Viniendo de la verde frescura y la tranquilidad del norte, la llegada al apartamento de Benalmádena es una bofetada de calor y de gentío. Nada que no sepáis.
No me pronuncio sobre la playa, la Peque es hidrófoba y yo prefiero la comodidad de la piscina. Solamente por la mañana muy temprano, antes de que despunte el sol, pisamos la arena húmeda y asentada sin más humanidad que algunos grupitos esparcidos que, en silencio, estiran o doblan sus cuerpos preparándose para la sesión de taichí y cuatro guiris orondos, pero fibrosos, que se remojan desafiando gustosos al relente y a la humedad. A esa hora disfrutamos de una largo y sosegado paseo, siempre tras el rastro de las pequeñas y graciosas huellas de nuestra Pegui que corretea a sus anchas y que se mea día tras otro, parece que adrede, en el palo que aguanta el cartelito dichoso de "no dogs".
El resto del día lo pasamos en casa leyendo la prensa, cambiando cuadros de sitio, poniendo el sofá así o asao, llevando cosas al trastero, haciendo los mandados..., al abrigo del calor pegajoso. A ratos nos asomamos por la terraza que da a la calle para ver y criticar a las riadas sucesivas e interminables de playistas que, en bañador o en parejo, ora para arriba, ora para abajo, exhiben o insinúan sin pudor alguno adiposidades y carne magra a partes iguales. Uno, lógicamente, se fija más en las jovencitas de piernas kilométricas y culitos altos y prietos, inocentes incitadoras de lascivia, que en sus mamás, claro está, cuyas abundancias y flacideces invitan a la castidad. La Peque defiende a su género: "pues anda que los tíos, con esas panzas cerveceras..." Almuerzo casero, siesta y lectura en la piscina entretienen nuestras tardes. Resulta apacible, sí, la andadura nocturna por el paseo marítimo tan animado de grupos familiares, sobre todo foráneos, de gente pintoresca, de tenderetes de cualquier cosa, de tiendas de ropitas, de bares y de restaurantes con sus perfumes tan envolventes a pescaito frito, a espetos y a paella.
Antes de éso, con el sol ya traspuesto por detrás del edificio de "Las Naciones", me doy un remojo en la piscina, solitaria a esas horas. Mientras nado de espaldas flotando entre trozos de grama y flores de buganvillas, indicio cierto de los juegos y saltos recientes de tres hermanitos de Lucena, abro los ojos para contemplar un cielo azul marino, nítido y limpio, pero solo logro alcanzar un trozito. El resto de mi campo visual lo componen ciento veinte balcones del edificio de enfrente. Balcones variopintos con todos sus avíos: el perrito casero que ladra al de al lado, la jaula con su canario, el aparato horroroso del aire acondicionado, la diabólica antena parabólica de metro y medio, los tendederos atestados de toallas de colores, bañadores, sostenes y bragas, la jovencita que guasea con el móvil, el matrimonio mayor, ella y él, ya vestidos de limpio que se asoman a la calle antes de salir...Ciento veinte balcones y un cachito de cielo.
Y entonces cierro los ojos y me veo bañándome en las aguas gélidas y cristalinas del río Vellós, del Yaga, o del río Vero. Dios, ¡qué diferencia!
¡¡¡Viva el Pirineo!!!
El Aras en Boltaña , el Garona en el Valle de Aran .....
ResponderEliminar