miércoles, 5 de febrero de 2014

3 de febrero, san Blas

Uno, friolero; dos, candelero; tres, san Blas. De esta manera bautizaban los viejos de mi pueblo los tres primeros días de febrero. Aquellos mismos viejos -entre los que cuento a mi abuelo Manolo- que predecían los rigores y caprichos del tiempo sin la modernura de las isobaras y los satélites sino con la ayuda de las impredecibles cabañuelas.
 
Anteanoche, uno de febrero, mi pueblo ardía por todas sus esquinas. Es la fiesta de la Candelaria. Desde "Las Moraíllas", las deshilachadas columnas de humo partían de blanco y gris la negrura de la noche. La Peque y servidor llegábamos de Córdoba de celebrar la jubilación de Frasqui y Pilar.
 
-¡Ofú, Peque, la Candelaria! -le digo haciéndome el contrariado para ir quitándole ganas.
-No te preocupes que yo tampoco tengo cuerpo.
 
Alivio. Mi cuñada Conchi o mi hermana Carmen montan unas candelas tremendas delante misma de sus puertas o cocheras a cuyo derredor acuden, como moscas a un pastel, sus respectivas pandillas a calentarse y luego a ponerse como obispos de chuletas, chorizos y morcillas asados al rescoldo. Y no escasearán los caldos variados, el chocolate ni los dulces caseros. Un festín totalmente prohibitivo para unos estómagos, como el de la Peque y el mío, eructando aún recuerdos sabrosones de las Bodegas Campos.
 
-Esta noche nos quedamos en casa ¿vale?
-Pos claro que sí so grasioso -me responde mi mujer la mar de cariñosa. Es de estas veces que uno, como hombre que es, no acierta a comprender qué ha hecho para merecer tal lisonja inesperada. Ellas sabrán.
 
A las diez de la noche y con tres grados en la calle, llaman a la puerta.
 
-¿Quién será el subnormal que llama a estas horas? -protesta enseguida la Peque.
-¡Calla mujer -la corrijo-. ¿A qué te apuestas que es mi papa?
 
No podía ser otro. Si ve mi coche -u otro que se le parezca- en la puerta de mis suegros llama. Él no lleva reloj, le da igual la hora.
 
-Pero papa ¡dónde vas a estas horas? -le hago pasar y que se siente con nosotros un ratito.
-Iba pabajo, pa mi casa, pero he visto el coche...
 
Y lo que iba a ser un ratito se prolonga una hora de cháchara entre mi suegro y él contándose y llevándose la contraria sobre cosas mil veces repetidas de sus hazañas respectivas en el cortijo.
 
-Anda, te alargo en el coche que hace mucho frío pa un viejo -le digo para animarlo a irse.
-Ah sí, sí. Y de paso te traes los roscos de san Blas.
-¿Qué roscos, papa?
-¿Cuales van a ser? Los de todos los años, ¡los de la madrina...!

Hasta ahora, y gracias a mi blog, habéis ido conociendo a mi Peque, la Meli, Pepe, mi padre, mis hermanos y a vosotros, mis amigos. Sin embargo no conocéis aún a mi madrina. Dejadme un momento que os la presente. De veras que va a ser sólo un minuto.

Mi madrina se llama Francisca -nombre tan feo como común en nuestros pueblos-, no tuvo la pobre escapatoria alguna toda vez que ambos padres portaban el nombre del de Asís. Tiene, como mi padre, noventa años largos, su cabeza en su sitio y vive en Córdoba. Achacosa de una artrosis generalizada e invalidante y un "tumbor" en la matriz (al decir de ella), se ha visto obligada a dejar su casita del pueblo y trasladarse a la capital, al abrigo y cuidado de sus sobrinos carnales. Mi padrino -muerto ya hace unos años- y ella, a fuerza de parir sobrinos y más sobrinos, se quedaron sin hijos. Hijos naturales, se entiende, porque hijos adoptivos suyos fuimos casi todos los chaveas y adolescentes del pueblo.

Tenían un bar, famoso por su tapeo variado, donde me hice al té nocturno con mi padre, donde vimos por primera vez la televisión y en cuyos cuartos de arriba hemos hecho manitas todas las parejitas del pueblo. En su cocinilla -siempre humosa y oliendo a boquerones fritos- he almorzado tantas veces como en mi casa.

Mis padrinos han sido, de verdad, unos segundos padres para todos mis hermanos y para mí. Mi padre ayudaba en el bar, desde luego que sí, pero él sabrá mejor que nadie las recompensas recibidas de su hermano y amigo en dinero y en especie. Mi padre se ha matado a trabajar por su familia, cierto, pero no lo es menos que nosotros, sus hijos, hemos sobrevivido por la ayuda del bar, la de mis abuelos y por las cabras de mi chacha Chiquita. Sobre todos, yo.

Mi padre y mi padrino se llevaban sólo dos años y eran  amigos más que hermanos. Enamoraron juntos a mi madre y a mi madrina, amigas también entre ellas. Sus primeros años de casados vivieron las dos parejas en la casa de mi abuela Josefa y dormían en la misma cámara separadas sus camas por una cortinilla. Me imagino la de bromas picantes que les gastaría mi padre, con lo guasón que ha sido siempre, la risa contagiosa con cada cuesco de cualquiera de ellos, ¿quién ha sido el porcachón?, la vergüenza de las mujeres al escuchar su propio chorro de orina en la escupidera, la de polvos ahogados en aquellos colchones de paja tirados en el suelo... Aquello era vida mísera, vaya. Pero ellos lo cuentan tan divertido como cuando nosotros, los amigos, dormimos juntos en el Rocío o en el altillo de la casa del Pozuelo.

Han sido, de siempre, dos parejas íntimas. Tanto, que, ausentes ya mi madre y mi padrino, a mi padre se le iban las horas muertas visitando a mi madrina. Daba gusto ver a dos viejecitos todavía enteros sentados en la mesa estufa y charlando de sus cosas. Parecería que estuvieran enamorando.

-Papa, ¿tú has pensado que podrías casarte con la madrina?
-Anda, anda, para eso estamos...
-Que sepas que yo lo aprobaría, ¿qué malo hay en eso? Si sólo te falta acostarte con ella, estás aquí todo el santo día...
-Calla, calla, chiquillo.

Seguro que se le ha pasado por la cabeza. Pero es muy cobarde para estas cosas. Como yo. Luego, mi madrina se puso muy achacosa y dependiente y ya no hubo caso.

-Madrina, ¿tú te casarías con mi papa?
-¡"Aquiesús" qué cosas tienes! ¿Pa qué, pa echarnos el culo el uno al otro...? Déjalo, estamos bien así, por el día me da cuarenta vueltas y por la noche, cada mochuelo a su olivo. ¡Bastante tuve con el cabezón de tu padrino! -bromea con ésa tan suya sonrisa pícara. Se morirá, cuando Dios quiera, sin haber perdido una pizca de su sentido del humor, la muy puñetera. 

No falla. Cada año, por san Blas, llegan los roscos a mi casa. Es una tradición en mi pueblo: los padrinos regalan roscos a sus ahijados. Sesenta años recibiéndolos. Hasta en la mili tuve que comerme los roscos de san Blas de mi madrina.

Una mujer como pocas. Valiente, emprendedora, graciosa y ocurrente y, sobre todo, una mujer buena y generosa.

Mi querida madrina, La Chorro, ¡que Dios te bendiga!  

5 comentarios:

  1. Cuando, por tus descripciones, se va conociendo a tu familia, se explica uno de dónde te viene tanta humanidad. ¡Claro, con una familia así... cualquiera!
    Un abrazo.

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  2. La Chorro y su bar (con su mítica "camarilla") han formado parte de la vida de varias generaciones de palencianeros. No creo que nadie que la haya conocido pueda tener hacia ella un recuerdo que no sea amable y agradecido por la enorme paciencia y cariño que demostró siempre hacia todas aquellas pandillas de escandalosos jóvenes que se refugiaban en su bar. ¡Y qué tapas más exquisitas salían de aquella cocina tan diminuta!

    Desconocía que aún viviera, pero me alegro mucho de que el destino le haya premiado con una larga existencia.

    P.D. Felicidades a Frasqui y Pilar por haber alcanzado en tan buena forma la edad del "júbilo". Bodegas Campos no es precsiamente un mal sitio para celebrarlo.....

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    1. Así es, Sele. O José. O Francisco. Uno de los tres eres. Tú puedes preguntar en Tarragona a cualquier palencianero. Todo el mundo conoce a la Chorro. Por algo será. Tú, por tu edad tan temprana y por haber tenido luego novia forastera te perdiste la experiencia única de enamorar en aquellas camarillas tan divertidas

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  3. Anoche imprimí el artículo. Hoy se lo he leído a nuestra tía La Chorro. Se ha emocionado. Su comentario es que José María no dice ninguna mentira. "Todo lo que dice es verdad. Nosotros dormíamos en la parte de dentro. La madre de José María se puso de parto. Mi marido, nervioso, me preguntó qué hacía. Yo le dije que se quedara acostado hasta que pasara todo. Nosotros no podemos ayudar así que aquí quietecitos". Ese pudo ser el parto de José María. Ella no lo ha dicho. Yo no se lo he preguntado. ¡Qué tiempos aquellos!

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    1. Sí, pudo ser mi parto. Por más que lo intento y por portentosa que sea mi memoria, no consigo acordarme. Pero deduzco que fui yo. Mi hermana Josefa nació al mediodía. Mi padre siempre ha contado que a él le dieron la noticia de su primogénita estando podando encaramado en una de las enormes higueras de la huerta de la Capilla... y que, nervioso por bajarse rápido, por poco se desnuca del "jardalaso" que se pegó.

      Pepe, tú lo sabes bien, nuestros viejos se lo merecen todo. Y más.

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