Tengo dos amigos, muy buenos amigos, ella y él, a quienes les sobra la Navidad. Les viene larguísima. Sencillamente les gustaría desaparecer del mapa durante este mes, pongamos del 15 de diciembre al 15 de enero, y lo harían si las condiciones económicas y laborales se lo permitieran "No sé, a Hawái, a Japón, a China... quitarnos de en medio de tanta superficialidad y despilfarro". Y yo, de broma, les digo "¡Coño!, no hace falta alejarse tanto, irse a Marruecos mismo, a Tánger, que está a quince kilómetros, joer". Son personas en quienes se juntan el hambre y las ganas de comer, la carencia de vivencias infantiles mágicas en torno a la Navidad y la visión actual de unas fiestas orientadas casi en exclusiva para el consumismo más brutal e innecesario. Y de todo, lo que peor llevan es la necesidad perentoria y obligatoria de tener que hacer regalos por Navidad. Sobre todo, él. Tanto, que desde hace años y por imperativo interno de su propia coherencia no le compra regalos navideños ni a sus propios hijos, "A partir del 8 de enero, lo que queráis: Es todo más barato y seguramente serán cosas más útiles". Sin embargo, en este ejercicio de este año uno de ellos, ella -¿cómo no?, la Eva pecadora-, ha mordido la manzana. He sido testigo directo de unas compras "in extremis" para sus nietecitos y para sus amigos invisibles. Y hasta aquí puedo decir.
Tiene un mérito enorme sustraerse al entorno navideño de nuestras ciudades, pasear por calles y avenidas abarrotadas de gentes y rebosantes de colores y luces, de tiendas, tenderetes y puestos, de abuelos, padres y niños de leche en carritos molestosos, de reclamos fosforescentes, de grupos tamborileros y de turba mareante... como si tal cosa, como si nada de ello fuera a ser capaz de perturbar el ánimo ni la voluntad decidida de pasar olímpicamente del tema, como quien dice. Yo no podría.
Hay una cosa, sin embargo, que sí comparto con estos amigos: el rechazo a regalar por obligación. Lo llevo mal, la verdad sea dicha. De siempre he sido muy malo para esto de los regalos, tanto para hacerlos como para recibirlos. Si quitamos los dulces -cosa con la que siempre acierto y acertarán conmigo- tengo muchos problemas para escoger un regalo. Ha sido un tormento para mí, la algarabía navideña que siempre he llevado a gala se ha visto perturbada muchos años por esta espinita de las compras navideñas. Mis cercanos me lo achacan a mi consabida racanería. No digo que no, pero eso no es todo. Tened presente que hasta la invención afortunadísima del amigo invisible había que regalar a los amigos, uno por uno, a los hermanos, a los cuñados, a los sobrinos, a los ahijados, a algunos compañeros del trabajo y, por supuesto, a la Peque, a la Meli y al Pepe. Demasiado. No sólo por el dineral, que también, sino por el tiempo y el esfuerzo mental que supone. Ahora la cosa es más llevadera, tres regalos para tres amigos invisibles, uno entre los amigos, otro entre la familia de sangre y otro entre la familia política. Siempre cae alguno más, claro está, pero ya no es lo mismo.
Ha habido, sí, tiempos heroicos en los que me he batido el cobre como un valiente en busca del regalo ideal para la Peque. Ella -¡qué facilidad la suya para encontrar de todo para todos y para el manejo de la tarjeta!- se sobraba para agenciar los suyos y los míos, cosa de mucho agradecer por mi parte. Pero, claro, el mío para ella no era cosa de que también lo comprara ella misma. Y ahí me tenéis desde muchos días antes de Nochebuena serio y avinagrado, mascullando perrerías y rebanándome los sesos, a ver con qué cosa novedosa iba a sorprender a la Peque. Porque ésa era otra, mi mujer no es, ni por asomo, melindres ni finolis, ni nunca ha pretendido presentes caros, pero sí que ha dejado entrever su gusto por la originalidad, por el detalle, por ese toque especial del que yo carezco por completo y que atesora sin límite mi amigo Jaime, por ejemplo.
En los primeros tiempos nos íbamos Jaime y yo al Corte Inglés y pasábamos allí toda una tarde. Él ya tenía agenciado un viaje a Canarias o a Berlín o a un hotel de ésos con encanto para su Paqui. Pero, claro, yo no podía hacer lo mismo, me faltaría originalidad, sería un plagio de mi amigo. En esa época nos dio por los pijamas. Y las batas. Los escogía él, naturalmente. Durante años, cada Navidad, pijama nuevo. O una batita celeste. Almacenó unos cuantos: cortos, de fantasía, largos de dos cuerpos, pijamas de blusa larga hasta los pies, otros de camisa corta, de tentación...
Luego, ya me solté yo solo. Mi técnica consistía en hacerme el despistado, poniendo cara de bobo, por los largos pasillos de la planta de regalos para mujeres, la planta baja donde se exponen pañuelos finos, perfumes, relojes, carteritas, sombreros, complementos y demás perifollaje femenino. Hasta que se me acercaba una dependienta. Me encandilan esas señoritas tan estilosas que gasta El Corte Inglés, con sus faldas tan prietas y sus camisas holgadas de canalillo generoso. "¿Puedo ayudarle, caballero?" "Naturalmente -respondo yo campechano-. Mire, es que soy un negao para esto de los regalos, y estoy buscando algo apropiado para mi mujer". Y entonces ella me convencía de cualquier cosa; un año era tal perfume; otro, tal colonia, unos zarcillos de piedras, un bolso -a la Peque le encantan los bolsos-, un reloj... En una ocasión, ya medio experto, me atreví por mi cuenta sin consultar con ninguna dependienta y me lancé a por un collar de perlas. Carísimo. Con dos cojones. Para que luego digan. Fracaso estrepitoso: mi mujer lo devolvió y lo canjeó por un cheque regalo. Pero me agradeció mucho la intención, eso sí.
Hubo luego otro tiempo en que me dio por los bodys, ya sabéis, aquellos corpiños picantes y calientanabos. La verdad, que a la Peque le sientan muy bien esas prendas, siendo, como es, mujer menuda y de formas abarcables. "¿Qué talla usa su mujer?" -me preguntaba la señorita. Y yo, ni idea de tallas, claro. "Un poquito, esto de poquito -le señalaba yo acercando paralelos mis dedos pulgar e índice- más delgada y más bajita que usted". Y así, entre ambos, decidíamos la talla. No sabría deciros el destino definitivo que la Peque haya procurado para aquellas prendas -alguna sin estrenar- que tanto juego nos dieron en el tálamo, ¡Oh témpora!, y ya desahuciadas para tan arduas bregas.
Pero pasan los años y uno va menguando en ideas nuevas y en ganas, y creciendo en pereza. Además, pasa un poco como con los niños de hoy: tienen de todo. Eso dificulta mucho más la operación. Mi mujer no es de joyas ni alhajas, menos mal, ¿qué le compro que no tenga? Un año, ya desesperado de rondar por todos los pasillos y tenderetes, y echándoseme encima la Nochebuena, decidí comprarle una prenda de vestir que, por aquel tiempo, se había puesto de moda entre el personal femenino de mi hospital: calcetines de colores. No os riáis. Yo estaba convencido del acierto. Eran unos calcetines rayados con bandas de distintos colores que resaltaban mucho en las piernas bonitas de las enfermeras bonitas de las Urgencias. Como la Peque. La verdad, no sé si acerté. Pero os aseguro que fue la Nochebuena que más nos reímos de todas las que recuerdo de adulto.
Y ya en la actualidad ¿cómo te las arreglas?, me preguntaréis. Bueno... hemos perdido un poco la magia. Yo la he perdido. Mi mujer sigue en lo suyo, con la misma facilidad e ingenio de siempre, con idéntico afán por sorprender y agradar, blandiendo tarjetazos en cajeros y en operadoras para que nadie se quede sin regalo y, de paso, sacar a España de la crisis. Y yo directamente le pregunto "Toñi, no me digas lo que quieres que te regale, pero por lo menos dame una pista, una señal". Y entonces ella me habla con mucho énfasis y me dice que, como yo bien sé, está pintando pañuelos de seda, su vocación artística la ha llamado por esa vertiente, faceta en la que es alumna destacada en su escuela de arte, que todos los amigos y cercanos están contentísimos con sus productos y sus acabados... Y que se ha quedado sin existencias de unas pinturas muy especiales para esa tarea. Pinturas que son caras -te lo advierto- y que hay que encargarlas con tiempo a una empresa de Barcelona. Ea, y yo ya, más o menos, me quedo con la copla. Así se las ponían a Fernando VII.
¡Ah la Navidad! Me gusta la Navidad. Aunque reniegue de regalos y del consumo superfluo, me gusta la gente en la calle, la alegría, las iluminarias, los villancicos callejeros, los belenes, las reuniones familiares... Es algo emocional, de esas cosas que no se pueden ni se quieren remediar.
Felices Fiestas para todos. Y que acertéis en los regalos.
Ha habido, sí, tiempos heroicos en los que me he batido el cobre como un valiente en busca del regalo ideal para la Peque. Ella -¡qué facilidad la suya para encontrar de todo para todos y para el manejo de la tarjeta!- se sobraba para agenciar los suyos y los míos, cosa de mucho agradecer por mi parte. Pero, claro, el mío para ella no era cosa de que también lo comprara ella misma. Y ahí me tenéis desde muchos días antes de Nochebuena serio y avinagrado, mascullando perrerías y rebanándome los sesos, a ver con qué cosa novedosa iba a sorprender a la Peque. Porque ésa era otra, mi mujer no es, ni por asomo, melindres ni finolis, ni nunca ha pretendido presentes caros, pero sí que ha dejado entrever su gusto por la originalidad, por el detalle, por ese toque especial del que yo carezco por completo y que atesora sin límite mi amigo Jaime, por ejemplo.
En los primeros tiempos nos íbamos Jaime y yo al Corte Inglés y pasábamos allí toda una tarde. Él ya tenía agenciado un viaje a Canarias o a Berlín o a un hotel de ésos con encanto para su Paqui. Pero, claro, yo no podía hacer lo mismo, me faltaría originalidad, sería un plagio de mi amigo. En esa época nos dio por los pijamas. Y las batas. Los escogía él, naturalmente. Durante años, cada Navidad, pijama nuevo. O una batita celeste. Almacenó unos cuantos: cortos, de fantasía, largos de dos cuerpos, pijamas de blusa larga hasta los pies, otros de camisa corta, de tentación...
Luego, ya me solté yo solo. Mi técnica consistía en hacerme el despistado, poniendo cara de bobo, por los largos pasillos de la planta de regalos para mujeres, la planta baja donde se exponen pañuelos finos, perfumes, relojes, carteritas, sombreros, complementos y demás perifollaje femenino. Hasta que se me acercaba una dependienta. Me encandilan esas señoritas tan estilosas que gasta El Corte Inglés, con sus faldas tan prietas y sus camisas holgadas de canalillo generoso. "¿Puedo ayudarle, caballero?" "Naturalmente -respondo yo campechano-. Mire, es que soy un negao para esto de los regalos, y estoy buscando algo apropiado para mi mujer". Y entonces ella me convencía de cualquier cosa; un año era tal perfume; otro, tal colonia, unos zarcillos de piedras, un bolso -a la Peque le encantan los bolsos-, un reloj... En una ocasión, ya medio experto, me atreví por mi cuenta sin consultar con ninguna dependienta y me lancé a por un collar de perlas. Carísimo. Con dos cojones. Para que luego digan. Fracaso estrepitoso: mi mujer lo devolvió y lo canjeó por un cheque regalo. Pero me agradeció mucho la intención, eso sí.
Hubo luego otro tiempo en que me dio por los bodys, ya sabéis, aquellos corpiños picantes y calientanabos. La verdad, que a la Peque le sientan muy bien esas prendas, siendo, como es, mujer menuda y de formas abarcables. "¿Qué talla usa su mujer?" -me preguntaba la señorita. Y yo, ni idea de tallas, claro. "Un poquito, esto de poquito -le señalaba yo acercando paralelos mis dedos pulgar e índice- más delgada y más bajita que usted". Y así, entre ambos, decidíamos la talla. No sabría deciros el destino definitivo que la Peque haya procurado para aquellas prendas -alguna sin estrenar- que tanto juego nos dieron en el tálamo, ¡Oh témpora!, y ya desahuciadas para tan arduas bregas.
Pero pasan los años y uno va menguando en ideas nuevas y en ganas, y creciendo en pereza. Además, pasa un poco como con los niños de hoy: tienen de todo. Eso dificulta mucho más la operación. Mi mujer no es de joyas ni alhajas, menos mal, ¿qué le compro que no tenga? Un año, ya desesperado de rondar por todos los pasillos y tenderetes, y echándoseme encima la Nochebuena, decidí comprarle una prenda de vestir que, por aquel tiempo, se había puesto de moda entre el personal femenino de mi hospital: calcetines de colores. No os riáis. Yo estaba convencido del acierto. Eran unos calcetines rayados con bandas de distintos colores que resaltaban mucho en las piernas bonitas de las enfermeras bonitas de las Urgencias. Como la Peque. La verdad, no sé si acerté. Pero os aseguro que fue la Nochebuena que más nos reímos de todas las que recuerdo de adulto.
Y ya en la actualidad ¿cómo te las arreglas?, me preguntaréis. Bueno... hemos perdido un poco la magia. Yo la he perdido. Mi mujer sigue en lo suyo, con la misma facilidad e ingenio de siempre, con idéntico afán por sorprender y agradar, blandiendo tarjetazos en cajeros y en operadoras para que nadie se quede sin regalo y, de paso, sacar a España de la crisis. Y yo directamente le pregunto "Toñi, no me digas lo que quieres que te regale, pero por lo menos dame una pista, una señal". Y entonces ella me habla con mucho énfasis y me dice que, como yo bien sé, está pintando pañuelos de seda, su vocación artística la ha llamado por esa vertiente, faceta en la que es alumna destacada en su escuela de arte, que todos los amigos y cercanos están contentísimos con sus productos y sus acabados... Y que se ha quedado sin existencias de unas pinturas muy especiales para esa tarea. Pinturas que son caras -te lo advierto- y que hay que encargarlas con tiempo a una empresa de Barcelona. Ea, y yo ya, más o menos, me quedo con la copla. Así se las ponían a Fernando VII.
¡Ah la Navidad! Me gusta la Navidad. Aunque reniegue de regalos y del consumo superfluo, me gusta la gente en la calle, la alegría, las iluminarias, los villancicos callejeros, los belenes, las reuniones familiares... Es algo emocional, de esas cosas que no se pueden ni se quieren remediar.
Felices Fiestas para todos. Y que acertéis en los regalos.