Matilde fue la primera paciente de Valme cuyo diagnóstico y manejo se me resistieron largamente.
Yo tenía entonces treinta y tres años, me encontraba pletórico de ganas, de energía, de autoestima profesional. Mis historias clínicas y mis diagnósticos producían admiración no sólo entre los miembros de mi servicio sino en todo el hospital. Un peldaño por debajo de Nicolás Peña, número uno indiscutible, me consideraba el médico más intuitivo y talentoso de Valme. Dicho sea con toda franqueza y humildad. Y me rebelaba contra la enfermedad de Matilde que se me escabullía una y otra vez.
Matilde era una mujer de unos cincuenta años por entonces, jovial, dicharachera y picante en cuya cara y ojos tan expresivos quedaban aún rescoldos de una belleza gitana muy sensual. Era viuda -su marido había muerto años antes de un cáncer de hígado- y tenía dos hijas y un varón.
Su enfermedad estaba siendo un auténtico rompecabezas para todo médico que se le acercara. Había visitado ya a otros internistas del Virgen del Rocío, del Macarena y a otros privados. No había diagnóstico. A lo más que se había llegado era a que tuviese una enfermedad auto inmune llamada síndrome seco. Pero eso no explicaba todo el complejo sintomático que ella presentaba. Necesariamente debería haber algo más que se nos ocultaba. Por aquellos tiempos todo lo raro acababa cayendo en mis manos. Y así fue con Matilde. Descubrí que tenía lo que entonces se denominaba una hepatitis crónica activa, posiblemente autoinmune, hepatitis lupoide (el virus de la hepatitis C, que era el suyo, no se descubriría hasta dos años más tarde, en 1988). Una vez que los clínicos, pasados varios años, nos familiarizamos con las distintas patologías que podía producir el dichoso virus de la hepatitis C pude terminar felizmente el diagnóstico definitivo: una infección crónica por el virus C que, además de hepatitis, se complicaba con una vasculitis crioglobulinémica afectando a la piel y a los riñones. Hasta hace muy poco, este síndrome era muy penoso de tratar.
Mi relación con Matilde se prolongó al menos diez años, éramos casi familia, sus hijos me trataban con total camaradería. Pero el curso de su enfermedad tan inexorable como impío nos iba agotando a todos. No había tratamiento eficaz. Empleaba corticoides e Interferón, lo protocolizado entonces. Desarrolló muchos efectos secundarios del Interferón, todos los posibles, de manera que fue necesario interrumpir el tratamiento en muchas ocasiones. Cogió una depresión de caballo y presentó crisis epilépticas. Las largas temporadas sin tratamiento le activaban la enfermedad en los riñones y en la piel...Volvíamos al Interferón... regresaban las complicaciones... Un sin vivir. Hasta que finalmente, hastiada ella misma de enfermedad y de hospital, le convino una hemorragia cerebral que resultó fatal.
Pobre vida y mala muerte la de Matilde. Para que veáis cómo son las cosas: años más tarde de su muerte he tenido a otra paciente, Rosa S.D., con la misma enfermedad. Durante mucho tiempo, Rosa rechazó el tratamiento por miedo a los efectos secundarios. Y la enfermedad fue progresando, en este caso, con afectación del sistema nervioso central, de manera que se estaba quedando paralítica, parecido a la esclerosis múltiple. Para Rosa y para tantas otras personas el descubrimiento del nuevo antiviral contra el virus C ha supuesto la salvación que a Matilde se le negó. Rosa está curada. Algo milagroso.
La ciencia, que avanza una barbaridad, tardó dos siglos en controlar la Tuberculosis. Y sólo treinta años en erradicar al hijoputa del virus C de la hepatitis. ¡Viva la Ciencia!
Luego vino Jerónimo Lozano, aquel hombre bondadoso y valiente cuya enfermedad evasiva y mortal os describí en el capítulo de "Arma virumque cano". Y luego Dolores Sánchez, una mujer a quien resucitamos de una parada cardíaca para que luego siguiera una vida de sufrimiento propio y de sus cercanos por mor de una enfermedad intratable. Y Rosario, una verdadera pena, una chica de apenas 19 años, guapísima, monísima, que tiene una enfermedad genética pero muy benigna. Y sin embargo, ella se empeña en seguir mala y mala, todos los días mala, sin que ni otros compañeros ni yo le encontremos nada. Es muy posible que tenga fibromialgia, esa enfermedad penosa y puñetera que fastidia tanto a algunas mujeres jóvenes y que tanto rechazo produce en el cuerpo médico, no se bien por qué.
Y luego, ya a lo último, Yolanda... eternamente Yolanda.
Mi relación con Matilde se prolongó al menos diez años, éramos casi familia, sus hijos me trataban con total camaradería. Pero el curso de su enfermedad tan inexorable como impío nos iba agotando a todos. No había tratamiento eficaz. Empleaba corticoides e Interferón, lo protocolizado entonces. Desarrolló muchos efectos secundarios del Interferón, todos los posibles, de manera que fue necesario interrumpir el tratamiento en muchas ocasiones. Cogió una depresión de caballo y presentó crisis epilépticas. Las largas temporadas sin tratamiento le activaban la enfermedad en los riñones y en la piel...Volvíamos al Interferón... regresaban las complicaciones... Un sin vivir. Hasta que finalmente, hastiada ella misma de enfermedad y de hospital, le convino una hemorragia cerebral que resultó fatal.
Pobre vida y mala muerte la de Matilde. Para que veáis cómo son las cosas: años más tarde de su muerte he tenido a otra paciente, Rosa S.D., con la misma enfermedad. Durante mucho tiempo, Rosa rechazó el tratamiento por miedo a los efectos secundarios. Y la enfermedad fue progresando, en este caso, con afectación del sistema nervioso central, de manera que se estaba quedando paralítica, parecido a la esclerosis múltiple. Para Rosa y para tantas otras personas el descubrimiento del nuevo antiviral contra el virus C ha supuesto la salvación que a Matilde se le negó. Rosa está curada. Algo milagroso.
La ciencia, que avanza una barbaridad, tardó dos siglos en controlar la Tuberculosis. Y sólo treinta años en erradicar al hijoputa del virus C de la hepatitis. ¡Viva la Ciencia!
Luego vino Jerónimo Lozano, aquel hombre bondadoso y valiente cuya enfermedad evasiva y mortal os describí en el capítulo de "Arma virumque cano". Y luego Dolores Sánchez, una mujer a quien resucitamos de una parada cardíaca para que luego siguiera una vida de sufrimiento propio y de sus cercanos por mor de una enfermedad intratable. Y Rosario, una verdadera pena, una chica de apenas 19 años, guapísima, monísima, que tiene una enfermedad genética pero muy benigna. Y sin embargo, ella se empeña en seguir mala y mala, todos los días mala, sin que ni otros compañeros ni yo le encontremos nada. Es muy posible que tenga fibromialgia, esa enfermedad penosa y puñetera que fastidia tanto a algunas mujeres jóvenes y que tanto rechazo produce en el cuerpo médico, no se bien por qué.
Y luego, ya a lo último, Yolanda... eternamente Yolanda.
Amigo José Mª, haces honor al nombre que has dado a este blog, del breviario al vademécum. Veo que en la descripción que haces, aplicas palabras muy sentidas, las del profesional que se enfrenta con enemigos muy fieros y escondidos.
ResponderEliminarInteligentes podríamos decir, e invisibles al ojo.
Son las tuyas palabras que reflejan la gravedad del desafío que enfrentaste.
Y me parece que de rebote también te hizo mella en el alma de persona comprometida con su oficio.
Del Breviario al Vademécum, con tus argumentos queda reflejado magníficamente el mensaje y nos lleva a los demás de paso una idea de reflexión sobre lo que somos las personas.
Un brazo.
Juan Martín.