Domingo, once de la mañana. Un día de perros. No sé qué culpa tengan los canes de estos días lluviosos y desapacibles. La Peque ha de quedarse en casa cuidando a su madre enferma. Es saludable para la mente salir un ratito de la clínica en que se ha convertido la casona de mis suegros. Considero pecado mortal coger el coche en mi pueblo, debería ser obligatorio ir andando a cualquier sitio. Multa al canto a quien vaya en coche al bar. Pero hoy el cielo mea agua nieve.
Voy -en coche- a llevarle a mi padre su caja de vino. "Oye -me había dicho hace unas fechas-, ¿te sobrarían algunas botellas de ese vino que pedís tus amigos y tú para la Navidad?" "Claro que sí -le respondo-, ¿cuantas quieres?" "Psss... no sé... para el año, seis o siete, creo". Le gusta tomarse su copita de tinto en el almuerzo y, siendo tan exquisito para sus cosas, no quiere otro desde que probó el mío. "Vale, el próximo día que venga al pueblo te echo una caja".
No está en su casa, no está en el Convento, no está en la casa de mi hermana.
-¿Dónde coño está, Carmen, un día como hoy?
-¿Dónde va a estar? ¿Tú no lo sabes? ¡Pues en el bar de los viejos!
-¡Qué hombre! Luego se quejará de su "Pirifaringitis" como dice él.
-Tú no sabes lo castigoso que se está poniendo.
Dejo el vino y salgo a la calle a pie parapetado en mi paraguas. Me alargaré a verlo, me digo. Ni un cristiano en la calle. Ni un moro tampoco. La plaza, desierta. Lástima. La iglesia cerrada. No abrirá hasta el primer toque. Aún con la lluvia helada de hoy esta misma plaza, con sus naranjos y con sus bancos de testigos, era un magnífico campo de fútbol en mis tiempos de infante. ¿Cuántas peleíllas, cuantos resbalones y caídas, cuantos goles celebrados, cuantos coscorrones de don Juan el párroco cada vez que la pelota golpeaba contra el cancel de la iglesia! Hoy, ni un alma. Los chaveas duermen de haber trasnochado hasta las tantas o están enajenados con los wassapts. Tiempos. Atravieso el arco y llego a los "Cuatro Cantillos". No huele a candela de olivo, ni vomitan humo las bocanas de las chimeneas, ni hay matanza en la puerta de Marcos, con lo agradable que era todo eso. Entro, al fin, en el hogar del pensionista al son familiar del primer toque a misa. Algo va quedando, pienso, al menos permanece el nostálgico tañido de las campanas de la torre.
El bar está vacío, lógico. En una sala lateral acondicionada con mesas y sillas me sorprende un grupo de jubilados que juegan a las cartas.
-Ea, los más viciosos del pueblo -me encaro con ellos.
-Sí hombre, visiosos, jugando a céntimo la partida -mi padre entre ellos. Y Pepe "El Tomate". Y Frasquito "Coera". Y Luis "Juaharina".Y dos "Revertes".
Me siento a verlos. Mi padre era un artista del "Subastao". En la Capilla eran famosas sus partidas con Luis el hortelano y con José Villalba, el casero. Quiero comprobar cómo anda de forma. Pero están jugando a otra cosa, "El Picón", me ha parecido escuchar. No tengo ni idea. No me entero. Imposible también para ellos. Se distraen del juego -Frasquito ¿echas la sota y te reservas el as? Tú estás atontao!- teniendo tan a la mano un médico bueno y se explayan explicándome sus males.
-Me voy. Mejor para vosotros seguir con las cartas que no recordar tantas dolamas.
Me entretengo un rato en la casa de Samuel, mi hermano el gordo, y le regaño por su tan frecuente picoteo en el frigorífico y en el mueble bar. Apenas queda un culillo de un whisky buenísimo y de un Carlos I que le regalé en Navidad. "Eso son los amigos", dice el tío glotón.
Y vuelvo por las Eras Bajas. Ni un alma. Ya me lo advirtió mi suegro antes de salir: "Si vas buscando conversación, no la vas a tener". Bueno, hay gente. En el parque han montado un puesto ambulante de churros que consigue arremolinar a cuatro paisanos alrededor del perol hirviendo. Pega pegarse al fuego. Hace frío de nevar. Me arrepiento de haber desayunado, me llevaría un junco de tejeringos ensartados. Me suena el móvil: el Jaime, que está nevando en la sierra de Cabra. Natural.
Me voy para la casa. Ya habrá llegado mi Meli. Viene a comer con nosotros. Temblando voy. Más que de frío, porque me pida dinero para su piso nuevo.
¡Rácano!
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