lunes, 24 de febrero de 2014

La impericia del intelectual

Haciendo limpieza en una de las cámaras de la casa de mis suegros -cosa tan socorrida para nuestras mujeres-, la Peque ha recuperado para la posteridad un documento inédito que yo había dado ya por perdido. Lo retoco un poco para adaptarlo a la época -yo creo que es de principio de siglo- y... ahí lo lleváis.

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 Para nosotros, pobres hombres, resulta un  misterio insondable el empeño de las mujeres en arruinar ese instante tan confortable y cuasi onírico de la sobremesa inmediata, en el que sólo pega desabrocharse el cinto, destensar la pancita repleta y quedarse uno medio traspuesto, para reducirlo a un momento sórdido de recoger el hule, despejar el fregadero, colocar el lavavajillas o pasar la bayeta por la vitro. ¡Qué ganas de importunar!
Con bastante más guasa que vergüenza acostumbro a bromear con mi hija -con motivo de mi escaqueo de esas tareas domésticas- aduciendo una coletilla célebre ya en mi casa: "¡Hija, yo soy un intelectual!" Y ella, muy a su pesar, suele seguirme la corriente. Y  lo hace, pienso, no por compasión de su padre, que es un carota, sino porque el enlentecimiento del riego cerebral que se produce después de llenar la tripa la deja medio atontada y mucho más proclive al cachondeo y a la relajación de sus profundas convicciones anti machistas. Pero, claro, tengo que aprovechar esos escasos diez o quince minutos, que es lo que tarda la gente nueva en hacer la digestión (la nuestra eran tres horas de reloj), porque cuando el riego se reestablece, la condescendencia pasa a fina ironía: "Mami, cómo se te ocurre mandar a éste a recoger la ropa del tendedero? Ésas son cosas nuestras. ¡Él es un intelectual!"

Fijaros que me consideraba un hombre de suerte entre otras muchas cosas porque nunca había tenido el coñazo de un pinchazo en la carretera. Mi rutina y mi cerebro cuadriculado no aceptan fácilmente un contratiempo así de inoportuno. Y mi escasa maña, menos. Pero algún día tendría que llegar... El día que eso ocurra -pensaba con solvencia calculada- aviso a la grúa y ya está. Y ocurrió.

La tarde de un viernes de los de antes, de cuando los móviles eran cacharros misteriosos para mi mujer, recibo -qué curioso- una llamada del móvil de la Peque. "Algo mu gordo tiene que ser"- pensé asustado. Eran las ocho menos cuarto y ella debería de estar ya llegando al hospital para empezar su turno de noche. "Verás tú si se ha pegado un tortazo por ahí". "Mira, Sema, escucha -empieza tan tranquila como si nada-, que se me ha pinchao el coche..."

A mí no me vengáis con tonterías, uno no está preparado para eso. Es un viernes por la noche, mi hija, ultimándose para salir, mi mujer, en el trabajo... nadie que me moleste. Puedo, si quiero, irme al cine, quedar con los amigos aquí en mi casa y poner la cocina patas arriba de botellas de cerveza y de platos y vasos sucios... ya aguantaré mañana la bronca, o simplemente quedarme anestesiado en el sofá hasta que empiece, de madrugada, la peli porno del Canal plus. ¡Joer, a mis anchas! ¡Anda que no celebramos los hombres unas horas así, de soledad obligada! No, ni ná!

"¡La madre que parió...! Cómo ha sido eso, mujer". "Pos ná, que noté un golpetaso en los bajos del coche y menos mal que me ha pillado  cerca de esta gasolinera, ésta que está al lado de Urende, ¿sabes cuál te digo?" "Sí, sí, sigue". "Eso, y cuando he aparcado era eso, que he pinchao... "Y qué vas a hacer ahora" -se me ocurre una pregunta así de tonta. "¿Cómo que qué voy a hacer? Tendrás que venir, no te parece?"

La respuesta buena, la lógica, hubiera sido la que todos estáis pensando: No te apures Peque. En el mismo parabrisas tienes una pegatina con el número de teléfono de Génesis. Llama para que te manden la grúa, que yo salgo ahora mismo para allá. Pues no. Nervioso, contrariado y cabreado le suelto un vaya por Dios, cómo coño te la has apañado, treinta años de conducción y a mí nunca me ha pasao ná... Y encima ella, con su sorna: "Más que nada lo he hecho para fastidiar, so tonto pelao. Anda y vente ya pacá..."

-¿Qué pasa, papi?

Mi hija baja las escaleras súper arregladísima. Se me viene a la cabeza recriminarle por sus pestañas postizas, por el carboncillo excesivo en sus ojazos, por sus labios exagerados de carmín, por las patorras que enseña sin pudor, niña cuando te sientes to el mundo te va a ver el potorro, me cachis ya. Pero no le digo nada porque en realidad tengo envidia de su desenvoltura, de su lozanía y, sobre todo en estos precisos momentos, de su desentendimiento del problema que se me viene encima.
-Ná, que a la mami se le ha pinchao una rueda.
-Ahí te quiero ver... ¡Intelectual! -Se ríe como si nada-. No te compliques hombre, llama a la grúa.

No me preguntéis por qué, ni yo mismo lo sé, pero me pudo el amor propio y me dije algo así como si yo no iba a ser capaz de cambiar una rueda. ¡Con dos cojones!
-No. Las horas que son, me van a dar las tantas esperando la grúa. Me largo ya. Ve llamando al Jaime, le dices lo que ha pasado y que lo espero en la gasolinera de Urende. Que me socorra.

Por el camino iba visualizando mentalmente los pasos sucesivos que requiere tan novedosa maniobra para mí. De todas formas me tranquilizaba pensar que Jaime se ha visto en situaciones parecidas, como cuando le reventó una rueda por la carretera de Lora y supo arreglárselas solito.

Llegado a la gasolinera, mostré una autosuficiencia impropia para impresionar a mi mujer, mirad si seré inocente. "Sigue tú para el hospital con mi coche, ya vas tarde, que yo me hago cargo". "¿Tú solo?" -pregunta desconfiada. "Amos hombre -respondo haciéndome el ofendido-. De todas formas, va a venir Jaime, entre los dos arreglamos esto en un periquete. Anda, vete ya".

Manos a la obra. Lo primero, situarme. El coche está en la zona periférica de la gasolinera, donde las máquinas de presión y del agua. No estorbo a nadie.  Todavía en caso de mucho apuro puedo pedir ayuda a los operarios, pero no creo que haga falta. Oteo el horizonte hacia Tomares, a ver si veo llegar el coche de Jaime. Nada. Bueno, venga. Vamos a por la rueda de repuesto. ¿Dónde está? Abro el maletero y levanto la tapa. Espero encontrarla ahí, pero no. En mi coche, sí, pero en éste, no. ¡Coño! Levanto el capó delantero por si estuviera allí. Tampoco. ¡Joer, joer, joer... ya empezamos. Miro para Tomares y Jaime sin venir. ¿Será cosa que este coche no tenga rueda de repuesto? ¿Cómo va a ser eso, hombre? Me dio por tenderme panza arriba y meter la cabeza en los bajos, que eso es lo que hacen en los talleres, que yo lo he visto. Y, oye, allí estaba! ¡Eureka! Pero, a ver cómo la saco. La rueda se aloja dentro de una carcasa de varillas de hierro enrejadas que, a su vez, está sujeta al techo por un tornillo enroscado que atraviesa el suelo del maletero. Intento salir de los bajos del coche, pero yo no dispongo de una plataforma con ruedas, como tienen los mecánicos, sino a pulso, hincando los codos y arrastrando el culo. Cuando consigo ponerme en pie tengo calambres en los abdominales, verás tú si me voy a herniar y tó. Con el maletero abierto, identifico la tuerca bajo la tapadera. Vamos allá. Imposible desenroscar a mano. ¡Me cago ya en la...! Rebuscando con la viveza que da el apremio, di con lo que resultó ser una llave de tornillos. Resoplé aliviado. Más todavía cuando comprobé que la llave se adaptaba a la tuerca y que aquello empezaba a aflojar. Sobre unas trescientas vueltas tenía el mecanismo, la madre que lo parió. La tarde avanza y se me va a echar la noche encima. Noto ya la boca seca, síntoma inequívoca de nervios, ¡dónde estará el Jaime de los cojones? Al fin cae la rueda. En el estrépito de la caída observo que viene acompañada de un artilugio, una caja negra alargada de plástico duro. Esto será el gato, pensé, ea ya no tengo que buscarlo. Me tomo un respiro para estirazar la espalda encorvada y para echar una última y desesperada mirada a Tomares: este tío no viene ya, arréglatelas como puedas. Y los labios, pegados de secos.

Aflojar los tornillos de la rueda pinchada, aparte de agujetas en los hombros para dos semanas, me produjo energía para seguir -si he podido con esto puedo con todo- y una risa floja al acabar la faena, pensando si me vieran de esta guisa mi mujer y mi hija, "Anda el intelectual".

Vamos a por el gato. Examino con atención el artilugio. No le encuentro las formas que uno esperaría. Me recuerda a como si a un traumatólogo le ponemos delante un aparato de electrocardiograma. Doy vueltas en mis manos a una pieza rectangular de plástico duro sin que pueda apreciar en ella nada que se parezca a una palanca o una manivela. Voy a probar... a ver. Lo meto vertical, entre el suelo y el bajo del coche. Cabe justo pero no tengo donde maniobrar para que aquello se mueva. ¡Qué cosa más rara... Esto no puede ser así! Nunca he visto un gato como éste, hay que ver las modernuras... Me siento en el suelo y me entra, otra vez, la risa floja. ¿Cuánto tiempo llevo aquí...? ¡A que se me hace de noche...! Decidido, tiro con fuerza para sacarlo del anclaje y... ¡vaya sorpresa! el artilugio se abre por la mitad y se deja caer, impaciente por salir, el gato verdadero. ¡Qué vergüenza, tío! Había estado maniobrando con el estuche.  Instintivamente, miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie me hubiera visto. ¡Tiene delito la cosa!
El gato verdadero se portó como un amigo (no como otros, ya le cantaré las cuarenta). El resto me salió divinamente, salvo que quise apretar los tornillos de la rueda de repuesto con el coche aún suspendido, pero enseguida me di cuenta de que no. El coche bajó al suelo y  resopló, como yo. La rueda pinchada, el gato y la carcasa de alambres enjaulados entraron rápido en el maletero al tiempo que la saliva volvía a mis labios. Esto se acaba.

Y así, sucio de grasa, sudoroso y desastrado, como a mí me gusta, como yo he sido siempre antes de convertirme en un intelectual, volví triunfante a mi casa... a las nueve y media de la noche. Más de una hora, tío, en cambiar una rueda. Y sin nadie a quien contárselo. Me dan ganas terribles de tirarme exhausto en el sofá, como quien viene de una guardia, como llegaba muerto a san Pelagio después de las batallas campales en san Eulogio los jueves por la tarde. Pero me reprimo viéndome comido de mierda. ¡Buena es la Peque...! En esto, suena el teléfono: "Qué te ha pasado?"  Es el Jaime. A buenas horas. Resulta que se encontraba en Santiponce comprando unas lozas para su obra del jardín cuando le llegó el SOS de mi hija, que se ha encontrado un atasco como no se veía desde las obras de la Expo y que acababa de llegar a su casa. "No sé que habrá sido peor -me dice- lo de tu rueda o lo de mi atasco". "Yo te lo diré, amigo: lo mío". "¿Pero, tío gilón,  por que no has llamado a la grúa?" "Eso, encima regáñame."

Después de esto hemos tenido, la Peque y yo, algunos percances más con los coches, claro. Siempre hemos llamado a la grúa y tan ricamente. Pero, la verdad, no me arrepiento de lo que os cuento. Fue una experiencia interesante que tenía que pasar y que me gusta engarzar con uno de esos latinazgos que tanto gustan a Agustín y a Paco Gálvez: "Intellectus apretatus discurrit qui rabiat". Cuando la necesidad aprieta hasta el intelectual aprende. Más o menos.


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