La doctora Hidalgo, compañera de endocrino, está saliendo de una habitación dando bufidos. Me cruzo con ella al entrar.
-¿Qué pasa Juana? -le digo a modo de saludo.
-¿Qué va a pasar? Nada. Lo de siempre, que esta mujer es un borrico. -Y señala a una paciente muy obesa que está tumbada en la cama-. No hay manera de hacerle perder peso. Me tiene aburrida.
-Paciencia, hija.
-Ya, qué remedio.
La mujer en cuestión no es paciente mía. Yo vengo a ver a la compañera de la cama de al lado. La doctora Hidalgo ya se ha ido y me encuentro a solas con las dos mujeres. Están acabando el desayuno. Al cabo de nada entra una auxiliar para retirar las bandejas de la comida. Ea, todo limpito y preparado para la visita médica. De nuevo a solas. Estoy charlando con mi paciente cuando, en un momento de distracción, me da por mirar a la gordita. Se ha rodeado hacia la pared dándome la espalda. Calladita y con mucho sigilo ha sacado del cajón de su mesita de noche un papelón de jamón de por lo menos medio kilo. Y se lo está comiendo con un cacho de pan que tenía escondido. Al verse descubierta no sabe qué excusa buscar:
-Por favor doctor, usted tiene cara de bueno, ¡no le vaya a decir nada a mi doctora, por favor! -Y me echo a reír, a ver...
La mujer es para verla: unos ciento veinte kilos, así a ojo de buen cubero, cuyas abundancias sebáceas rebasan los bordes de la cama. Sentada, un grueso faldón de pellejo y de panículo adiposo le cuelga por delante de lo que un día fuera una barriga normal, debajo del cual podemos suponer que se ocultan sus partes. Pese a la limpieza de la habitación, el fregoteo corporal que las auxiliares acaban de darle y las pulverizaciones de spray ambientador, se respira ahí cerca un penetrante tufillo a sobaco rancio.
-Pero mujer...¡Con todo el empeño que está poniendo su doctora..!
-Ya lo sé, -se pone en tono lastimero- pero es que este cuerpo mío no aguanta hasta el mediodía con una manzanilla y cuatro galletas sin azúcar, compréndalo usted.
-Claro que lo comprendo, pero entonces dígaselo usted a la doctora, que no puede con esta dieta, a lo mejor puede usted ser operada del estómago, no sé, hay otras alternativas. Pero no la engañe. Así, desde luego, no va a conseguir nada.
La mujer se queda compungida, pero no pierde pellada, el jamón vuela del papel. Y sigo echando leña al fuego, más que nada para provocarla:
-Además, supongo, su diabetes estará muy mal controlada ¿verdad?
-¿Mi azúcar, dice usted? -Casi se atraganta-. Por las nubes, hijo, por las nubes.
-¿Lo ve? Es que no puede ser.
Se queda un momento pensativa después de engullir el último bocado.
-Yo creo, doctor, -me espeta muy solemne- que lo que yo necesito es un páncreas artificial.
La madre que la parió a la puñetera.
-Por favor doctor, usted tiene cara de bueno, ¡no le vaya a decir nada a mi doctora, por favor! -Y me echo a reír, a ver...
La mujer es para verla: unos ciento veinte kilos, así a ojo de buen cubero, cuyas abundancias sebáceas rebasan los bordes de la cama. Sentada, un grueso faldón de pellejo y de panículo adiposo le cuelga por delante de lo que un día fuera una barriga normal, debajo del cual podemos suponer que se ocultan sus partes. Pese a la limpieza de la habitación, el fregoteo corporal que las auxiliares acaban de darle y las pulverizaciones de spray ambientador, se respira ahí cerca un penetrante tufillo a sobaco rancio.
-Pero mujer...¡Con todo el empeño que está poniendo su doctora..!
-Ya lo sé, -se pone en tono lastimero- pero es que este cuerpo mío no aguanta hasta el mediodía con una manzanilla y cuatro galletas sin azúcar, compréndalo usted.
-Claro que lo comprendo, pero entonces dígaselo usted a la doctora, que no puede con esta dieta, a lo mejor puede usted ser operada del estómago, no sé, hay otras alternativas. Pero no la engañe. Así, desde luego, no va a conseguir nada.
La mujer se queda compungida, pero no pierde pellada, el jamón vuela del papel. Y sigo echando leña al fuego, más que nada para provocarla:
-Además, supongo, su diabetes estará muy mal controlada ¿verdad?
-¿Mi azúcar, dice usted? -Casi se atraganta-. Por las nubes, hijo, por las nubes.
-¿Lo ve? Es que no puede ser.
Se queda un momento pensativa después de engullir el último bocado.
-Yo creo, doctor, -me espeta muy solemne- que lo que yo necesito es un páncreas artificial.
La madre que la parió a la puñetera.
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