonces..?
-Una tortilla de papas con pimientos.

No me digáis que no es enternecedor. En muchas ocasiones tengo que esforzarme en disimular las emociones. Y necesito carraspear o sonarme las narices o salir del aprieto con una broma. Es muy fuerte que un anciano se pegue el madrugón y se afane en llevarle calentita una tortilla de papas a su médico.

-Joer, Manuel, no te puedes imaginar el acierto que has tenido hoy.
-¿Por qué?
-Pues porque mi mujer está trabajando hasta las ocho de la tarde y no tenía nada preparado para el almuerzo. Pedazo de tortillón.

Y Manuel no cabe en su pellejo. Ni yo en el mío. 

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