Es un hecho contrastado que la edad -la mucha edad- invita a fantasear con la historia propia. Normalmente, en positivo. La gente provecta gusta de contar triunfos, vamos, las famosas batallitas de la mili que todavía repite mi padre como si fuese la primera vez que nos las cuenta. Y los médicos no sólo no somos una excepción al respecto sino que probablemente seamos de los principales exponentes de tal costumbre. He tenido de pacientes a varios médicos ya mayorcitos que en cada visita nos amenizaban la consulta a mis estudiantes y a mí con sus historias de magia médica. Don Manuel Quintana, pediatra de toda la vida de la gente de Peñarroya, nos impresionaba a su hijo Paco y a mí, ávidos aprendices de tercero de medicina, todo el tiempo que hiciese falta con relatos épicos de niños salvados in extremis y otras heroicidades como requisito previo e insoslayable antes de soltarle a su hijo único y consentido la sustanciosa paga mensual, de la que yo -dicho sea en su desagravio- también me beneficiaba. Ni siquiera el gran don Ricardo López Laguna, mi primer gran maestro médico, podía sustraerse al poder de la autofantasía y la autoafirmación. Debe ser, pues, cosa de humana natura.
No debo ser yo viejo del todo aún, puesto que las "batallas" que se me vienen ahora a la memoria de una manera espontánea no son las bonitas ni las triunfales, que haberlas las ha habido, sino aquéllas otras malogradas. Es curioso. Me retiro del ruedo médico satisfecho con la labor realizada a lo largo de treinta y siete años muy productivos. He sabido, creo, manejar el capote para disuadir, la muleta para orientar y el estoque para convencer. Con una sabiduría muy particular, la mía. Mi parte, mi misión, la tengo por bien cumplida. La mayor parte de las veces mi revólver ha disparado con acierto abatiendo el dolor, el sufrimiento, la angustia y la incertidumbre de muchas personas. Ese don me acompañará hasta la tumba. Sin embargo, ahora, en esta transición larga a la jubilación, se me hacen muy presentes las muescas que veo en mi revólver por cada paciente en quien no supe o no pude conseguir el objetivo deseado, por cada uno de los enfermos que se me torcieron, por cada bala que se perdió fallida... Y os traigo a colación sólo aquellas muescas más significativas. No se trata de pacientes que acabaran falleciendo. La muerte natural por enfermedad avanzada o incurable es algo totalmente asumido por mí. No; se trata de enfermos a quienes, independientemente del desenlace final -algunos siguen vivos-, no he sabido darles con la tecla, no he podido diagnosticarlos adecuadamente o tratarlos con acierto. Y por ello han sufrido más de la cuenta. O han muerto antes de que les tocara.
Algunos pocos casos malogrados en toda una vida profesional no es ná, diréis algunos. Bueno, se agradece. Pero seguro que son más. Nuestro cerebro posee una habilidad protectora de nuestra autoestima para silenciar, esconder o justificar aquello que considera de difícil digestión. Pero aún siendo "solamente" ésos, siguen pareciéndome muchos. Se trata de vidas truncadas, de familias desgraciadas, de personas desheredadas de la fortuna, en las que yo he sido parte activa de su infortunio. Es inevitable, va en el oficio, ya lo sé; todo médico esconde más de un muerto en el armario de su conciencia. Todo eso es verdad. Pero pesa.
No puedo recordar su nombre. Era un hombre de mediana edad, congestivo y triponcete. Entra en mi consulta de urgencias en una camilla de ruedas empujada por un celador. Son las cuatro de la mañana. El hombre viene asfixiado vivo; Lucy, una enfermera lucentina la mar de despabilá, la que más trucos médicos nos enseñaba a los residentes primerizos, ya le tiene puestas las gafas nasales con oxígeno y le está cogiendo una vía venosa. Rápido, José Maria, me espeta, este hombre viene en edema agudo de pulmón, quizás deberías llamar a la UCI. Uno, residente de segundo año que ya se ha ganado una cierta vitola de médico resolutivo y eficaz, se resiste a pedir ayuda tan pronto. Para más inri, acababa de enviar a la UCI, minutos antes, a una chica joven con una meningitis de las graves, de ésas que cubren el cuerpo de moratones en nada de tiempo. Y no deseaba importunar otra vez, tan seguido, a Paco Dios, el intensivista de guardia. La chica se salvó, en parte por mi perspicacia clínica y haber iniciado de inmediato la administración de antibióticos. Pero este hombre las pasó canutas, quizás por mi demora en la petición de auxilio. A pesar del oxígeno, la morfina, el Seguril a chorros y la Nitroglicerina en perfusión, el paciente no mejoraba. Se nos moría en la consulta. Llamé entonces, urgente, al cardiólogo de guardia, a la sazón Suárez de Lezo. Éste, totalmente solícito conmigo, se encargó de meter al paciente en la UCI. Luego, vino a verme Paco Dios, a decirme que ambos pacientes, la chica y el hombre, iban evolucionando bien, y que en adelante no tuviera ningún reparo en pedir ayuda aunque fuera de madrugada y tan seguido, que las guardias son así, que las hay que no das palo al agua, y otras en que no paras.
Este caso me enseñó muchísimo. Hasta entonces yo me creía autosuficiente para resolver todo lo que cayera en mis manos. Comprendí de sopetón que la seguridad del paciente está por encima de mi pedantería o de mi bienquedar. Aprendí a aprender los consejos de las enfermeras viejas -no necesariamente de edad, sino de experiencia-, cosa a la que todavía hoy se siguen resistiendo los residentes de primer año, serán tontos! Y me empapé de la sabiduria reposada de aquellos médicos del Reina Sofía de los años ochenta.
Tampoco puedo recordar el nombre de este otro hombre de Alcaracejos que acudió por su propio pie a las Urgencias recién estrenadas del hospital de Pozoblanco para morir al poco rato. Uno de estos casos desgraciados que te impactan para toda la vida.
Hablamos del verano de 1985. Mi Meli aún no había cumplido un añito. Desde abril de ese mismo año un grupo compuesto por ocho médicos especialistas recién terminados y otras tantas enfermeras del Reina Sofía fue destinado a Pozoblanco con el objetivo de poner en marcha el hospital y que estuviera en pleno funcionamiento antes de las fiestas de septiembre, no fuera a repetirse lo de Paquirri un año antes. Aquello era una verdadera familia. El Director, mi amigo y compañero Laín; la Directora de enfermería... ¡la Peque! Hacíamos todos de todo, desembalamos mobiliario, habilitamos las consultas, transportábamos camas y enseres de habitaciones, ayudábamos a los carpinteros, fontaneros y electricistas... Como aún no había enfermos nuestra misión consistía en ayudar en todo lo que hiciese falta y en orientar en los aspectos decorativos y funcionales de consultas, Urgencias y plantas de hospitalización. Comíamos todos juntos en la fonda Damián, y, aunque teníamos pisos o apartamentos alquilados, en más de una ocasión nos quedábamos a dormir en el hospital. Unos meses maravillosos. Con treinta años uno puede con todo.
Por junio se abrieron las consultas externas y las Urgencias. Al segundo día de la apertura me tocó guardia. Para ser mi primera guardia resultó la mar de movida. Por la mañana vino un hombre con una hemorragia digestiva alta en muy malas condiciones. Antonio Naranjo, especialista de Digestivo, acudió enseguida a mi llamada, le hizo una endoscopia, le quemó cuanto pudo de sitios que sangraban en el estómago, y lo derivamos en ambulancia al Reina Sofía para que lo operaran. Nos enteramos luego de que todo fue bien.
El hombre del que os hablo llegaría sobre las cinco de la tarde. Entró en la sala por su pie, como perico por su casa. Aportaba un EKG y venía diciendo algo así como que me manda mi médico porque llevo tres o cuatro días con un dolor en el pecho, algo de destemplanza y tos. Me ha hecho este EKG y quiere que lo veáis. Veo el electro y me parece claramente una pericarditis aguda. José Miguel Laín, que aún andaba por allí, lo corroboró conmigo. Exploré al paciente y no encontrando nada que me llamase la atención lo derivé a la sala de rayos con un celador para que le hiciesen una RX de tórax. Estando en dicha sala desarrolló una parada cardíaca y se murió, el tío. Traído en volandas hasta las Urgencias, José Miguel, el personal de enfermería y yo nos empleamos hasta quedar exhaustos en las tareas de reanimación. No fue posible. Nuestra desesperación fue aún mayor porque tardamos más de lo debido en poner en marcha un desfibrilador nuevo, llegado el día de antes, cuyo funcionamiento aún desconocíamos. Fue un mazazo terrible. Segundo día de Urgencias y un muerto. Lo más probable sería que el paciente hubiese tenido un infarto de miocardio. En ocasiones es difícil distinguir en el EKG una cosa de otra. Otras veces, aún, se puede producir una pericarditis post infarto (se denomina síndrome de Dressler), o incluso, más raro, un derrame pericárdico por rotura del ventrículo.
Aunque impresionados por cómo ocurrió todo, este caso no hizo mella en nuestra estima profesional. Éramos conscientes de que en cualquier otro sitio en que hubiese sido atendido el desenlace hubiese sido idéntico. La familia así lo entendió e incluso nos expresó su agradecimiento por ver nuestro empeño y por considerar que al menos el paciente había muerto bien atendido. Si hubiesen decidido tirar para Córdoba hubiese muerto en el camino. Esa idea les consolaba algo.
Lo dejo aquí para no cansaros mucho. Seguiré más adelante con las otras muescas.