domingo, 10 de marzo de 2013

Mi beca salario.

Hoy me he acordado de mi beca salario. Gracias a ella pude estudiar Medicina. En el seminario me las aviaba muy bien con una beca de las normales. Los curas se quedaban con todo, a la buchaca comunitaria, pero yo vivía a gastos pagados, con la pulserita del todo incluído. Claro que sin cubatas. Una vida sencilla. Con los dineros sobrantes de las distintas becas se financiaba, en parte, la manutención  de otros seminaristas. Hermandad. Siempre me ha gustado esa palabra. Luego, ya en la Facultad, el alojamiento en Córdoba, los libros, las matrículas, la novia...exigían un bolsillo mucho más abrigado que la simple beca. Sin problemas; disfruté de beca salario durante toda la carrera. No sólo cubría mis gastos, aún quedaba para la economía familiar. Me parece que eran unas ciento cincuenta mil pesetas por año. Hoy no es nada, pero en los años setenta era un sueldazo. Más que lo que ganaba mi padre.

 Mi beca ayudó a mis padres, por supuesto; pero no fue el único sustento de mi familia. En mi casa nunca ha faltado un jornal. Aún así, de niños, siempre tuvimos, mis hermanos y yo, la ayuda del resto de la familia. La casa de mi abuela, el bar de mis padrinos y las cabras de mi chacha Chiquita tienen la culpa de que vosotros, ahora, podáis reiros de mis ocurrencias. Sin televisor ni radio, mis padres se cargaron de hijos enseguida: uno cada dos años. Era algo natural, mi padre venía del cortijo nada más que los jueves. A vestirse de limpio y a limpiar el sable, es de suponer. Y, claro, pasaba lo que tenía que pasar. Un montón de hermanitos. Menos mal que uno de cada dos se iban muriendo, los pobres. Y así pudimos sobrevivir los demás. Mi hermano Juan rompió el malfario. A él le tocaba morirse, pero se libró. Ha sido siempre un glotón. Cuando una tos ferina estaba a punto de llevárselo, mi abuela le dió a probar una compota de membrillo. Y resucitó. Tiempos. Tiempos que creíamos olvidados, superados para siempre por nuestra tan cacareada sociedad del bienestar. Y ahora...¿quién lo diría?

Traigo esto a vuestra consideración por las penurias y miserias que me ha contado esta mañana mi paciente Francisco Aguayo, quien, en el paro, sin prestación económica alguna y un negocio familiar totalmente en quiebra, embargado por sus acreedores y por el Banco, sostiene a su familia con la beca salario de su hijo mayor. Apenas hemos hablado de su enfermedad, ¿para qué? La depresión que arrastra lo condiciona absolutamente todo. Se ha negado a tomar las pastillas del psiquiatra; se ha tirado un mes entero sin pisar la puerta de la calle, avergonzado; se confiesa acorralado, sin salida. Y uno llega a ponerse en lo peor. "¿Se ha enterado usted de lo del hombre ése de Bilbao"?, me dice. "Sí, claro que sí". "Pues en eso pienso yo todos los días".


¡Santo Dios! Y ahora, después de tanto conseguido, vamos camino de avanzar sesenta años para atrás. No puede ser. Todavía no acabamos de creérnoslo, pero ya está pasando. Hay muchos más Aguayos. Gente corriente que aún puede pasear por la calle disimulando su precariedad gracias a la pensión de los padres o a las becas de los hijos. Pero más pronto que tarde caerá la espada de Damocles sobre sus cabezas. Uno se cree a salvo. Uno se cree intocable. Yo, con mis años de experiencia, mi plaza en propiedad, mi prestigio profesional...A mí no me va a tocar. Cuando los chupasangre vengan a por mí me pillarán desprevenido. Y a vosotros, también.

1 comentario:

  1. Brilante y profético final, amigo José Mª, pues como dijo nuestro paisano Séneca "Cuando la adversidad arrecia, ya es tarde para ser cautos".
    Espero que entre todos consigamos despertar del letargo en que nos encontramos sumidos los ciudadanos y recuperemos el destino que nos corresponde y que nos estan robando.
    Un abrazo

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