Me imaginaba sentado en un banquillo frente por frente del juez y se me iba el pensamiento a los juicios del Bárcenas, del Blesa o de Del Nido. Yo, entrando en la sala enchaquetado y encopetado, deslumbrado por los flashes de los periodistas y escuchando en la calle el vocerío de las hordas que claman la zafia prosodia que merecen los ladrones de guante blanco. Yo, como uno de ellos. Así se veía la parte corrupta de mi cerebro. Es Satanás, que nunca descansa.
La realidad, empero, fue bien distinta. Me costó un kilómetro encontrar un aparcamiento y además en zona azul, no desperté el más mínimo interés entre los paisanos que paseaban a mi lado por la avenida de la Buhaira, no distinguí a periodista ni fotógrafo alguno y entré en el edificio como uno más, con mis pantalones y mi saquito de varios días. Afeitado, sí que iba. Y luego, no fue juez sino jueza, y no me sentaron en ningún banquillo, sino de pie todo el rato detrás de un micrófono a la altura de mi boca.
Ya me lo tiene advertido mi compañero Vicente, " Metes la pata con la mejor de las intenciones, a veces es mejor no menear tanto las cosas". Aunque pueda llevar razón mi colega, no soy capaz de permanecer impasible ante ciertas situaciones que afectan a mis pacientes. Y me las tengo tiesas con los médicos del Tribunal de Invalideces, por ejemplo, porque no comprendo algunas de las decisiones que toman sobre pacientes míos con enfermedades muy limitantes subsidiarias, a mi juicio, de incapacidad. Será por la crisis o será porque les cuesta un "güevo" salirse de su "libreto", el caso es que me llevan los demonios cuando me llega una resolución desfavorable. ¡Pero es que somos los médicos -yo el primero- tan imperfectos! Casi tanto como los abogados.
La realidad, empero, fue bien distinta. Me costó un kilómetro encontrar un aparcamiento y además en zona azul, no desperté el más mínimo interés entre los paisanos que paseaban a mi lado por la avenida de la Buhaira, no distinguí a periodista ni fotógrafo alguno y entré en el edificio como uno más, con mis pantalones y mi saquito de varios días. Afeitado, sí que iba. Y luego, no fue juez sino jueza, y no me sentaron en ningún banquillo, sino de pie todo el rato detrás de un micrófono a la altura de mi boca.
Ya me lo tiene advertido mi compañero Vicente, " Metes la pata con la mejor de las intenciones, a veces es mejor no menear tanto las cosas". Aunque pueda llevar razón mi colega, no soy capaz de permanecer impasible ante ciertas situaciones que afectan a mis pacientes. Y me las tengo tiesas con los médicos del Tribunal de Invalideces, por ejemplo, porque no comprendo algunas de las decisiones que toman sobre pacientes míos con enfermedades muy limitantes subsidiarias, a mi juicio, de incapacidad. Será por la crisis o será porque les cuesta un "güevo" salirse de su "libreto", el caso es que me llevan los demonios cuando me llega una resolución desfavorable. ¡Pero es que somos los médicos -yo el primero- tan imperfectos! Casi tanto como los abogados.
Pero esta vez he sido yo mismo. El imperfecto, el pardillo, el Quijote.
Una mujer joven, paciente mía, portadora de una enfermedad rara y bastante invalidante -el síndrome de fatiga crónico- ha sido rechazada de forma reiterada por el Tribunal de Evaluación de Incapacidades y dada, por tanto, como útil. De menos que nada han servido mis informes al respecto. Lástima de desperdicio el taco de folios escritos a dos caras donde se compendia todo el sumario médico de esta mujer. En estos casos periciales nunca acertamos los médicos, si te ajustas estrictamente a la realidad clínica resulta un informe pobre y poco convincente; si te explayas explicitando los males, sus consecuencias prácticas en la vida diaria y las limitaciones que suponen para la paciente, entonces se trata de un informe hecho adrede, inflado y quién sabe si hasta untado. Y dominado por la ira -cosa que no debiera- llego a escribir en el historial de esta mujer: "Como era de esperar, el Tribunal no le ha hecho ni puñetero caso".
Siendo esto nefasto para la pobre mujer para quien, en su medio rural, el único trabajo posible es el campo, mi decisiva influencia sobre ella ha podido servir para que salga de Guatemala y se meta de bruces en Guatepeor. Impulsado por mi cabreo ante tal injusticia y animado por un antecedente favorable de hace ya unos pocos de años (desde luego antes de la crisis), he insistido a la mujer para que reclame la decisión del Tribunal por vía judicial. Que yo me presto para acudir al juicio como perito/testigo. Y gratis, of course. Y me ha hecho caso. Y se ha embarcado. Recemos todos.
Hace un mes que recibí la cita judicial. Hace unos días fue el día de autos. Las instrucciones recibidas por el abogado defensor, en el mismo pasillo, sobre la marcha, fueron demasiado someras, "Nada, la juez te hará unas preguntas sobre esta enfermedad y ya está". Nadie en la sala, salvo nosotros. Un poco en alto, en un estrado, sentadas, la juez y una secretaria a su izquierda. Ya más abajo, a nivel del suelo, a la derecha, el abogado defensor, a la izquierda, la abogado contraria. Y en frente, de pie, yo.
Me pregunta la juez por la enfermedad de esta mujer. Y me extiendo casi como si estuviese dando una clase en la facultad. Me estaba gustando a mí mismo. Yo explico las cosas -a los alumnos de medicina- con un sentido muy práctico y con una jerga cercana y asequible. Porque lo que me interesa no es tanto que aprecien mis dotes de orador cuanto que aprendan y comprendan lo que les digo. Pues lo mismo. Y creía ver una viveza especial en los ojos de la juez. Y yo, tan ensimismado en lo mío que -la verdad- ni me fijé si estaba buena o era un callo. Fijaros. "Ya está la rata en la lata" -pensé.
Le toca el turno a la abogado de la parte contraria. Y en lugar de interesarse por la enfermedad y las posibles limitaciones que podría acarrear a mi paciente, va y sale por una tangente maliciosa e intencionada.
-¿Qué profesionales llevan el caso de esta mujer? -me pregunta.
-El psiquiatra, su médico de cabecera y yo -replico rápido.
-¿Nada más?
-Que yo sepa, nadie más.
-¿No es cierto -y aquí va toda la carga de malicia- que esta enfermedad la manejan los reumatólogos y los traumatólogos?
Lo que es ser novato! ¡Por Dios santo, un tío con sesenta y un años y treinta y cinco de experiencia médica y caer en una trampa tan simple! ¡Que coraje pasé luego! ¡Si hubiera podido rebobinar...! No, tendría que haber sido mi respuesta. NO, NO y NO.
-Sí, en efecto. Eso en la teoría -rectifiqué- porque en la práctica, al menos aquí, en Andalucía, no es así. Y no lo es porque esta es una enfermedad huérfana a la que nadie quiere como hija. Desde luego, los traumatólogos, ni caso porque en absoluto es una patología de su competencia. Y en lo que hace a los reumatólogos, se limitan a diagnosticarla y derivarla al médico de cabecera. Como ya antes he explicado a la juez, esta enfermedad es tremendamente frustrante no sólo para la paciente sino también para sus médicos. No tiene tratamiento.
-¿Por qué, entonces, se ha hecho usted cargo?
Está claro que es necesario estar entrenado para estas cuestiones, para saber regatear las zancadillas legales y seguramente legítimas que estos leguleyos te ponen. Porque a ellos les importa un bledo lo que sufra o deje de sufrir esta mujer. Y lo que es peor aún -me temo-, que crean que tampoco a los médicos nos importa nada, que todo consiste en hacer el trabajo de la manera más aséptica y eficaz posible. ¿Qué le respondo, la verdad, mi verdad o improviso algo? Yo soy muy malo para improvisar, se me va a notar... Me gustaría contestarle que lo hago por compasión, porque así lo dicta nuestro juramento hipocrático, porque de esa manera es como entendemos la medicina los internistas, porque alguien debe de hacerse cargo de aquello que nadie quiere, porque no puede ser que en nuestro siglo se trate a estos pacientes como apestados, porque... Nada, no responderé nada de eso. Resultaría totalmente incomprensible, irrisorio incluso, para mentes cuadriculadas y adiestradas en una dialéctica formalista, fría e insensible que no entienden otra cosa que ganar y perder.
-Los internistas nos ocupamos de cualquier patología médica. Somos especialistas de todo aquello que no requiera cirugía -respondí al fin secamente.
A la hora de los alegatos finales nuestro abogado defensor estuvo muy tibio, a mi parecer, dijo que en vista de la exposición tan explícita del médico le parecía lógico solicitar algún grado de invalidez para la paciente. ¡Algún grado...! Tío, tú pide lo máximo, ya vendrá luego la juez con las rebajas. Sin embargo, la otra parte estuvo mucho más contundente. Con toda la cara del mundo, la abogado pretendió rebatir mis argumentos basándose en que yo no era reumatólogo, como menospreciando la calidad de mis informes. ¡La madre que la parió! Y lo malo es que yo ya no podía defenderme.
La pelota, pues, en el tejado de la juez.
A la salida, departiendo los tres, la paciente, el abogado y yo, me quejé a este último, no ya de su tibieza -no soy tan temerario- sino de las argucias fulleras de la parte contraria.
-Es su obligación, hace su trabajo, que para eso le pagan.
Me dio mucho coraje. Tío ¿y cuál es tu trabajo? Podías haberme puesto sobre aviso, podrías haber mostrado más prestancia... qué sé yo... Al final -pensé- qué cierto es eso de que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz.
-Te vas a jubilar siendo lo que siempre has sido -me increpa mi amigo Vicente ya en el hospital.
-¿El qué? -le respondo sabiendo de antemano la respuesta suya.
-¡Un Quijote que no escarmienta!
Recemos todos para que la jueza tenga el fiel de nuestro lado. Amén.
Hace un mes que recibí la cita judicial. Hace unos días fue el día de autos. Las instrucciones recibidas por el abogado defensor, en el mismo pasillo, sobre la marcha, fueron demasiado someras, "Nada, la juez te hará unas preguntas sobre esta enfermedad y ya está". Nadie en la sala, salvo nosotros. Un poco en alto, en un estrado, sentadas, la juez y una secretaria a su izquierda. Ya más abajo, a nivel del suelo, a la derecha, el abogado defensor, a la izquierda, la abogado contraria. Y en frente, de pie, yo.
Me pregunta la juez por la enfermedad de esta mujer. Y me extiendo casi como si estuviese dando una clase en la facultad. Me estaba gustando a mí mismo. Yo explico las cosas -a los alumnos de medicina- con un sentido muy práctico y con una jerga cercana y asequible. Porque lo que me interesa no es tanto que aprecien mis dotes de orador cuanto que aprendan y comprendan lo que les digo. Pues lo mismo. Y creía ver una viveza especial en los ojos de la juez. Y yo, tan ensimismado en lo mío que -la verdad- ni me fijé si estaba buena o era un callo. Fijaros. "Ya está la rata en la lata" -pensé.
Le toca el turno a la abogado de la parte contraria. Y en lugar de interesarse por la enfermedad y las posibles limitaciones que podría acarrear a mi paciente, va y sale por una tangente maliciosa e intencionada.
-¿Qué profesionales llevan el caso de esta mujer? -me pregunta.
-El psiquiatra, su médico de cabecera y yo -replico rápido.
-¿Nada más?
-Que yo sepa, nadie más.
-¿No es cierto -y aquí va toda la carga de malicia- que esta enfermedad la manejan los reumatólogos y los traumatólogos?
Lo que es ser novato! ¡Por Dios santo, un tío con sesenta y un años y treinta y cinco de experiencia médica y caer en una trampa tan simple! ¡Que coraje pasé luego! ¡Si hubiera podido rebobinar...! No, tendría que haber sido mi respuesta. NO, NO y NO.
-Sí, en efecto. Eso en la teoría -rectifiqué- porque en la práctica, al menos aquí, en Andalucía, no es así. Y no lo es porque esta es una enfermedad huérfana a la que nadie quiere como hija. Desde luego, los traumatólogos, ni caso porque en absoluto es una patología de su competencia. Y en lo que hace a los reumatólogos, se limitan a diagnosticarla y derivarla al médico de cabecera. Como ya antes he explicado a la juez, esta enfermedad es tremendamente frustrante no sólo para la paciente sino también para sus médicos. No tiene tratamiento.
-¿Por qué, entonces, se ha hecho usted cargo?
Está claro que es necesario estar entrenado para estas cuestiones, para saber regatear las zancadillas legales y seguramente legítimas que estos leguleyos te ponen. Porque a ellos les importa un bledo lo que sufra o deje de sufrir esta mujer. Y lo que es peor aún -me temo-, que crean que tampoco a los médicos nos importa nada, que todo consiste en hacer el trabajo de la manera más aséptica y eficaz posible. ¿Qué le respondo, la verdad, mi verdad o improviso algo? Yo soy muy malo para improvisar, se me va a notar... Me gustaría contestarle que lo hago por compasión, porque así lo dicta nuestro juramento hipocrático, porque de esa manera es como entendemos la medicina los internistas, porque alguien debe de hacerse cargo de aquello que nadie quiere, porque no puede ser que en nuestro siglo se trate a estos pacientes como apestados, porque... Nada, no responderé nada de eso. Resultaría totalmente incomprensible, irrisorio incluso, para mentes cuadriculadas y adiestradas en una dialéctica formalista, fría e insensible que no entienden otra cosa que ganar y perder.
-Los internistas nos ocupamos de cualquier patología médica. Somos especialistas de todo aquello que no requiera cirugía -respondí al fin secamente.
A la hora de los alegatos finales nuestro abogado defensor estuvo muy tibio, a mi parecer, dijo que en vista de la exposición tan explícita del médico le parecía lógico solicitar algún grado de invalidez para la paciente. ¡Algún grado...! Tío, tú pide lo máximo, ya vendrá luego la juez con las rebajas. Sin embargo, la otra parte estuvo mucho más contundente. Con toda la cara del mundo, la abogado pretendió rebatir mis argumentos basándose en que yo no era reumatólogo, como menospreciando la calidad de mis informes. ¡La madre que la parió! Y lo malo es que yo ya no podía defenderme.
La pelota, pues, en el tejado de la juez.
A la salida, departiendo los tres, la paciente, el abogado y yo, me quejé a este último, no ya de su tibieza -no soy tan temerario- sino de las argucias fulleras de la parte contraria.
-Es su obligación, hace su trabajo, que para eso le pagan.
Me dio mucho coraje. Tío ¿y cuál es tu trabajo? Podías haberme puesto sobre aviso, podrías haber mostrado más prestancia... qué sé yo... Al final -pensé- qué cierto es eso de que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz.
-Te vas a jubilar siendo lo que siempre has sido -me increpa mi amigo Vicente ya en el hospital.
-¿El qué? -le respondo sabiendo de antemano la respuesta suya.
-¡Un Quijote que no escarmienta!
Recemos todos para que la jueza tenga el fiel de nuestro lado. Amén.
No se tiene constancia de que algún abogado haya ido al cielo.
ResponderEliminarTal vez los abogados no vayan al cielo, quién sabe, pero algunos médicos sí. Yo conozco tres que van seguro: este internista, un oncólogo y un urólogo, el primero vive en Sevilla como todo el mundo sabe. Los otros dos, uno en Córdoba y el otro en Madrid.
ResponderEliminarEste internista de quien habláis tiene el cielo aquí mismo. Mi familia y vosotros, mis amigos, sois todo el cielo que yo necesito.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Advocarum error litigatoribus nom noceat.
ResponderEliminarSi te viene este u otro abogado a tu consulta, ten cuidado, no lo vayas a desviar al ginecólogo; ¿o sí?
Vamos a traducir así a bote pronto. Corrígeme, Paco, si me equivoco: el error de los abogados no daña a los litigantes.
ResponderEliminarPero no creáis que les he cogido manía. De verdad que no. A fin de cuentas son tambien criaturas del Señor.
Bien traducido, pero con un matiz: no puede o no debiera (por el juez) dañar a los litigantes.
ResponderEliminarPor experiencia he tenido resultados algunos buenos pero otros mejor no recordarlos.
El mejor del que salí fue en el que contrate a uno de los más caros. Y sí, son todos hijos, ¿pero de que “señor”? ¿O a que señor adora cada uno? En fin que cada uno cuenta la feria según le va. Y como tú dices ni manías ni rencor, no merece la pena, un abrazo.
Ahora entiendo el sentido del latinazgo: es como una especie de recomendación, como queriendo decir, oye, que el error de los abogados no dañe a los litigantes. Vale, vale.
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