Tenemos las criaturas el defecto de generalizar, de hacer extensiva a todo un colectivo la conducta de un particular. Si un maestro es un petardo, todos los docentes lo son; si un médico se equivoca, todos los galenos son unos "mataos"; si un cura pierde aceite, todos son maricones; si un fontanero te inunda la cocina, todos los "artistas" son unos chapuceros. Y, desde luego, que éso no es así. Ni siquiera en la política, fíjate tú, aunque a todos nos parezca lo contrario, que hoy en día no hay políticos decentes. Alguno habrá por ahí.
Hoy quiero hablaros, no de políticos, tan manidos, sino de curas, bueno, de algunos curas. Y voy a hablar bien de ellos. En general, el clero suele estar en la picota mediática casi siempre por escándalos sexuales. No es el caso, no entro en ello y, desde luego, no voy a cometer el error de generalizar. Me refiero a otra cosa, hablo de gente buena, honesta y comprometida con su vocación, de personas admirables a quienes conocí hace ya demasiados años, que se cruzaron en nuestras vidas, las de mis amigos y la mía propia, justo en el momento en que más lo necesitábamos.
Contrariamente a lo que alguien puede creer conservo un recuerdo muy positivo y agradable de mis relaciones con los muchos curas que han sido mis formadores en el seminario, desde don Gaspar en sus buenos tiempos, a don Eduardo, don Pedro Crespo, don Moisés... rematando con los que tanto nos ayudaron en nuestra última etapa, que son los auténticos protagonistas del presente relato.
El relato que váis a leer consiste en varios extractos de copia y pega de un capítulo de un libro personal e íntimo que escribí hace dos años. El objetivo prioritario de esta entrega es hacer llegar al corazón de estos curas el sentido agradecimiento de quienes los disfrutamos largos y provechosos años de juventud. Pepe González es aún joven, se mantiene sano y tendrá más tiempo y ocasión de departir con nosotros éstos y otros asuntos. Pero Luís y Antonio están ya mayores y quiero que lean ésto antes de que aparezcan las dichosas cataratas o se les nuble el entendimiento. Ahí lo tenéis.
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Me cuesta tomar decisiones importantes, calculo demasiado los pros y los contra, los efectos colaterales, las repercusiones en mí mismo y en otros. En muchas ocasiones no hago la famosa lista de puntos fuertes y puntos débiles a la hora de decidirme por algo, sino que me fío de mi intuición, casi siempre cobarde. Parece como si necesitara del empujón de alguien. Mi suerte es que hasta ahora siempre he contado con ese alguien, ese alma buena, llámese amigo, llámese Peque, llámese cura.
Ninguna etapa de mi vida ha sido tan difícil para mí como la del año del Señor de 1973: abandonar el seminario, mi casa de niño y de mocito, mi otra familia con la que ya llevo convividos tantos años como con mis padres y hermanos en tiempo real, mucho más si ese tiempo lo medimos en vivencias y en emociones. Salirme de cura. Me río ahora de las estrecheces sufridas en los Ángeles o de las dificultades de los primeros cursos de medicina, coser y cantar el periodo de MIR, incluso la Mili. Ni siquiera las guardias en el Reina Sofía, tan sufridas como todas, tienen punto de comparación. Las razones del zarandeo a mi vocación eran principalmente mi enamoramiento con la Peque, la escasa utilidad social que yo le veía al sacerdocio comparado con el ejercicio de la medicina y la despropoción entre servicio y sacrificio. En el último viaje en tren correo de Sevilla a Córdoba la decisión final ya había sido tomada después de todo un curso de incertidumbres, preocupaciones y consultas. Por ello voy relajado, como quien se ha despojado de un gran fardo de las espaldas. Viajo, además, confiado y seguro. Y muy ilusionado con el estreno de una nueva vida, y con la esperanza, aún por llegar, del sí te quiero de la Peque.
Entonces debo dejar el seminario. Hoy sería la cuestión más fácil del mundo, se cambia de colegio como si tal cosa, sobre todo si tienes un amigo en la inspección. Pero el seminario, nuestro seminario, no era lo mismo. Ni eran aquéllos los tiempos de hoy. Llevas diez años protegido por estas santas paredes, conviviendo con esta tu otra familia, creyéndote un ser elegido por Dios para impartir su doctrina, creyéndotelo de verdad, estás en tu ambiente, te sientes importante y querido, has mamado esta forma de vida, las misas, los cánticos gregorianos, las semanas de ejercicios espirituales, la Filosofía, la Metafísica, Cristología…Te has amoldado tanto a esta vida que la eventual salida te atemoriza, hace tambalearse tus apoyos, tus cimientos vivenciales. Salir del seminario se te antoja como un salto al vacío, a lo desconocido, al mundo exterior, al mundo real. Nadie te obliga a quedarte, no es el caso de una secta, no, tienes libertad para decidir lo que quieras, pero cuesta un montón. Podría, incluso, costar una enfermedad.
No sé cuánto tiempo se hubiera demorado mi decisión final de no haber sido por la ayuda de nuestros curas. Luis Briones y Antonio Prieto son los curas en activo más decentes y coherentes con su fe y con su oficio que jamás hayamos conocido ni conoceremos. Pascual Jiménez formó con ellos dos el trío sacerdotal que nos tutorizó en San Telmo, pero, hombre bueno, bueno de verdad, murió pronto de un Linfoma de Hodgkin. Pascual, don Pascual, era como nuestro hermano mayor al que siempre recurríamos para conseguir lo que quisiéramos, cosas como llegar más tarde por las noches o viajar a nuestros pueblos respectivos en auto stop, cosas que los otros dos, el Briones y el Prieto, más serios y sesudos, no acababan de ver. Lo sustituyó otro cura de los de quitarse el sombrero: Pepe González Palma, del mismísimo estilo de honradez y bonhomía. Finalmente, Pepe se secularizó y continúa siendo un sacerdote casado y con hijos con una vida tan ejemplarizante como la de antes. Antonio Prieto se encuentra ahora algo apartado de su actividad pastoral por achaques médicos, y Luis Briones está hecho un toro. Hace unos meses fuimos a su parroquia de Córdoba, en el polígono del Guadalquivir, a disfrutar con él de la celebración eucarística concelebrada que conmemoraba sus bodas de oro como sacerdote. ¡Qué hombre! Con 73 años, parecía un chaval. ¡Qué potencia de voz en los cánticos, qué entusiasmo en el mensaje, qué capacidad para atraer al público, su público! En su homilía dejó una perla preciosa: “ser cristiano solamente significa ser seguidor de Cristo y de sus enseñanzas. Y Cristo fue pobre, se rodeó de gente humilde y rechazó el poder y las influencias. Y predicó el amor al prójimo. Quien de vosotros haga de esto la guía de su vida será el mejor de los cristianos”. En boca de otros curas este mensaje puede parecer rutinario. De labios de Luis es la verdad evangélica universal. Porque lo hace creíble, porque lo dice alguien que vive lo que predica.
La labor que desarrollaron con nosotros en san Telmo fue ejemplar. Fueron verdaderos padres espirituales, profesores y amigos. Luis era el rector, Antonio Prieto hacía de todo y Pepe era el director espiritual de nuestro grupo, el de los Pajaritos. Conmigo, en particular, Pepe fue crucial, quien más me ayudó, a quien en todo momento sentí cercano. Es mi ídolo, mi referente. Cayeron en nuestras vidas en el momento justo, cuando más lo necesitábamos, parece que hubiesen sido puestos a conciencia para sacarnos de un enorme atolladero. Alguien puede pensar que flaco fue el favor que le hicieron a la Iglesia favoreciendo nuestra salida casi masiva del seminario. Vale, se acepta. Pero a nosotros nos ayudaron como nadie en una etapa crítica: la encrucijada de seguir para cura o cortar de una vez por lo sano. Supieron orientarnos, nos hablaron claro de lo que estábamos sufriendo, algo nada novedoso para ellos, curtidos en tantas otras luchas internas de conciencia, lo nuestro se llamaba crisis de identidad sacerdotal, no encontrarle sentido a tanto sacrificio. Que todos los curas pasan varias de esas crisis, y que hay que saber superarlas…o desistir de una vez. Percibieron antes y mejor que nosotros que nuestro destino estaba fuera del sacerdocio y nos lo pusieron lo menos difícil posible, nos ayudaron a acertar. ¡Hasta llegaron a conocer a nuestras futuras santas! A Antonio Prieto le pareció la “araílla” (la Peque) poca cosa para mí, claro, él tan larguirucho las prefería altas y espigadas, pero a Pepe González le encantó. Se conoce que el Prieto ha tenido de siempre mal gusto para las mujeres.
Hay gente que viene al mundo con una misión: ayudar a los demás. Estos curas pertenecen a ese elenco. Todos nosotros, el grupo de los Pajaritos, llevaremos siempre a estos cuatro curas en las entretelas de la conciencia, en la mochila de nuestra travesía vital.
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Pascual, Luís, Antonio, Pepe: podéis estar bien tranquilos. Gracias a vuestra dedicación y a vuestro cariño habéis librado a la Iglesia de unos curas contestatarios, calientes y enamoradizos que no hubieran hecho otra cosa que alimentar la lista negra de los curas licenciosos y "follaores". Y al mismo tiempo habéis proporcionado un gran servicio a la sociedad civil, poniendo en circulación a unas personas limpias de mente, honestas y responsables, cada una en su campo, que se afanan en vivir sus oficios de la manera que han visto y vivido de vosotros: con verdadera vocación de servicio.
Pascual, Luís, Antonio y Pepe: Gracias, muchísimas gracias de parte de todos los curas que han salido de san Telmo y también de parte de aquéllos que nos quedamos solamente en proyecto.
Por gente como vosotros vale la pena volver a creer en Dios.