martes, 22 de diciembre de 2015

Regalos por Navidad

Tengo dos amigos, muy buenos amigos, ella y él, a quienes les sobra la Navidad. Les viene larguísima. Sencillamente les gustaría desaparecer del mapa durante este mes, pongamos del 15 de diciembre al 15 de enero, y lo harían si las condiciones económicas y laborales se lo permitieran "No sé, a Hawái, a Japón, a China... quitarnos de en medio de tanta superficialidad y despilfarro". Y yo, de broma, les digo "¡Coño!, no hace falta alejarse tanto, irse a Marruecos mismo, a Tánger, que está a quince kilómetros, joer". Son personas en quienes se juntan el hambre y las ganas de comer, la carencia de vivencias infantiles mágicas en torno a la Navidad y la visión actual de unas fiestas orientadas casi en exclusiva para el consumismo más brutal e innecesario. Y de todo, lo que peor llevan es la necesidad perentoria y obligatoria de tener que hacer regalos por Navidad. Sobre todo, él. Tanto, que desde hace años y por imperativo interno de su propia coherencia no le compra regalos navideños ni a sus propios hijos, "A partir del 8 de enero, lo que queráis: Es todo más barato y seguramente serán cosas más útiles". Sin embargo, en este ejercicio de este año uno de ellos, ella -¿cómo no?, la Eva pecadora-, ha mordido la manzana. He sido testigo directo de unas compras "in extremis" para sus nietecitos y para sus amigos invisibles. Y hasta aquí puedo decir.
Tiene un mérito enorme sustraerse al entorno navideño de nuestras ciudades, pasear por calles y avenidas abarrotadas de gentes y rebosantes de colores y luces, de tiendas, tenderetes y puestos, de abuelos, padres y niños de leche en carritos molestosos, de reclamos fosforescentes, de grupos tamborileros y de turba mareante... como si tal cosa, como si nada de ello fuera a ser capaz de perturbar el ánimo ni la voluntad decidida de pasar olímpicamente del tema, como quien dice. Yo no podría.
Hay una cosa, sin embargo, que sí comparto con estos amigos: el rechazo a regalar por obligación. Lo llevo mal, la verdad sea dicha. De siempre he sido muy malo para esto de los regalos, tanto para hacerlos como para recibirlos. Si quitamos los dulces -cosa con la que siempre acierto y acertarán conmigo-  tengo muchos problemas para escoger un regalo. Ha sido un tormento para mí, la algarabía navideña que siempre he llevado a gala se ha visto perturbada muchos años por esta espinita de las compras navideñas. Mis cercanos me lo achacan a mi consabida racanería. No digo que no, pero eso no es todo. Tened presente que hasta la invención afortunadísima del amigo invisible había que regalar a los amigos, uno por uno, a los hermanos, a los cuñados, a los sobrinos, a los ahijados, a algunos compañeros del trabajo y, por supuesto, a la Peque, a la Meli y al Pepe. Demasiado. No sólo por el dineral, que también, sino por el tiempo y el esfuerzo mental que supone. Ahora la cosa es más llevadera, tres regalos para tres amigos invisibles, uno entre los amigos, otro entre la familia de sangre y otro entre la familia política. Siempre cae alguno más, claro está, pero ya no es lo mismo.

Ha habido, sí, tiempos heroicos en los que me he batido el cobre como un valiente en busca del regalo ideal para la Peque. Ella -¡qué facilidad la suya para encontrar de todo para todos y para el manejo de la tarjeta!- se sobraba para agenciar los suyos y los míos, cosa de mucho agradecer por mi parte. Pero, claro, el mío para ella no era cosa de que también lo comprara ella misma. Y ahí me tenéis desde muchos días antes de Nochebuena serio y avinagrado, mascullando perrerías y rebanándome los sesos, a ver con qué cosa novedosa iba a sorprender a la Peque. Porque ésa era otra, mi mujer no es, ni por asomo, melindres ni finolis, ni nunca ha pretendido presentes caros, pero sí que ha dejado entrever su gusto por la originalidad, por el detalle, por ese toque especial del que yo carezco por completo y que atesora sin límite mi amigo Jaime, por ejemplo.

En los primeros tiempos nos íbamos Jaime y yo al Corte Inglés y pasábamos allí toda una tarde. Él ya tenía agenciado un viaje a Canarias o a Berlín o a un hotel de ésos con encanto para su Paqui. Pero, claro, yo no podía hacer lo mismo, me faltaría originalidad, sería un plagio de mi amigo. En esa época nos dio por los pijamas. Y las batas. Los escogía él, naturalmente. Durante años, cada Navidad, pijama nuevo. O una batita celeste. Almacenó unos cuantos: cortos, de fantasía, largos de dos cuerpos, pijamas de blusa larga hasta los pies, otros de camisa corta, de tentación...

Luego, ya me solté yo solo. Mi técnica consistía en hacerme el despistado, poniendo cara de bobo, por los largos pasillos de la planta de regalos para mujeres, la planta baja donde se exponen pañuelos finos, perfumes, relojes, carteritas, sombreros, complementos y demás perifollaje femenino. Hasta que se me acercaba una dependienta. Me encandilan esas señoritas tan estilosas que gasta El Corte Inglés, con sus faldas tan prietas y sus camisas holgadas de canalillo generoso. "¿Puedo ayudarle, caballero?" "Naturalmente -respondo yo campechano-. Mire, es que soy un negao para esto de los regalos, y estoy buscando algo apropiado para mi mujer". Y entonces ella me convencía de cualquier cosa; un año era tal perfume; otro, tal colonia, unos zarcillos de piedras, un bolso -a la Peque le encantan los bolsos-, un reloj... En una ocasión, ya medio experto, me atreví por mi cuenta sin consultar con ninguna dependienta y me lancé a por un collar de perlas. Carísimo. Con dos cojones. Para que luego digan. Fracaso estrepitoso: mi mujer lo devolvió y lo canjeó por un cheque regalo. Pero me agradeció mucho la intención, eso sí.

Hubo luego otro tiempo en que me dio por los bodys, ya sabéis, aquellos corpiños picantes y calientanabos. La verdad, que a la Peque le sientan muy bien esas prendas, siendo, como es, mujer menuda y de formas abarcables. "¿Qué talla usa su mujer?" -me preguntaba la señorita. Y yo, ni idea de tallas, claro. "Un poquito, esto de poquito -le señalaba yo acercando paralelos mis dedos pulgar e índice- más delgada y más bajita que usted". Y así, entre ambos, decidíamos la talla. No sabría deciros el destino definitivo que la Peque haya procurado para aquellas prendas -alguna sin estrenar-  que tanto juego nos dieron en el tálamo, ¡Oh témpora!, y  ya desahuciadas para tan arduas bregas.

Pero pasan los años y uno va menguando en ideas nuevas y en ganas, y creciendo en pereza. Además, pasa un poco como con los niños de hoy: tienen de todo. Eso dificulta mucho más la operación. Mi mujer no es de joyas ni alhajas, menos mal, ¿qué le compro que no tenga? Un año, ya desesperado de rondar por todos los pasillos y tenderetes, y echándoseme encima la Nochebuena, decidí comprarle una prenda de vestir que, por aquel tiempo, se había puesto de moda entre el personal femenino de mi hospital: calcetines de colores. No os riáis. Yo estaba convencido del acierto. Eran unos calcetines rayados con bandas de distintos colores que resaltaban mucho en las piernas bonitas de las enfermeras bonitas de las Urgencias. Como la Peque. La verdad, no sé si acerté. Pero os aseguro que fue la Nochebuena que más nos reímos de todas las que recuerdo de adulto.


Y ya en la actualidad ¿cómo te las arreglas?, me preguntaréis. Bueno... hemos perdido un poco la magia. Yo la he perdido. Mi mujer sigue en lo suyo, con la misma facilidad e ingenio de siempre, con idéntico afán por sorprender y agradar, blandiendo tarjetazos en cajeros y en operadoras para que nadie se quede sin regalo y, de paso, sacar a España de la crisis. Y yo directamente le pregunto "Toñi, no me digas lo que quieres que te regale, pero por lo menos dame una pista, una señal". Y entonces ella me habla con mucho énfasis y me dice que, como yo bien sé, está pintando pañuelos de seda, su vocación artística la ha llamado por esa vertiente, faceta en la que es alumna destacada en su escuela de arte, que todos los amigos y cercanos están contentísimos con sus productos y sus acabados... Y que se ha quedado sin existencias de unas pinturas muy especiales para esa tarea. Pinturas que son caras -te lo advierto- y que hay que encargarlas con tiempo a una empresa de Barcelona. Ea, y yo ya, más o menos, me quedo con la copla. Así se las ponían a Fernando VII.

¡Ah la Navidad! Me gusta la Navidad. Aunque reniegue de regalos y del consumo superfluo, me gusta la gente en la calle, la alegría, las iluminarias, los villancicos callejeros, los belenes, las reuniones familiares... Es algo emocional, de esas cosas que no se pueden ni se quieren remediar.

Felices Fiestas para todos. Y que acertéis en los regalos.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Mi primera Navidad

Debió ser la de 1956 la primera Navidad de la que yo guarde algunos recuerdos sueltos. Con 4 añitos recién cumplidos.
 
Nunca me ha dado por estudiar por qué no recordamos nada de los primeros años de nuestra vida. Lo más fácil es achacarlo a la inmadurez de nuestro cerebro infantil. Pero le preguntaré al Pintor, que sabe mucho de esas cosas.

Almaceno en mi cabeza ramalazos de vivencias, quizás más sentimientos que verdades contrastadas.

La eterna congoja de mi madre por la muerte de mi primer hermanito Manolo, a los ocho meses de vida, me ha perseguido muchos años. Aquél era un querubín grande y orondo, más hermoso, si cabe, que mi Manolo el de ahora. Aquella tristeza, creo, la marcó para siempre. Nunca he visto a mi madre reírse a carcajadas. Yo tenía tres años, y me entristecía mucho viéndola triste a ella. Su mirada lánguida y su sonrisa tristona han sido testimonio vitalicio de aquella pérdida.

Por ese tiempo, más o menos, mi padre me llevó al Convento, una especie de centro de preescolar adelantado a su tiempo. Además de cuidar de nosotros, las monjas nos enseñaron las primeras letras, a leer y a escribir. Yo sabía leer y escribir antes de ir a la escuela. Imborrable en mi memoria la imagen del primer día cuando mi padre, vestido de limpio para la ocasión, me presentó a sor Josefa y me dejó a su cuidado. La misma cancela, la misma campanilla que mi padre tocó aquel día permanecen inalterables en el zaguán del Convento. 
 
Recuerdo también un viaje a Córdoba, a visitar a mi chacha Josefa, que vivía en una casita baja, en todo lo hondo de lo que hoy es la Avenida de Vallellano. Por donde el antiguo cementerio de la Salud. Fijaros qué nombre para un Camposanto. Creo. Mucho antes de que se trasladaran a la Comandancia de la Guardia Civil. Es tontería preguntarle a mi padre, se inventa lo que no recuerda. Me veo yo sólo con mis padres, sin mi hermana, yendo a pie a todos lados -mi chacha era una andadora maratoniana, "Niño, eso está ahí mismo"-, cansado y con muchas ganas de volver al pueblo. Para que veáis que no es coña, que mi desapego a los viajes viene desde chico. El único consuelo era a la hora del almuerzo, nunca ha catado mi exquisito paladar el sabor y la textura, únicos, que le daba mi chacha a las papas fritas de entonces. Pasado el tiempo, ya en el seminario, esta misma chacha Josefa era quien me surtía de chucherías en la talega de la ropa limpia. Cosa de más que eterno agradecimiento; pero por muy goloso que uno fuera -y sigue siendo-, si me preguntan por ella siempre la asociaré con aquellos rebosantes platos de papas fritas con huevos. ¡La necesidad que uno ha pasado!...

Recuerdo -esto con más nitidez- una noche en La Capilla durmiendo en las cuadras de las mulas con mi abuelo Manolo. Lo más parecido a un portal de Belén. Mi abuelo vivía todo el tiempo en el cortijo, era "El Pensaor", nunca he sabido si por su memoria prodigiosa y su ingenio o si por ser el encargado de echar el pienso a los animales. Da igual. Era un figura. Un hombre alto, algo cargado de chepa -como servidor-, nariz de Cívico y mirada amistosa; un hombre bondadoso e inteligente que, sin agenda ni papeles, llevaba en su cabeza la genealogía de todos los cuadrúpedos del cortijo: acémilas, borricos y hasta cochinos. Sin televisión ni isobaras ni Mariano Medina, era el predictor oficial del clima, el referente del tiempo. Interpretaba las señales del firmamento según una antigua ciencia -las cabañuelas- heredada de su padre, Manolo "Piriles". Y debía de acertar porque la gente se fiaba de sus veredictos. "Manolo -le preguntaban en las noches inciertas- ¿saldremos mañana al campo?" Y según dijera, así hacían. Mi padre me llevó un fin de semana al cortijo a ver a mi abuelo. Y sin duda, la experiencia de dormir entre la paja rodeado de mulas debió ser más intensa que la de vagar por Córdoba porque mis recuerdos son más cercanos. No tuve miedo. Los animales respetaban tanto a mi abuelo que jamás se me hubiesen acercado lo suficiente como para asustarme. Cada uno en su pesebre, diez a cada lado de un pasillo central apenas tristemente iluminado por un par de bombillas mortecinas por la pátina de polvo y telarañas de tiempo inmemorial. Tuvimos la suerte de que no se fuera la luz, cosa frecuente, y no necesitamos usar los carburos. Fue una experiencia muy placentera, y si tardé en dormirme no fue por aprehensión o incomodidad sino por la cháchara interminable de mi abuelo, que no era de jaculatorias ni de rosario sino de historias del cortijo y los amos.
 
En mi primera Navidad recordada sí que está presente mi hermana, claro. Siendo un bicho, como era, y dos años largos mayor que yo,  no conocía todavía, sin embargo, lo de los Reyes Magos, lo del engaño piadoso e inocente. Ella creía en los Reyes a pies juntillas y me transmitía esa fe con una vehemencia de catequista. Pero también con la ilusión y el misterio que sólo puede desprenderse del alma de un niño. Por entonces la Navidad de los pobres consistía en pedir el "aguilando" canturreando villancicos en las casas de los parientes la tarde- noche del 24 de diciembre, la Nochebuena, y la mañana, la más deseada de todo el año, del 6 de Enero, el día de Los Reyes Magos. Mi hermana era un demonio y yo un tontorrón asustadizo. Se iba con sus amigas, en pandilla, a pedir el aguilando con panderetas y zambombas casa por casa, sin ningún reparo. Era la jefa, la mandona, la avalaban su descaro, su frescura, su voz y su alegría natural. Así la recuerdo de niña. Yo, sin embargo, me juntaba, creo, con Juan el de Chaparrito y con "El Botón", a cual más corto de ánimo, y pedíamos solamente en las casas de nuestros chachos y padrinos portando por todo instrumental un almirez con su maja y una carraca de platillos. Ella se recogía a las nueve de la noche con un montón de pesetas y de reales, y yo estaba en  mi casa al anochecer con cuatro perras gordas. Mi día bueno de Navidad, de verdad, era el de Reyes: ese esmero en preparar bien limpitas las botas y alinearlas detrás de la puerta; esa botella, ya empezada, de aguardiente de Rute, seco, "pa la garraspera", con sus tres copitas... Ese no querer dormirte para escuchar los cascos y el rebuzno de los camellos al paso por tu calle, por tu puerta... y finalmente ese caer rendido en la cámara de mi abuela atendiendo los consejos de mi hermana, que no se me fuera a ocurrir despertarme antes que ella y bajar solo a la puerta... ese salir corriendo escaleras abajo nada más despuntar el día con mi hermana por detrás gritando "primero yo, primero yo"... Y llegar, con la respiración entrecortada... para comprobar que habían estado allí los Reyes, que era verdad, que las copitas tenían aún un culillo de aguardiente, que la botella estaba menos que media, que en las botas habían dejado cucuruchos de merengue, zambombitas de dulce, chupa chups y roscos de vino de la Antequerana, y que al lado de las botas de mi hermana había una muñeca rubia con pecas -como ella misma-, y que en mi lado había un tambor de verdad con sus palillos de verdad y con su cinturón, nada que ver con mi tambor casero de lata de atún... El éxtasis. Mucho más, muchísimo más de lo que uno esperaba. Ese año fue el tambor; los siguientes serían la pistolita de mixtos, el arco y las flechas de indios, una cartera nueva para la escuela... Lo que fuera. Siempre la misma ilusión...

No tendríamos que haber crecido. ¡Se vivía tan bien de niño!...
 

domingo, 29 de noviembre de 2015

El hospital de Cabra: paisaje y paisanaje

No me gustan los hospitales. Está feo que lo diga yo, que llevo más de treinta años viviendo en ellos. Pero tiene su explicación. En el trabajo no soy consciente del todo de que estoy pisando suelo sanitario, tierra santa como quien dice, no vivo el hospital tal como se entiende desde fuera. Estoy en la sesión clínica, en el laboratorio, en rayos o en mi consulta, en mi currelo en definitiva. Y se me pasa el tiempo en un soplo. Sin embargo, cuando tengo que ir al hospital "de visita" o "de acompañante" la cosa cambia. Una cosa es el hospital sitio de trabajo, y otra el hospital lugar de compromiso social.

Este último, el hospital-patio de vecinos, es un coñazo. Huele a química mala, a saturación, a humanidad o, incluso, a cocinilla y a fritanga. Algunos de mis amigos detestan ese tufillo que parece consustancial en cualquier ambiente hospitalario. Los entiendo. El tiempo -ésa es otra- parece detenerse, sobre todo por la noche, interminable. Hastío.
 
Por fortuna, pocas veces me he visto en esta tesitura tan cansina de "acompañar" a un familiar doliente. Mi madre -la pobre- murió en un plis -plas, ni siquiera una mala noche hospitalaria, y mi hermana vivió su enfermedad y, desde luego, sus días postreros en su casa, rodeada de todos los suyos, como Dios manda. Con mi suegro  estoy salvado, no aguanta dos días ingresado, tenemos que abandonar el hospital por cataplines. Pide el alta voluntaria. Una bendición, no todo van a ser rarezas.
 
Las estancias hospitalarias de mi padre, sin embargo, merecen una atención aparte; son tan divertidas que no se hacen enojosas. Por lo menos hasta la presente: hace amistad con los vecinos de habitación y con sus familiares respectivos, intercambia con ellos teléfonos y wassapts, recaba vida y milagros de todo quisque con la misma espontaneidad que él mismo cuenta sus historias de siempre, le gusta pavonearse de sus hijos, de sus nietos y bisnietos, se hace el interesante leyendo el periódico a sus noventa y dos años ante los ojos incrédulos y maravillados de los circundantes, piropea sin recato alguno a las enfermeras y a las doctoras jovencitas y no tiene reparo en cantarles sus "defectillos" que él, con su humor tan propio, convierte en virtudes, "Mira qué lunar tan gracioso, oyes", le dice a la verruga oscura como garbanzo negro, tan poco afortunada, que afea la barbilla de una auxiliar. Ya sabemos que es un caso. Como es tan cotilla, tiene su teoría para averiguar si tal o cual enfermera es soltera o casada. Para él, si la ve seria y circunspecta es que es soltera. Las risueñas son todas casadas. Si le cabe alguna duda les pregunta directamente: ¿señora o señorita? Ahí no falla. Las casadas le contestan ufanas que casadas; y las solteras, simplemente, no contestan. Así se pasa los días. Mientras le den de comer a sus horas, tan contento. Las noches son otra cosa, claro está. Su dichoso reloj prostático le suena cada dos horas para ponerse la botella en su pingajo -que aún tiene presencia, eh- y orinar cuatro gotas de nada, mitad dentro, mitad fuera, cagarse en la puta que parió al demonio y arrollarse las sábanas a los pies. Si, como ahora, debe permanecer en dieta absoluta por dos días, durante la noche tiene ensoñaciones con la comida y delira. Mi hermana Carmen, mi sobrina María José y mi cuñada Sam -sufridoras nocturnas- cuentan que, dormido, se sienta de pronto en la cama y hace como si se estuviera zampando un potaje de garbanzos: en la mano izquierda sostiene algo, que será el plato, y con la mano derecha coge la cuchara y se la va llevando a la boca de manera repetida. Otras veces lo han visto hacer el gesto de partir el pan a pellizcos y llevárselo a la boca. Él, de siempre, arregla cualquier mal comiendo.
 
Días atrás ha estado ingresado en el hospital de Cabra por una pancreatitis aguda. Ha podido ser una cosa seria, pero se ha quedado en nada, gracias a Dios. "Niño -nos dice-, tranquilidad. Mientras tenga estos apetitos y cague así de duro no hay problema". Ése es su espíritu. Y así ha sido. Ya está en su casa tan ricamente.
 
No sé por qué pero el hospital de Cabra me infunde sensaciones distintas al resto de los hospitales. Esto de lo que hablamos sobre el rechazo o aversión a los centros sanitarios no me ocurre en Cabra. Es un hospital moderno, amplio, muy limpio y muy bien cuidado. No huelo a cosas raras quizás por su enclave en el campo. Quizás. Bien ventilado. Y son varios factores los que, creo, lo hacen atractivo para mi gusto. El hecho de estar asentado en la falda de la sierra ya es empezar bien: luminosidad, frescura, ventilación y paisaje por todos sus costados son cosas que a mí, en particular, me abren el espíritu, me animan y me sirven para distraer ese tiempo infinito del que antes hablábamos. Asomarse a cualquiera de sus ventanales y ver a gente paseando por la vía verde, la vegetación frondosa del campo o los chalecitos espolvoreados por las laderas es muy de agradecer para los cuerpos cansados de esos sillones incómodos y pegajosos. El otro elemento que resulta muy agradable a mi forma de ser es el paisanaje, tanto el sanitario como el de los enfermos y visitantes. Será, seguramente, porque la mayor parte de esas personas han nacido y se han criado, como servidor, en la Sub-bética -la Soviética, la llama mi suegra-, que me gusta todo lo que veo a mi alrededor. Me gusta esta gente. No sé. Me resulta un hospital amigable. No hablo de la calidad humana o profesional de los trabajadores sanitarios. No, ésa la considero adecuada en cualquier hospital andaluz. Me refiero al paisanaje en general. Hablo del carácter, del léxico, del espíritu abierto y campechano, de sencillez, de cultura campestre... De otra educación, de otra manera de hablar y decir. Algo realmente distinto a lo que vivo a diario en mi hospital. Ni mejor ni peor, distinto. Y a mí me gusta más, ea. No hay pecado en ello. Me gusta, me encanta, el "hasta luego, pae", la cercanía afectuosa del personal, el trato delicado a los abuelos, la antigua solidaridad familiar en el cuidado de los ancianos enfermos que alcanza hasta los nietos, las historias de aceitunas y de molinos y de gentes que han saltado desde el cortijo a la industria o al negocio familiar, que se han redimido del campo... ¡Coño!, hasta me gusta el bigotillo facha que adorna a la vieja Filomena, la mujer pegada a la cama de su marido moribundo, vecino de cama de mi padre.
 
Paisaje y paisanaje. Elementos que interaccionan y que son clave para entender la vida, el carácter y la filosofía de nuestras gentes. Eso dice mi amigo Juan Francisco.

 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Eneida

El primer nombre del listado de mi consulta de hoy es Eneida Gómez Silvestre.
Las cuatro o cinco personas primeras de la lista son pacientes nuevos, no conocidos por mí, gente que viene por primera vez a mi consulta. El resto, hasta completar catorce, lo componen personas que acuden a revisión.
Sentado en mi mesa de trabajo frente al ordenador y estrenando bata nueva sin mi nombre cosido en el bolsillo -están ahorrando hasta en costurera-, estoy preparado para afrontar una nueva jornada. Antes de hacer pasar a Eneida reflexiono un rato. Medito. Me gusta empezar la dura mañana meditando. Al estilo del seminario. Es algo simple, pero muy conveniente. Es conveniente centrarse en lo que vamos a hacer. Estas personas que esperan verme lo hacen desde hace un mes por lo menos, han tenido tiempo de enterarse acerca de quién soy yo, han madrugado aún más que yo, vienen en ayunas desde lejos, desde Morón o Pruna, o desde aquí más cerca, Alcalá o Dos Hermanas, en coches particulares conducidos por sus hijos o nietos o en ambulancias colectivas donde departen impresiones y emociones "A mí me va a ver don fulanito o don perenganito". "Pues a mí me ha tocado el doctor Rivera". "Ah, ¡qué suerte!... No puedo permitirme un mal día. Los médicos no deberíamos tener nunca un mal día, no podemos defraudar a nuestros pacientes, criaturas frágiles por lo general, que llegan a nosotros con unos sentimientos mezclados entre el miedo y la esperanza. Aún perdura en mi dura sesera el cabreo que pillé ayer tarde en el Tomillar con un compañero. No estoy fino. Hoy podría ser un mal día. Y no lo va a ser precisamente por este rato de meditación que me lo recuerda. "Ni Eneida, tu primera paciente, ni ninguno de los demás tiene nada que ver con eso. Céntrate en lo tuyo".
 
Por su nombre tan especial y raro espero que Eneida sea una jovencita de éstas que me consultan por ganglios o por lipotimias. Poca cosa, pienso. Al salir a la puerta y llamarla por su nombre levanta tímidamente su mano una ancianita dulce y delicada, sentada ella en su carrito de ruedas empujado por su marido. Con sus chapetas en las mejillas, su cara orondita y su cabello de plata recogido con horquillas en un moño de algodón me ha recordado un montón a nuestras abuelas antiguas. Y ya, una vez entrado en harina, se me olvida todo y me vuelco con ellos. Me desangro.
 
El marido me cuenta la historia. Tiene un Alzheimer muy avanzado. En realidad la mujer viene por un problema menor ya resuelto. Ha tenido una anemia que ha mejorado rápidamente con tratamiento de hierro. Sólo tengo que certificar en su historia clínica los datos últimos de laboratorio, darle de alta y cerrar este episodio. Pero me resisto a pasar de manera tan fugaz por la vida de esta ancianita tan tierna.
- Pero bueno... -me encaro con ella riéndome-, yo me esperaba una chavalita guapa y mire usted lo que me encuentro, a la abuela de Caperucita.
Por toda respuesta, abre muchos sus ojillos brillosos a punto de brotar y me regala una sonrisa suave, larga y plácida.
-Ella... -tercia el marido-, ella no se entera de nada, la pobre, no está en este mundo...
-Sí que se entera. Mire usted cómo me ha sonreído. Con intención.
 
Y no apartaba su mirada de mí. Esperanzada. Agarré mi silla y me senté a su lado. Le cogí una mano y le conté todo lo que en ese momento se me vino a la memoria de viejo. Que su nombre, tan requetebonito, Eneida, procede de una obra literaria escrita hace muchos, pero que muchos años, por un escritor muy antiguo, más antiguo todavía que Jesucristo, que se llamaba Virgilio. Y que narraba un popurrí de guerras navales y terrestres entre tirios, troyanos y griegos, la famosa Guerra de Troya, y luego, como consecuencia, la trágica historia de un héroe llamado Ulises que tuvo que huir de su patria perseguido por sus enemigos, abandonando a su mujer y a sus hijos, pasando miles de aventuras , conociendo a gentes  y tierras extrañas... hasta que luego de pasados muchos años pudo al fin regresar a su casa con los suyos. Le revelé -viendo la atención que prestaba- que esa obra, la Eneida, fue nuestro libro de texto de Latín de sexto de bachiller y de Preu en el Séneca, y le hablé de nuestro inefable profesor don Rogelio "El Chino", tan bueno como rígido, enjuto y malhecho. Y ya puestos, me puse a hablarle del Griego, con nuestra profesora, la tímida y recatada doña Nemesia, que ése sí que era un  nombre feo donde los hubiera. Y le hablé de la Ilíada y la Odisea, que también tradujimos íntegras...
 
Y ella, Eneida, embobada conmigo. Me pareció interesada en que continuara relatándole cosas, como el niño que no se cansa de escuchar los cuentos de  su abuelo. No pió en ningún momento. Pero al terminar mi perorata levantó su brazo derecho para posar su mano sobre mi cara, apenas rozándola con sus dedos sarmentosos y delicados. Como cuando Platero rozaba las amapolas gualdas con su hocico de plastilina negra. Como queriéndome decir: "Gracias, doctor".
 
Ha sido, sin duda, una buena manera de empezar la mañana. La mejor.
 

jueves, 5 de noviembre de 2015

Elogio de la decadencia

Debe ser fastidioso que un día de fiesta, muy tempranito, te pare la Benemérita a la salida de tu ciudad. De acuerdo. Pero casi peor, que no te pare.

No hace tanto era motivo de mofa por parte de mis hermanos recordar la de veces que la Guardia Civil me ha parado para soplar, a mí precisamente, en la salida de Torreblanca hacia la carretera de Málaga cuando en un convoy de tres o cuatro coches volvíamos al pueblo luego de una madrugada de desenfreno en la Feria de Sevilla. Qué tino, tío. Me paraban a mí, el último coche, que llevaba en el estómago media garrafa de Coca Cola, y dejaban pasar tranquilamente  los coches de mi Manolo y de mi Juan, que habían acabado con las existencias de manzanilla. Y de Tío Pepe. Y mi padre, copiloto mío, afeándoles la conducta a los civiles: "Hombre, no paréis a éste, si este hijo mío no bebe ná, son los otros, los que van delante..." ¡Qué "pechá" de reír nos pegábamos cuando parábamos a desayunar en el Nueva Andalucía!
 
Eran tiempos en los que uno era joven e incluso podía dar la imagen de alocado o extravagante a los mismísimos agentes del Cuerpo, peritos los que más en la captación de borrachines y maleantes. Tiempos pasados.
 
El caso es que uno se sigue sintiendo, no diré que igual, pero casi. Es verdad que  me canso más que antes en el trabajo, soy más gruñón, tengo muchas menos ganas de salir de noche -si es que alguna vez las tuve-, me sienta mejor la comida de casa que la de restaurante... signos todos inequívocos de senectud. Y sin embargo, me miro al espejo desnudo y todavía me veo bien, no tengo arrugas, ni panza, ni carne muy descolgada, aún me brilla la mirada verde y soñadora de siempre..., y paso por alto, si os parece, comentario alguno sobre los habitantes de la entrepierna. Mejor no meneallo. Pero, amigo, ya no eres como tú que crees ser, sino cómo te ven los demás. Y, a lo que parece, la Benemérita me considera un viejo.

El pasado lunes, último día del puente de los Santos, la Peque y yo salimos muy de mañana al pueblo. Debíamos pasar primero por Gines para recoger a mi cuñada Miki... Y en esto que en una de las rotondas de la SE 30 nos topamos con un control de la Guardia Civil. Macho, las 7,30 de la mañana. No recuerdo cuándo fuera la última vez pero sí que fue de noche y que nos pararon, me preguntaron si había bebido, les contesté que veníamos de cenar en casa de unos amigos y que algo de cerveza había bebido, sí. "Ande, siga usted". Y no me hicieron soplar ni nada. Y ya aquello me mosqueó un poco. "¿Por qué no me han hecho soplar?" -le comenté a la Peque. "Te han visto sobrio y muy educado" -me respondió para conformarme. Pero es que ahora, este lunes pasado, ha sido ya demasiado. Veo el control a la salida de una curva, freno delicadamente, sigo charlando con la Peque como si nada, llego a la altura del agente, y antes de terminar la frenada éste me indica que continúe: "Siga usted caballero, buenos días".

-Qué lástima de hombre -se cachondea la Peque de mí-, ya no engañas a nadie, ¿eh? Te ha tratado de caballero y todo... En fin, que eres un viejo.
-Es verdad, me cachis... ¡Con la ilusión que me hubiera hecho soplar el pitorro ese...!

Es lo que hay. Tempus fugit. Y lo voy aceptando como natural. A fin de cuentas debo prepararme para mi pronta jubilación. Envejecer con gallardía no es mala cosa. En mis clases de Geriatría les insisto a mis alumnos que una de las recetas del envejecimiento exitoso consiste en saber aceptar de buen grado las limitaciones fisiológicas que nos marca nuestro tiempo, el tiempo de cada uno que no es el mismo para todos los de idéntica edad, no. Cada quien es cada cual. Limitaciones en el plano físico, el psicológico o el conductual. Y otra pócima tan valiosa como la anterior es saber aprovechar las ventajas residuales a tales limitaciones. El hecho fastidioso de no poder jugar al tenis como antes, por ejemplo, me ofrece más tiempo para leer, para escribir, para pasear con la Peque y la Pelu... Si ya no soy capaz de mantener dos horas seguida de estudio puedo emplearme en la cocina o en hacer las camas, con gran contento de mi compañera... Si sé que no me va a parar la Benemérita puedo saborear mejor mi tintito caro en casa de Tomás o en la de Jaime... No todo va a ser hándicap. Las canas y las arrugas nos dan otro aire, otro caché, nos permiten opinar con un poso de serenidad y sabiduría, sin tanta vehemencia como los jóvenes a quienes toleramos piadosamente sus osadías porque también nosotros lo fuimos. Ganamos arrobas de ternura para compartirla con nuestros nietos. Nos enorgullecemos de los años vividos en un siglo en el que todavía pudimos cultivar la magia, la inocencia, la utopía, la esperanza de una vida mejor, la ideología, la filantropía, si queréis. Conocimos cosas, personas y hechos que nadie nunca nos podrá arrebatar. Hemos vibrado de emoción con los Beatles, los Brincos, Simon and Garfunkel, el Dúo Dinámico, admirado a Alain Delon, Sofía Loren, Liz Taylor o Richard Burton, aprendido de Tierno Galván, de Carlos Castilla del Pino, de Garrido Luceño, de Cela y hasta de Amancio y de Pirri, que no todo era Franco. Supimos convertir el sacrificio en diversión, sacamos provecho del esfuerzo, disfrutamos de esos pequeños placeres que, por clandestinos, eran mucho más intensos: los ligues, los guateques, los besos, los magreos con nocturnidad, los pisos de estudiantes como coartadas para vivir en pareja... En fin, ¿para qué más? Hemos sido hijos de nuestros padres y nietos de nuestros abuelos.

Sí, es verdad, todo eso está muy bien. Lo cual, sin embargo, no es óbice para que uno sienta un pelín de nostalgia. Más que nada por los alicaídos habitantes de ahí abajo, los de la entrepierna. Sobre todo el larguirucho, los gordinflones ni pían ni paulan, nunca lo han hecho, siguen igual, colgones y peludos, pero el de en medio... ¡con lo que ha sido! Me da un poco de penilla. Está perezoso y cabizbajo, como harto de vivir, depresivo; a veces se esconde entre la mezquina greñura púbica y cuesta dar con él. Hace tiempo que no se yergue, tieso y altivo, a mirarme a la cara con su ojo ciego como antaño; pase que no se interese ya por mí, pero que ni siquiera se inmute viendo a la Peque en bolas salir de la ducha... Y para colmo está perdiendo aquel brillito acharolado que tan atractiva hacía su calva. En fin...

Es verdad, siento cierta nostalgia de todo ello. Más, incluso, que de la soplada del pitorro de los Civiles.

miércoles, 28 de octubre de 2015

El sol por Antequera

¡Qué sabia la Naturaleza!
 
Mi amiga Paqui suele referirse a esto cuando vuelve a su casa después de un fin de semana en Lucena con su nieta. "Es agotadora" -dice con dulzura melosa de abuela chocha.
Nuestra madre Naturaleza ha previsto que la prole sea criada por los padres, y que los padres sean gente nueva, fuerte y animosa. Y también que los abuelos seamos eso, abuelos, gente mayor sin tanta gana de jaleo, como fueron en su día nuestros abuelos, personas muy allegadas al niño, muy cariñosas, la abuela que lo mismo te cuece unas migas o unos maimones que te hace monaguillo a fuerza de llevarte cada tarde al rosario de la iglesia; o el abuelo, que te lleva al cortijo a dormir con los mulos, o que te trae ciruelas despachurradas en la capacha.
 
Pero ahora ya no es así. Nos hemos empeñado en corregir a nuestra Madre sabia. Ahora los abuelos somos gente aparentemente entera, preparados y capaces de bregar con cualquiera de estas fierecillas; y algunos, no sólo los fines de semana, sino a diario. Aunque nuestros padres han sido verdaderamente los protagonistas de la operación "visagra", los intermediarios entre lo antiguo y lo moderno, nosotros, la gente de nuestra edad, somos los primeros humanos a quienes nos ha tocado la china de ser los cuidadores de dos generaciones al mismo tiempo; la de por arriba, nuestros padres; y la de por abajo, nuestros nietos. Asumiendo -y en ocasiones es mucho asumir- que nuestros hijos no precisan de cuidados.

La boda reciente de Miguel, el de Natalita y José Antonio, con su novia, celebrada en Barcelona, ha sido el motivo para un fin  de semana deliciosamente "agotador" de la Peque y de un servidor al servicio de nuestro nieto Lucas. Sus padres han volado a la República catalana y nosotros hemos viajado en coche hasta Antequera. Como tiene que ser.

La primera vez que se queda tanto tiempo sin su "mammu" ni su "papuuu" nos temíamos un recital de rabietas, llantos y malas noches. Para nada. Es un crío buenísimo que se lo come todo, que canta y baila y ríe a carcajadas al son y aspavientos de su "abuela-espectáculo", que duerme religiosamente sus horas y que no ha tenido la dicha de emitir ni un sólo quejido, vamos, como si supiera que no somos sus padres sino sus abuelos, como con deferencia, vaya. Eso sí, todo el santo día bregando, intentando andar solo, cayéndose de bruces, gateando, persiguiendo a la Pegui, echándote los brazos, hartándose de un juego antes de empezar y exigiendo otro de inmediato, nada de aburrirse, siendo más rápido que el rayo en tirar un plato o un vaso de la mesa antes de parpadear, dejando caer de su mano, como a lo tonto, cualquier cosa que ha dejado de interesarle, manoseándolo todo y esparciendo lo más lejos posible todos los juguetes a su alcance, forcejeando con coraje y haciendo el puente con la espalda para no sentarse en el carrito reglamentario del coche, no consintiendo que sus cuatro abuelos, reunidos para la ocasión, podamos comer con tranquilidad en un restaurante... En fin, un crío de un año recién cumplido. Y por la noche, cuando cae rendido en la cuna y él solito se pone de lado y se duerme sin rechistar... ¡qué paz!, ¡qué sosiego!, qué plenitud!

Quizás no llegamos a comprender el amor que nuestros padres nos han regalado hasta que no tenemos un nieto. Con la misma edad de mi Lucas yo estuve a punto de morir por un tifus exantemático, enfermedad mortal en los años cincuenta. Y ahora mi hija Meli preocupada porque el niño tose y tiene mocos. ¡Qué no sería el sufrimiento y el pesar de mis padres en aquellos años por mi culpa! Una de las aventuras que contaba mi padre con más énfasis y vehemencia era cuando tuvo que ir en bicicleta desde Antequera a Lucena en busca de Cloranfenicol, un antibiótico nuevo y escasísimo que curaba el tifus.

De un tiempo a esta parte, pues, va a ser cierto eso de que el sol sale por Antequera. Un sol de despertar risueño y feliz, que derrocha energía para despabilar a sus padres, a la monitora de la "guarde", a sus abuelos y a todo quien se le arrime; un sol de Nenuco y de ojos vivos, un sol de simpatía, soliloquios y balbuceos, un sol alegre y comilón, un sol travieso y juguetón, un sol de ternura y cariños. Un sol que, al fin, se pone, exhausto, a las nueve de la noche para soñar, digo yo, con sus migajas de pavo frío, sus papas fritas, las teticas de su mama, otrora ubérrimas y ahora extintas, o quien sabe si ya con alguna amiguita de la guarde, o si con su pilila que tanto le gusta pellizcarse... Tan pronto, tío. Algo bueno tenía que sacar de su abuelo. 

Mi sol de Antequera. Mi Lucas.

 

domingo, 27 de septiembre de 2015

Accesibilidad

A esta mujer de 70 años la he visto en mi consulta por un problema renal de escasa importancia. Se ha resuelto en la segunda visita. Pero no puedo darle el alta a su médico de cabecera porque descubro que presenta, además, una insuficiencia cardiaca severa. Le pongo tratamiento adecuado, le solicito un estudio de coronariografías y la derivo a su cardiólogo de zona para que él haga el seguimiento oportuno.
Éste es el protocolo habitual, lo que hacemos normalmente cuando detectas un nuevo problema no conocido previamente. Si la mujer tuviese más enfermedades o fuese mucho más mayor no la derivaría a ninguna parte sino que yo mismo me haría cargo de todos sus procesos.
Vale. Hasta ahí, todo correcto.
La sorpresa es cuando me entero de que la cita para el cardiólogo es para septiembre de 2016, es decir, un año de demora.
 
Éste es uno de nuestros grandes males, las demoras en las citas.
 
¿Por qué ocurre esto?
 
Hay un decreto  que prioriza las citas para los especialistas cuando las peticiones provienen desde el médico de cabecera. Tienen que estar antes de 60 días. Muy bien. Con ello se pretende y se consigue apoyar en lo posible al médico de atención primaria. Muy bien. Incluso, 60 días me parece un plazo muy largo.
¿Qué pasa entonces? Pues que no quedan huecos disponibles para las peticiones que hacemos los otros especialistas. Nosotros no tenemos prioridad, la cita puede demorarse al infinito. No hay decreto que regularice esto. Por otra parte, las solicitudes de interconsulta no pasan previamente por los médicos especialistas para darles así una mayor o menor prioridad sino que las citan directamente las manos asépticas de un administrativo que, sin conocimientos médicos, se limita a rellenar la agenda. Por aquí vamos, pues por aquí. Da lo mismo que sea un año que dos.

Como vemos, este problema, tan corriente, atenta con dos grandes principios de la calidad: la accesibilidad y la equidad.
 
Solución: no pedir nosotros ninguna interconsulta a otros especialistas sino que las pida el médico de cabecera. Si lo hacemos así, éste, el médico de cabecera, nos puede tachar de vagos, que no queremos hacer nuestro trabajo.
O bien, personarte tú mesmo en cita previa y "pelearte" con el administrativo de turno para obtener una cita más favorable a costa de otro paciente sufridor que no ha tenido padrino.
O lo que suele hacer el personal por lo común: irse a Urgencias.

Yo animo a la gente a que proteste y reclame en el sitio adecuado. Que no abronque al administrativo de cita previa que poco puede hacer. Que no escriba en el pliego de las reclamaciones, eso no sirve pa ná. Que vaya directamente al despacho de la dirección del centro que corresponda y que allí, con mesura y educación, exponga al director el problema. Si el pasillo de las direcciones médicas de los distintos centros estuviese toda la mañana atiborrado de personal descontento la cosa sería muy distinta.

Pero no. Es más rápido y está más a la mano irse a las urgencias de los hospitales por problemas de salud que, sin ser urgentes, tampoco pueden esperar meses y meses. La gente, astuta, ¿cómo no?, ha aprendido que, aún con el inconveniente de aguantar luengas y pesadas horas en manos de médicos novatos e inexpertos, al final consigue el propósito de adelantar en mucho la cita con el especialista. Y encima este fenómeno social de crudísima realidad ejerce en la población un efecto llamada de primer orden. Venir a las urgencias del hospital sale a cuenta. Así tenemos las Urgencias: congestionadas hasta reventar.

Y no deja de resultar paradójico que los gerentes conocen esto perfectamente. Si no hubiese la indecente demora para las visitas a los especialistas caería en picado la afluencia de las gentes a las urgencias. Como la leche recién hervida. Parece que ponen mucho empeño en descongestionar las urgencias, pero no es así. Todo es simulacro. Si fuese de verdad, entonces se reforzarían las urgencias hospitalarias con personal cualificado y no con residentes de primer año, se controlaría mejor el nivel de derivaciones desde atención primaria, se exigiría a los distintos jefes de servicio una respuesta mucho más rápida y adecuada en los centros periféricos de especialidades, se procuraría dotar de troncalidad a los mismos para evitar tanta dispersión y fragmentación en la asistencia, esto es, que un anciano no tenga necesidad de visitar a cuatro especialistas sino a uno solo. Por ejemplo.

Para ello se necesita la voz clara y decidida de la población. No en los mostradores, no en las consultas ni en los pasillos, sino en los despachos de los directores. O en la prensa. Por desgracia, nuestra gente, vosotros mis queridos lectores y amigos, yo mismo, todos, se conforma con poder ir a las urgencias cuando le dé la real gana. Y de eso, de esa displicencia, se aprovechan los gestores.

En fin... yo aquí con estas lamentaciones, que parezco un Jeremías hospitalario, y allá arriba los catalinos con sus votos y sus bravuconadas. ¡Que el Señor nos coja confesados!

jueves, 17 de septiembre de 2015

¿Machismo?

No sé cómo catalogar lo acaecido esta tarde. Lo he etiquetado de machismo pero igual no lo es; a lo mejor es otra cosa, no sé... presencia de ánimo, suficiencia, capacidad de convicción, inspiración de confianza... Juzgad vosotros mismos.
 
-Buenas tardes.
El despacho, hueco de personal y repleto de mesas de trabajo con sus ordenadores y sillas correspondientes, me parece este año más espacioso que en otras ocasiones. Según se entra, a la izquierda, una mujer administrativa hace como que ordena papeles. Justo antes de entrar yo salían de él un hombre joven y dos críos pequeños, seguramente esposo e hijos de esta trabajadora esforzada, que se han llegado a darle ánimo en esta hora tan a despropósito. Como cuando yo tengo que ir de tarde al Tomillar. Más o menos.
-Buenas tardes -me contesta con una sonrisa amable.
 
Me gusta adentrarme en el edificio de la Universidad de Sevilla. Me parece que en el patio central, donde brota la fuente, voy a toparme con Aristóteles y Platón conversando al modo en que se representa en el cuadro de Leonardo. Sus angostos y oscuros pasillos con sus muros salpicados de cuadros de santos y de celebridades cultas me evocan tiempos clásicos del saber y me hacen sentir heredero y depositario de una cultura vasta y milenaria. Yo, que tuve que estudiar mis primeros años de Medicina de prestado en sótanos desahuciados del pabellón de Ingenieros y del hospital provincial de Córdoba, valoro en mucho la grandeza, el señorío y la prestancia de este edificio sevillano tan emblemático. Me conozco bien el camino hasta el despacho de ir cada año a firmar mi contrato con la Facultad de Medicina.
 
-Nada, que venía a firmar la prórroga de mi contrato.
-Nombre y Departamento -me inquiere la mujer.
-José María Rivera Cívico. Departamento de Medicina -contesto. 
Coge una carpeta y rebusca en ella hasta dar con mi expediente. Hago el gesto de sacar mi carnet de identidad pero no hace falta. Me entrega el contrato para que lo firme. Firmo sin leerlo y ya está, me dispongo a irme.
-Qué apellidos más bonitos -me dice a modo de despedida-, sobre todo Cívico.
-¡Vaya! -le respondo cortés-. Rivera también me gusta.
-Ea, pues nada, hasta luego.
 
Ahora vamos a reproducir la misma escena pero esta mañana. Sólo que en lugar mío fue la Peque a firmar por mí. Más o menos fue así:
 
-Buenos días.
-Buenos días.
-Mire señorita que venía a firmar un contrato.
-Muy bien. Nombre y Departamento.
-José María Rivera Cívico. Departamento de Medicina.
-Pero usted no es José María, lógicamente -se pone la mujer.
-Lógicamente -contesta guasona la Peque-. No, es que mi marido no puede venir por las mañanas por motivos del trabajo, ya sabe, en el hospital... Y vengo yo. Traigo aquí su carnet de identidad y una autorización escrita y firmada por él.
-Lo siento, pero no puede ser. Tiene que venir él en persona. O si no, tiene usted que traer un poder notarial.
-¿Tó eso? -se pone la Peque.
-Vaya. Pero además que los lunes y los jueves se abre este despacho de 3 a 5 y media. Puede venir él mismo por la tarde.
 
Y esta misma tarde, jueves, me he presentado allí.
Ya habéis visto. Visto y no visto. Veni, vidi, vinci. Ni carnet de identidad siquiera.
 
¡Machismo encubierto? ¿Poderío que tiene uno? Vosotros mismos. 

lunes, 7 de septiembre de 2015

Apertura de curso

7 de septiembre 2015

Hoy quiero dar comienzo al nuevo curso académico reflexionando con vosotros sobre aspectos más serios relacionados con la asistencia sanitaria, con mi forma de entender la práctica clínica y con los defectos que desde dentro detecto en mi hospital y en su área de influencia.

Soy consciente de que actuando así puedo convertirme en juez parcial que todo lo analiza y sanciona desde su poltrona autocomplaciente. Yo soy el bueno de la película y con mi dedo justiciero señalo y fustigo el trabajo mal  hecho de los otros, los malos. Os pido que estéis vosotros  pendientes conmigo de esa peligrosa tendencia y que me aviséis enseguida que detectéis tal síntoma.
 
Durante muchos años, muchos, hemos disfrutado de un sistema sanitario cojonudo. Podemos hacer coincidir el resurgir de una medicina moderna dentro de un sistema magnífico con la creación del sistema MIR, allá por los años setenta. Puede ser así. Copiado o no de los americanos, nuestro sistema de formación de especialistas ha sido un elemento capital, si no el que más, en el desarrollo de la medicina española. Yo así lo aprecio. Los nuevos especialistas que han ido surgiendo en sucesivas generaciones de cuatro en cuatro años han revolucionado la manera de hacer medicina, han conseguido pasar de una medicina heroica, intuitiva y empírica a una medicina moderna, científica, basada en pruebas sin por ello perder un ápice de lo sustantivo en humanidad y empatía. Ésa fue la medicina que yo conocí desde 1981 cuando inicié mi etapa de residente. Entonces era posible y factible aquello de medicina de calidad, universal y gratuita. Es cierto que a nuestra ascua del buen hacer médico se arrimó la sardina de una sociedad más discreta y conformista, menos informada, mucho menos exigente y mucho menos crispada que la de ahora. Y que éramos bastantes millones menos de criaturas.
 
En fin, hoy escribo estas cosas porque me estoy haciendo mayor, soy un médico gruñón y todo lo veo mal. Quizás sólo sea eso. Ojalá. Ojalá estas reflexiones fueran solamente reflejo de mi propia decadencia personal, una especie de proyección de mis propias frustraciones sobre los demás, quién sabe, o bien un nuevo conflicto generacional similar al de padres con hijos, aquí de médicos viejos con nuevos. Quizás.
 

Tengo que admitir con cierta pesadumbre que la asistencia que hoy impartimos empieza a hacer aguas en materia de calidad. Creo que nuestra medicina ha de seguir siendo universal y gratuita. Pero ¿y la calidad? De una manera vergonzante parece que entre todos hubiésemos asumido que las tres cosas, esos tres paradigmas juntos, ya no son posibles. Dos, sí; pero los tres, no. La medicina puede ser universal y de calidad, pero no gratuita. O puede ser gratuita y de calidad, pero ya no universal. O universal y gratuita, como lo es en España, pero  ¿de peor calidad?

Pero bueno -diréis algunos-, de qué habla el Fili cuando hoy disfrutamos  de la medicina más moderna y tecnificada de todos los tiempos, que cualquiera de nosotros ya se ha escaqueado de la muerte con nuestros muelles cardiacos o ha superado cánceres otrora letales de necesidad? ¿Acaso no sabe que nuestros grandes hospitales están a la altura de cualquiera otro en Boston o en Londres y que nuestros científicos son rifados en las sociedades médicas internacionales? Ahí tenemos los casos de los doctores Valentín Fuster o Mariano Barbacid... ¿Olvida que somos pioneros en todo el tema de trasplantes y donaciones de órganos?.  Ésa es la cuestión. Para la alta tecnología estamos en cabeza. Es verdad. Y no puedo de ninguna manera menospreciar esta evidencia. Al contrario, comparto con vosotros ese orgullo de vivir en un país con similares bondades sanitarias que cualquiera de los más avanzados. Para lo gordo estamos ahí, sí, es cierto. Y es algo contradictorio, como mandar cohetes a la luna y mientras tu gente se muere de hambre. No hablo de eso, hablo de lo común, del día a día. Nadie va a poner en duda la pulcritud y elegancia de los modelos del escaparate. Preciosos. Hablo de los trajes descosidos de la trastienda, de lo que no se vende -lo que no vende-, de lo que no conviene airear. Me refiero a la cita que nunca aparece, a intervenciones que llegan tarde o no llegan nunca, a la inaceptable demora de pruebas y de recogidas de resultados, a la brutal sobrecarga  doméstica de tantas cuidadoras, al sufrimiento del moribundo y sus familiares en su casa o en el hospital, no siempre asistidos como se debiera... en fin, a ver quién pone orden en tanto fármaco de los ancianos que viven solos, cómo evitar los errores seguros en su imposible cumplimentación, a la falta de camas hospitalarias, a la congestión insoportable e indigna en los pasillos y en las dependencias de unas Urgencias hospitalarias manejadas por novatos la mayor parte del tiempo, a la pérdida progresiva de ilusión, de ganas, de vocación -si queréis- que veo en mí mismo y en muchos compañeros... Me refiero a lo que conozco bien desde hace muchos años: al hospital envejeciendo, al hospital decadente. 


Pero vayamos por partes. Estamos hablando de calidad en la asistencia sanitaria.
 ¿ Qué es la calidad y cómo se mide?

Se ha formulado desde antiguo que la calidad en la asistencia sanitaria tiene dos brazos: calidad objetiva, que hace relación a la bondad en la realización de una técnica o de un acto médico; y la calidad subjetiva, que se refiere a cómo percibe el usuario la atención médica recibida. Naturalmente que nos interesan las dos: hacer bien las cosas y hacer que el paciente se sienta bien atendido. No siempre son concordantes, el médico puede hacer una verdadera chapuza y el paciente salir encantado o viceversa. O como cuando un arquitecto te hace un plano y un diseño perfectos de tu nueva casa pero luego a ti resulta que no te gusta cómo ha quedado. Bien es verdad que por muy bien que un médico actúe las expectativas de los usuarios pueden no verse nunca satisfechas porque son o pueden ser infinitas. Pero también ahí tiene el médico su papel de educador mediante el diálogo y la información adecuada. De manera que gestores y médicos han de cargar con la responsabilidad de la calidad. La Administración debe ser garante de la equidad, la accesibilidad, la confortabilidad, la seguridad y la intimidad de los usuarios. Y de la adecuada gestión de los recursos. En nuestras manos médicas están el peritaje y la empatía. Uno tiene que saber hacer bien su trabajo -hacer bien lo que hay que hacer- y debe saber transmitir confianza. Eso es.

La calidad objetiva se mide mediante el registro de escalas, diseños, objetivos y protocolos que están mucho más en los papeles que en la práctica diaria y a menudo alejados de la realidad clínica. No es infrecuente que a un trabajador sanitario lo evalúen más por los registros gráficos que haga que por el verdadero trabajo bien hecho. Es duro esto, eh; pero llega a ser así. Se puede llegar a priorizar el registro de lo que se va a hacer sobre la bondad del acto mismo. E igual podemos decir del cumplimiento de objetivos. El sistema propicia la cumplimentación en papel de los mismos sobre el trabajo abnegado con los pacientes. Vamos a ver, uno entiende que lo que se hace haya que registrarlo porque lo que no está escrito en ninguna parte simplemente no existe. Lo que critico es tanto afán de comparar para  competir entre servicios y entre hospitales sin que tales registros obedezcan de verdad a la realidad controlada. Ha llegado tan lejos este afán registrador que existen rankings entre los distintos servicios y entre los hospitales andaluces. Aún sabiendo que no se pueden comparar realidades distintas porque las distintas Unidades Clínicas de los distintos hospitales andaluces no hacen lo mismo, ni siquiera los de un nivel parecido. Hay más: muchos servicios y algunos hospitales enteros se han acreditado en calidad, esto es, tienen el marchamo, el sello de una empresa externa que les acredita como hospitales o como servicios muy buenos, por encima de los demás. La norma ISSO, por ejemplo. Como puede ocurrir en cualquier fábrica. Pero es todo eso una pequeña farsa, un simulacro. La empresa externa responsable de la acreditación envía a un "chivato" varias semanas antes para que revise cómo están las cosas. Éste toma nota de las deficiencias que detecta y alerta al jefe del servicio o al gerente del hospital para que corrijan esos defectos para el día D, el día o los días en que se vaya a realizar la auditoría. Un simulacro. Se trata de tener la casa limpia para la visita. Luego, una vez terminada, las cosas pueden volver a lo de siempre. Algo parecido a la limpieza de las Urgencias cuando nos visita nuestra presidenta de la Junta, hay que esconder a los pacientes que atiborran y afean los pasillos.
 
La calidad subjetiva suele medirse mediante las encuestas de satisfacción y mediante el análisis de las reclamaciones y demandas.
Me da coraje de las encuestas, siempre salimos de sobresaliente. Más falsas que las de PRISA sobre intención de voto. El usuario medio que responde a las encuestas suele hacerlo a la salida del hospital donde ha estado ingresado. La mayoría de los que responden es porque les ha ido bien. Aquellos que salen insatisfechos no se molestan en contestar nada, simplemente se van cabreados. Y los que fallecen tampoco suelen entretenerse en tales minucias. Y sus familiares, menos aún.
En cuanto a las reclamaciones sí rompo una lanza a su favor. Tengo un gran respeto por las reclamaciones porque entiendo que detrás de cada una hay un paciente o un familiar que ha sufrido no sólo la privación de su salud sino el rigor frío y la aspereza de alguna de nuestras actuaciones cuando no la más pura negligencia. Y tampoco aquí actuamos bien. Lo sé por el tiempo -más de 20 años- que he sido jefe de sección. Por lo general, el médico siempre se pone a la defensiva. Es el paciente quien no se ha enterado de tal o cual cosa o ha tenido malos modos. No soy capaz de recordar una respuesta médica de autocrítica aceptando los términos de la reclamación que ha hecho el paciente o su familiar. Siempre respondemos con vaguedades "estamos trabajando a diario para subsanar esas deficiencias" y cosas así. Con todo, la gente reclama mucho menos de lo que debería, en ocasiones lo hace por naderías y deja pasar cosas gordas de verdad. Estoy seguro que en nuestro fuero interno -lo digo por mí mismo- sabemos que hemos metido la pata pero nos cuesta un güevo aceptarlo abierta y explícitamente.

Alguien que no me conozca bien puede pensar que soy un médico resentido, que cargo fieramente contra todo porque estoy dolido con algo o con alguien, porque pudiera, eventualmente, sentirme maltratado por la Administración. Rotundamente no. Soy un médico querido por mis pacientes y por mis compañeros, y tengo la satisfacción de mi trabajo que creo bien hecho. Mi discurso, por tanto, como el verso de Machado, brota de manantial sereno. Me mueve la rebeldía por ver que las cosas ya no son como antes, y que yo mismo, un todoterreno hospitalario, estoy perdiendo fuelle. Quizás también, no digo que no, por mi propia resistencia para aceptar que estamos en otros tiempos, en otro paradigma.

¿Qué ha pasado? ¿Por qué este deterioro en la calidad asistencial? -me preguntaba la otra noche en un chiringuito de playa un amigo.
Es muy complejo y yo no tengo la respuesta exacta. Ni siquiera aproximada. Pero os expreso  mi opinión, cómo veo yo la cosa:

A mi modo de ver, el factor fundamental en el deterioro que veo de la calidad asistencial ha sido la enorme desproporción entre los avances médicos y tecnológicos, la carestía de los mismos, el progresivo envejecimiento de la población, las infinitas expectativas de los usuarios, por una parte... y la creación de recursos para asumir aquellos retos, por otra. En otras palabras: en estos últimos cuarenta años somos muchas más criaturas (en millones), más viejos, más necesitados de servicios médicos y sociales, más exigentes, la vida se ha encarecido muchísimo y no hay dinero para todo. O si lo hay, no está en disponibilidad de uso ni en las manos más adecuadas. Siendo, pues, éste el primum movens, la crisis y los recortes no han hecho otra cosa que empeorarlo todo. En este sentido la Administración tienen mucho en su "debe". Desde hace décadas se habla, se escribe, se debate acerca de los grandes retos sociales -que ya han llegado- como consecuencia de la sociedad del bienestar y del enorme envejecimiento poblacional. Se sabía de sobra que todo esto iba a pasar. Pero no se ha actuado. Miento, sí se ha actuado, pero me temo que en dirección desacertada. Ni de lejos se han creado los recursos mínimos para afrontar tales retos: plantillas no sólo al mínimo sino desmotivadas, no cobertura de bajas, amortizaciones de plazas de sanitarios que se jubilan, disminución de camas hospitalarias, falta de plazas de Residencias de ancianos, arbitrariedad interesada y enchufismo en la designación de cargos intermedios... No hurgaré más en la herida. A lo mejor es que no se ha podido hacer de otra manera. Que se ha cortado el chorro que fluía de Europa y nos hemos quedado tiesos. Vale. Pues que se diga, coño.

Hay otros factores, veamos: el cambio en el status laboral del médico. Antes, los médicos eran personajes heroicos que se ganaban el prestigio a base de un trabajo épico de 24 horas los 365 días del año. Al lado del cura eran las autoridades morales de nuestros pueblos. Y estaban totalmente implicados en el sistema. Mi amigo el "Pintor" bien pudiera haber sido el último representante de este modelo ya extinguido. En los hospitales, por su parte, no mandaban los gerentes, simples representantes obligados de la administración, sino los catedráticos y los jefes de Departamento, gente poderosa, prepotente y soberbia, de acuerdo -y no todos-, pero personas conocedoras de su oficio, con el culo "pelao" y el diente retorcido, pero mirando por el hospital como si fuera su cortijo. No, no digo que quiera volver a eso. Ha sido un logro extraordinario dotar a la profesión de un horario acorde con los tiempos y de despojar al sistema del nepotismo de antaño. Pero quizás nos hayamos pasado de rosca. Ahora, los médicos somos funcionarios, trabajadores por cuenta ajena, gente que echa sus horas y adiós mu buenas. Y no me pidas más, que ni mijita. Si las citas se demoran, si la observación está llena, si no hay camas libres, si la lista de espera se dispara... "No es mi problema, yo soy un simple trabajador". Hemos perdido -metámonos todos- aquel antiguo espíritu de "llamada", de vocación, de saberse persona escogida entre muchos para una misión muy especial y específica. Casi casi como los curas. Los curas buenos. No, ahora somos funcionarios. Y punto. No sé de qué manera se podría haber hecho, pero yo entiendo que la administración se ha equivocado al no implicar al personal sanitario -médicos y enfermeros- en un organigrama de más complicidad, de más compromiso.

Otro factor estrechamente relacionado con lo anterior es la desconfianza del personal sanitario sobre los gerentes y directivos, lo que  llamamos desafección. Hoy los gerentes de los hospitales, por lo general, son prebostes de la casta política, de los del carnet en la boca, que se van rotando cada cuatro años más o menos -material fungible- y cuyos objetivos suelen ser cumplir las órdenes de "arriba" y procurar que los trapos sucios no salgan mucho en la prensa. En cuanto a los jefes de servicio y de sección, se están extinguiendo los de "pata negra", aquéllos que ganaron su estatus mediante oposición y han gozado siempre de un reconocido prestigio. En la actualidad, el jefe "tipo" que eligen los gestores suele ser un médico sin plaza, de menos de cincuenta años, cuya docilidad ha de ir necesariamente ligada a su precariedad contractual. Y estos gestores y jefes tienen bien aprendida la lección de los números, la cantidad sobre la calidad. La cultura asistencial que domina en mi hospital es resolver pronto, dar altas rápidas, proporcionar estancias cortas, venga vamos, el siguiente, no hay que pararse tanto, ya se verá más adelante en la consulta... Esta manera de actuar ha propiciado, creo yo, la sustitución del juicio y razonamiento clínicos (proceso necesariamente reposado y concienzudo) por la solicitud a la defensiva de pruebas complementarias. Y lo peor es que los residentes lo están aprendiendo. No, no me gusta lo que veo. Por otra parte se ha creado un ambiente sanitario de sentimiento de maltrato crónico. Es algo natural. Gestores y sindicatos se han mostrado la mar de dadivosos con los trabajadores, pero sólo de "boquilla". La Administración siempre pregona que su principal capital son sus trabajadores, pero éstos sentimos que no es así, que sólo es simulacro, propaganda barata. ¿De qué nos valen tantos días moscosos, días de vacaciones adicionales por antigüedad, días porque se opera tu suegro, días salientes de guardia, días... todo ello derechos legítimos, si luego no da cobertura suficiente para desarrollar el trabajo que se queda sin hacer? Al final, o no se hace o se lo tienen que repartir los compañeros. Y ya por último, lo de los recortes y los contratos al 75 y al 50% ha terminado por dar la puntilla.

La sociedad del bienestar nos ha hecho a todos más relajados. A los médicos, también. Eso se nota mucho en el trabajo diario. La gente no quiere problemas ni comeduras de coco. Queremos, lógicamente, disfrutar como todo el mundo, de nuestro tiempo libre, y no estar todo el día agobiados por un caso o estudiando a todas horas como hacíamos antes. Nos encontramos cómodos haciendo lo habitual, lo conocido, lo de todos los días. Es humano, y los médicos somos hombres y mujeres. Por difícil y compleja que sea, la tecnología médica acaba convirtiéndose en rutina. El radiólogo intervencionista, el cardiólogo o el neurocirujano, por poner ejemplos más llamativos, hacen cosas realmente increíbles, de ciencia ficción. De altísima escuela. Todos los especialistas, en general, poseen un grado excelente en su cualificación profesional. Pero nos hemos acostumbrado al "caso normal" "al paciente tipo" . Cualquier caso más complicado o más extraño -cosa que antes suponía un reto interesantísimo de estudio y de discusión- hoy lo espantamos hacia otros servicios u otros compañeros con la chirriante coletilla de "esto no es mío". Huimos de lo que no conocemos. Así que aquellos pacientes cuya enfermedad o dolencia se sale del guión previsto lo pasan mal por no encontrar un médico de confianza y de garantías que se haga cargo de sus cuidados. Se sienten como pelotas rodando de un lado a otro.

En fin... me conocéis, sabéis que soy hombre positivo y optimista. Solo que en lo que toca a  mi oficio soy muy crítico y exigente. Conmigo, el primero.

Bueno, ya llegarán otros días en que os anime a seguir creyendo en nosotros y en nuestro sistema. Hoy he cogido un catarrazo hospitalario de mil demonios.



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lunes, 31 de agosto de 2015

Hortaliza erótica

De vuelta de las vacaciones y sin ningún premio de la ONCE que aligere la carga de mi desgana os voy a relatar el último incidente ocurrido en el Tomillar justo la misma tarde del pasado 14 de agosto, día en que tomé la segunda parte del descanso estival.
 
El hombre es un anciano enjuto y fuerte, de éstos que jamás ha pisado un hospital. Un viejo sano de cualquiera de nuestros pueblos. Su hija lo ha llevado a las Urgencias del Valme porque lleva dos días desvariando con fiebre alta. Allí lo han diagnosticado de neumonía y lo han derivado al hospital del Tomillar, destino acordado para los enfermos muy mayores o muy malitos -los sin remedio- que no vayan a precisar de aparataje, quirófano ni pruebas médicas complejas. 
 
Y ahí me tenéis con Manuel. Las cinco y media de la tarde. Y sin siesta ni ná. Con dos cojones.
 
Después de la jornada de mañana en Valme, vete al Tomillar, almuerza un plato de gazpacho fresquito, un filete de pollo empanado y una nectarina; échate un ratito en un sofá reclinable de escay pegajoso y espera impaciente la primera llamada de la enfermera anunciando la llegada del primer ingreso... y luego, la del segundo, el tercero, el cuarto... Hasta diez pacientes hemos llegado a tener alguna tarde. Esto sólo es un día en semana, no vayáis a creer que es un diario. Sería imposible. Con todo, resulta pesadísimo para un hombre de mi edad acostumbrado a echar el resto por las mañanas y dedicar las tardes para el asueto y el estudio tranquilo. Lo peor, la siesta. La falta de siesta.
 
La hija de Manuel ya me lo advierte nada más entrar en la habitación, "Doctor, tenga usted cuidado que mi padre tiene un carácter muy fuerte y es muy mal hablado. No le eche usted cuenta, por favor, que es que se le ha ido un poco la cabeza con esto del ingreso".
 
Me acerco precavido. Manuel mira a su hija como pidiéndole explicaciones de por qué se encuentra en este sitio y no en su casa; luego se vuelve para mí y gruñe. Desnudo en la cama, tiene toda la sábana arrollada en lo hondo; hasta el  momento está respetando el pañal que le cubre sus partes. Arroparlo la hija y tornar la sábana a los pies es todo uno. Es rapidísimo el puñetero.
 
-Buenas tardes, Manuel.
Me mira con intención de agredirme, como si me hiciera culpable de su situación. No me responde. Me dispongo a auscultarlo y entonces salta.
-A mí no me toca nadie.
-Papá, que es el médico -media la hija.
-Mi médico está en el pueblo -grita.
-Ya, pero yo soy tu médico de aquí, en el hospital.
 
Permanece un instante pensativo. Ha relajado la boca y su mirada es más tranquila. Da un largo suspiro.
-Bueeeeno, venga.
 
Me deja auscultarlo sin oposición. Aprovecho la marea favorable y le toco el vientre, le levanto el pañal por delante para asegurarme de que no haya globo vesical ni hernias en las ingles. Naturalmente no voy a provocar tanto como para intentar un tacto rectal. Ni ganas que tengo tampoco. Pronto acaba la buena racha. Regresa la fiera.
 
-Ya está, ea, sacabó lo que se daba.
-Muy bien Manuel, muchas gracias. Ya solo me queda que me enseñe usted la lengua. A ver, saque usted la lengua.
 
Se me queda mirando extrañado sin acertar a comprender mi petición. En su delirio febril pudo creer que se trataría quizás de una broma o de una tomadura de pelo, qué sé yo.
 
-¿La lengua, dice?
-Sí, la lengua, sáquela usted afuera.
 
Mira un momento a su hija, menea negativamente la cabeza, se vuelve hacia mí y suelta un exabrupto graciosísimo.
-La lengua no, ¡er nabo le voy a sacar!
 
La hija no daba crédito y se deshacía en disculpas mientras yo me reía a carcajada limpia de tal ocurrencia.
 
-No te apures mujer, esto son cosas de la edad y de la confusión mental por la fiebre. Es muy normal, no pasa nada, nosotros estamos muy acostumbrados, de verdad...
 
Se me hizo la tarde la mar de llevadera gracias a este incidente tan gracioso imaginándome a mí mismo de muy viejito, verde y rabioso. ¡No le queda ná a mi Meli!

miércoles, 5 de agosto de 2015

El vendedor de simpatía

En Pamplona anda por estos días un vendedor de la ONCE muy particular. Tan especial que ha sido capaz de endosarle a mi hermano Frasco cuatro décimos. Jamás de los jamases este hermano mío ha metido nada en loterías, juega en Navidad con décimos o participaciones regaladas por sus pacientes. Más o menos como un servidor, pero más rácano aún. Pues este hombre lo ha llevado al huerto.

Es un artista, las cosas como son.

A las cuatro de la siesta del único día de Julio que ha hecho calor en Pamplona y recién salidos del restaurante del menú a 10,90 -buenísimo, por cierto-, íbamos calle arriba bromeando con las ocurrencias de mi cuñada Sami con el camarero que nos ha atendido. En el repertorio del menú una de las opciones para el segundo plato era "alitas de pollo".
-Repítame los segundos, por favor, que me he distraído y no me he enterado -le dice la Sam al camarero. Y éste, muy bromista, le va pregonando el listado.
-Lasaña de carne, revuelto de morcilla, chuletitas de cordero, filete de ternera, entrecot, merluza en salsa, alitas... -Y sin dejarlo terminar mi cuñada salta:
-¿Las alitas son de pollo? -Y el camarero, la mar de serio:
-No señora, son de cordero.
-Ah! Pues entonces, no.
Estos navarros tienen un humor distinto al nuestro. A nosotros se nos ve venir, nos reímos antes de acabar el chiste. Estos de aquí, no. Te la pegan porque se quedan serios, como si la cosa fuera verdad. Tuvieron que pasar algunos segundos de zozobra sin saber realmente si echarnos a reír o qué. Hasta que el hombre dice:
-Pues claro que son de pollo, mujer. ¿En Andalucía hay alitas de cordero quizás?

En ésas estábamos cuando un mozalbete espigado y desenvuelto se acerca y saluda a mi sobrina Marisita, de preciosos y coquetos quince años, como si la conociese de siempre.
-Jovencita -la espeta sonriente-, ¿qué harías si te tocasen veinte millones de euros, eh?
-¿A mí? -pregunta ella extrañada de que un desconocido la aborde de esa manera-. Pos yo me iría a EuroDisney -contesta con ese desenfado que hoy maneja la gente nueva.
Se acerca mi hermano a ver qué está tramando su hija con un lugareño.
-Nada señor -se disculpa el mozo, aquí estoy tratando de que su hija, preciosa, consiga su sueño, viajar a Eurodisney.
-¡Y cómo es eso?
-¿Cómo va a ser? Cuando le toquen los veinte millones de euros en este número que usted le va a comprar, claro.

¡Milagro de san Ignacio! (creo que era el día de su onomástica). Mi hermano saca dinero del fondo común y compra no uno sino cuatro números, uno para cada familia. ¡Lo nunca visto!
-¿Qué mosca te ha picado, tío? -le digo.
-Ea, la casa por la ventana.
 
Y nos volvemos para Elizondo a echar la siesta en nuestra casa rural haciendo cábalas secretas sobre el destino que le vamos a dar a la burrada de euros que vamos a ganar ya mismo.
 
Regresan mis hermanos y sus familias respectivas a nuestra tierra y la Peque y yo nos rejuntamos con nuestros amigos de Sevilla que justo el mismo día vienen a otra casa rural en Erratzu. Días más tarde volvemos a Pamplona con ellos.
Y en esto que, nuestras mujeres de tiendas, estando los hombres tomándonos unas cervecitas y unos pinchos en la misma puerta de un bar de la misma calle de antes, la calle Estafeta, se nos presenta de improviso un joven elegante y la mar de espabilado. Nos ofrece su mano a modo de saludo mientras nos promete el mejor de los seguros de jubilación: veinte millones de euros.
 
-¡Un momento, un momento por favor! -le interrumpo su discurso-. Perdóname, pero ¿no me reconoces?
El muchacho se queda mirándome un rato cerrando un poco sus ojillos de pícaro como si así, de esta guisa, fuera a avivar su memoria.
-No, no caigo -responde al fin.
-Hace escasamente tres días nos vendiste a mis hermanos y a mí cuatro números, tío. En este mismo sitio.
-Ahhhh, es verdad, ya está: que veníais medio achispaos y traíais a una chiquilla morena que quería ir a EuroDisney!!!
-Exacto!
 
Y nos encasquetó otros cuatro números.
 
-Eres un artista, chaval.
 
Se sentó con nosotros. No aceptó una cerveza "porque estoy trabajando". Nos contó a instancias mías que es un estudiante de empresariales y que está haciendo un máster de gestión en Pamplona. A mi pregunta sobre si era vasco me dice el tío "Usted me ve pinta de vasco, un muchacho tan elegante y bien arreglado como yo?. ¡Qué va hombre! Soy madrileño". "¿Y por qué vendes cupones si no se te ve ninguna limitación física ni, desde luego, mental?". "Soy sordo" -nos dice mientras nos enseña un pequeño aparatito protésico detrás de sus orejas. "Nadie lo diría, chaval". Y se explayó con nosotros fantaseando con proyectos de su futuro. Pretende ser un emprendedor, fundar una empresa inmobiliaria en Madrid que se dedicará a rehabilitar pisos antiguos y ruinosos y ponerlos luego a la venta. "Tú eres capaz de venderle una burra penca a un gitano" -le dice el Ojeda. Y es verdad.
Se despidió muy cortés. Y lo vimos subir y bajar por la calle Estafeta. Y en cada puesto donde paraba acertaba a colocar sus cupones. Y departía amistosamente con la gente.
 
Porque no sólo vende cupones, vende su compostura, sus hechuras y su simpatía.
 
Os avisaré si nos toca algo.

jueves, 16 de julio de 2015

Julio: calor y contrastes

Muchachos, me voy de vacaciones. Pasaremos el fin de semana en Benalmádena con nuestro nieto Lucas y sus padres, y luego subiremos con mis hermanos y algunos  amigos hasta el norte de Navarra, en la misma raya con Francia. ¡Ya está bien de calor africano! Es nada, en agosto vuelvo a la tarea.
 
Antes de irme quisiera compartir con vosotros estas reflexiones improvisadas acerca del verano. Cosas que se me ocurren por la calor.
 
He descubierto la bondad de los ventiladores. Como sabéis, hemos puesto ventiladores de techo en el pisito de Triana en vez de aire acondicionado. Una bendición. Fresquito natural que me permite dormir a gustito en pelota, incluso arropándome con la sábana a media madrugada. Medio culo dentro, medio culo fuera. Hasta que se despierta la Peque en uno de mis vuelcos, agarra el mando a tientas y lo desconecta. "Me da susto -se pone-, no vaya a ser que se descuelgue y nos degüelle". Ea.
 
En agosto, frío en rostro, dice el refrán. Es verdad. La calor verdadera ocurre en junio y en julio. Y no sólo este año. Lo de este año ha sido una pasada, hombre. Ayer tarde, sobre las nueve de la noche, los termómetros callejeros marcaban 41 grados en los jardines del Cristina. Tío, al lado del río. ¡41 grados! Cuando salgo del hospital, ni te digo: 46 grados en la calle. Mi perra, la Pelusa, se ha negado en redondo a salir a pasear conmigo por las noches. Cuando ve que busco el arnés y la correa se esconde debajo de la cama. Y al ratito asoma tres aceitunas negras pegadas en el algodón de su cara.
 
Julio es un mes tórrido por éstos nuestros lares. Tengo sensaciones contrapuestas para con este mes séptimo del calendario. Recordamos algunas muertes de jóvenes del pueblo en accidentes laborales, algún ahorcado en los olivos, la decapitación por hacha de José "Gitano" que tantas veces le he oído contar a mi padre, la muerte de mi propia hermana, los incendios de trigales en la Capilla... Un mes, en fin, de desdichas. Sin embargo, un mes felicísimo por otra parte: el meollo de las vacaciones; todas las tardes en el río; el cine de verano en el patio de Ignacio, a peseta y llevando la silla; el sentarse al fresco toda la casa y la vecindad hasta las tantas, los chaveas en la "graílla", los mayores en las butacas o en las sillas bajas; la Casera de limón fresquita "ancá" "La Chorro"; la siega y la trilla con mi padre, el picor de la paja en la era; la choza en el campo, el dormir al raso, los melones tempranillos... Pocas cosas más naturales y refrescantes que encontrar el melón que buscas en la mata al amanecer el día y oírlo crujir y partirse de salud delante tuya  mesma. Y luego que Julio tiene dos de las festividades más celebradas en mi pueblo, por lo menos antes era así: la Virgen del Carmen y el día de Santiago, días marcados por las mocitas para estrenar oficialmente la nueva moda del verano como anticipo para  la Feria. El día en que  el frío y despiadado olvido del Alzheimer llegue a mi casa para quedarse y barra de mi cerebro tantos y tan bonitos recuerdos me conformaría con que respetara, aunque sólo fuera eso, aquella tarde del 25 de julio del 72, día de Santiago, cuando me hice el encontradizo con la niña del "Araíllo" que bajaba Molina abajo hacia la carretera estrenando unas piernas de ensueño y de pecado embellecidas y alargadas más de lo natural por un vestido corto y ceñido de azafata.
-¡Qué haces aquí solo? -me dice.
-Aquí... -no me sale nada, Dios, ¿qué le digo?-, aquí... esperándote - le suelto. ¿Y tú? ?Dónde vas sola?
-Buscándote -se ríe la desvergonzada.
 
Aunque ya veníamos tonteando, yo creo que esa tarde comenzó nuestra gran y emotiva aventura. Le llamamos nuestro verano loco. Os recuerdo que por entonces yo todavía era seminarista.
 
Julio tórrido, mes de contrastes. Y de amores.
 
 
Hasta la vuelta.