Al igual que la Historia con mayúscula tiene sus momentos gloriosos y únicos, hitos que marcan nuevos caminos, nuestra historia personal, a escala nanométrica, también está jalonada de episodios minúsculos, insignificantes para el mundo, pero con una trascendencia individual extraordinaria. Tanto, que han sido capaces de cambiar el rumbo de nuestras vidas. Los llamaremos nuestros momentos estelares.
Hoy quiero entreteneros, amigos lectores, con tres pequeñas historias, acaecidas en el seminario, que pueden servirnos de botones de muestra.
Don Eduardo (o cuando un mote funciona en positivo)
Excepción hecha de cuatro enchufados, diez cordobitas y tres caras bonitas, los chaveas que entramos en los Ángeles en octubre de 1964 -ciento veintitantos- éramos una caterva de catetos pueblerinos donde nadie era más que nadie y donde cualquiera era menos que ninguno. Yo mismo.
Dejados en medio del monte, en manos de unos curas inexpertos, la sensación de abandono en las primeras semanas fue lastimosa. Tremenda. Yo era un niño tímido, asustadizo y acomplejado. No me quedaba otra que buscar refugio y calor entre mis paisanos Manolo y Manuel, y otros niños del curso anterior, Martín Artacho, Manolo Estepa y Pepín que, siendo de Benamejí, sintieron algo de compasión por nosotros. Dejando aparte las enfermedades, siempre me he crecido ante las dificultades, es verdad. Me fui haciendo a esa nueva vida de estudio, rezos, ping-pong, pichoncho y fútbol, cada cosa a su tiempo, y empecé a sentirme cómodo con aquella disciplina cuartelera, anticipo de lo que en adelante constituirá una constante en mi vida: la rutina. Y a finales del primer trimestre ocurrió un pequeño milagro. Jaime me había bautizado en el comedor con el mote de Filiberto, al parecer por un extraño parecido mío con algún atontado de su pueblo que se llamaba así. Aquello prendió como la tea, para todo el mundo fui ya Filiberto. El espaldarazo definitivo a mi sobrenombre lo dio don Eduardo que leyendo las notas de Latín se detuvo un instante ante la expectación de la clase y, en pregonando mi diez a bombo y platillo, sugirió que "A este muchacho no le llamaremos Filiberto, que es muy largo; lo vamos en dejar en Fili, por lo de los televisores Philips, que mejores no hay".
Ese momento estelar en mi vida supuso tres cosas: la primera, el subidón de cohete en mi deplorable autoestima sacándome ya para siempre del anonimato; yo era alguien; la segunda, un cambio real en mi nombre. He sido Fili toda mi vida, aún lo soy. Ningún otro mote del seminario ha perdurado tanto, que yo sepa; la tercera, que ese "mejores no hay" de don Eduardo me perseguirá ya el resto de mi vida, suponiendo un reto, la pesada cruz de tener que ser siempre el mejor allí por donde he pasado, el seminario, la facultad de medicina y el hospital. Ser el mejor por obligación. En este sentido, he de decir que mi jubilación ha supuesto también, entre otras cosas, la liberación de ese pesado fardo. Y una moraleja: el estigma que te imprime un profesor puede marcarte para toda tu vida. En mi caso, para bien.
Don Fernando Penco García ( o el primer aviso)
Ya estamos en san Pelagio. En Córdoba. En sexto curso, somos ya unos hombrecitos talentosos. Aún así, nuestros cráteres faciales delatan nuestra irredenta afición pajillera. Ahí no hay enmienda que valga. Semen retentum venenum est, parece nuestra consigna. Extrañamente, a ninguno nos ha sobrevenido el temible reblandecimiento de la médula, amenaza constante y cansina de don Antonio. Somos alumnos sanos, fuertes y aventajados.
A mis 17 años aparecen las primeras dudas vocacionales. Nunca hasta ahora. En el seminario tenemos en este curso tres profesores seglares, don Ricardo, profesor de francés; don Emilio, profesor de dibujo, y don Fernando, profesor de gimnasia y de política (la antigua FEN, que recordaréis los de mi edad). No sé por qué -en muchas ocasiones los sentimientos y la empatía no tienen razón aparente- me siento atraído por don Fernando Penco, un hombre maduro, elegante y de buen porte. Hasta entonces nuestros referentes han sido curas, he aspirado ser como don Eduardo, o como don Moisés, o como don Pedro Crespo, un cura moderno y agitanado. Ahora no; ahora quisiera parecerme a don Fernando, por primera vez me gustaría ser un hombre de la calle, una persona civil, un seglar, como le llaman los curas a la gente corriente. Este sentimiento identitario con don Fernando se multiplicó por mil cuando vi a su señora, una mujer joven y sensual, con ocasión de una fiesta en el seminario a la que fueron invitados estos profesores. Experimenté una sensación rara mezcla de envidia y deseo a la vez. ¿Por qué no iba yo a poder ser una persona normal, como todo el mundo, con mi mujer y mis hijos? ¿Por qué privarme de algo tan natural, tan agradable... tan sagrado, a decir de los propios curas? Ahí empezaron mis tormentos.
Un día, saliendo de clase, me animé a charlar con don Fernando. Sin habérmelo pensado mucho, yo soy así, espontáneo.
-Don Fernando, puedo hablar con usted un momento?
-Desde luego, ¿qué te pasa? -Era un hombre distante pero sumamente atento cuando alguien lo abordaba.
-Verá... me da un poco de vergüenza preguntarle esto...
-Venga chaval, que no se diga... Adelante.
-Verá, como usted sabe nosotros estamos aquí metidos desde chicos... Todo lo que sabemos y conocemos tiene que ver con los curas... Ahora vienen ustedes de la calle, don Emilio, don Ricardo, usted... En fin, yo tengo una curiosidad grande -y veo que don Fernando esboza una sonrisilla pícara, sonrisa que relaja su cara y le confiere una expresión más amigable. Y me siento más seguro.
-Bueno, venga y de qué se trata?
-Me gustaría saber cómo es la vida de civil, cómo se vive de casado... En fin, esas cosas -al escuchar mi pregunta el hombre se ríe de buena gana.
-¡Qué cosas tienes, jodido, mira tú que la pregunta!... Bueno, en serio, te entiendo. Te diré que no pienses que la vida fuera, con tu novia, luego tu mujer, la familia, el trabajo... es algo fantástico. No, se convierte todo en algo normal, incluso rutinario. No te vayas a creer que todo el monte es orégano. Vale. Pero también te digo que me da un poco de repelús ver a unos jóvenes tan vitalistas y talentosos como vosotros recluidos en estos muros en los mejores años de vuestra vida. ¿Qué quieres que te diga? Quizás no debería decírtelo, pero yo os veo desaprovechados.
-¿Ser cura no es de provecho entonces?
-La sociedad en la que tú y tus compañeros vais a vivir necesitará de buenos profesionales más que de buenos curas -Y me dejó literalmente planchado.
-Muchas gracias por su opinión, don Fernando.
-De nada, ojalá te ayude. Y recuerda, esta conversación no ha existido.
Don Segismundo Menchero ( o el aviso definitivo)
Es nuestro segundo año en san Telmo (Sevilla). De los ciento veintitantos seminaristas que entramos en los Ángeles en el lejano 1964 quedamos seis. Cursamos segundo de Teología. Curso 72-73. He cumplido ya los veinte años.
En las vacaciones de Semana Santa del año del señor de 1973 aprovecho para operarme de un menisco roto en el hospital de san Juan de Dios de Córdoba. Me opera un traumatólogo egabrense de nombre imborrable en mi memoria, don Segismundo Menchero. Los cuatro o cinco días que permanecí ingresado resultaron definitivos para mi vida futura. Ya tenía decidido abandonar el seminario al acabar el presente curso. Puedo decir que ha sido la decisión más difícil y tormentosa que nunca he tomado. Por entonces yo estaba ya perdidamente colado por la Peque, pero dejar la que ha sido tu casa por diez años y a tus amigos, más que amigos, hermanos con los que has compartido tanto cuesta un huevo. Ahora tenía que decidir qué hacer con mi vida. Ya había probado hacer Magisterio en la misma escuela de san Telmo, como el resto de mis amigos, pero solo aguanté el primer trimestre. Después de comprender a Heidegger, a Kant o de traducir a Cicerón, ponerme a tocar la flauta o a cortar figuras de cartón piedra me pareció ridículo. En fin, que no. Me gustaba mucho la Biología, como luego le gustó a mi hija. Y le pedía apuntes de clase a Pablo Bosch, antiguo compañero en los Ángeles, que a la sazón estudiaba Medicina en Sevilla y vivía con nosotros en la parte de san Telmo dedicada a colegio mayor universitario. Estudiar los apuntes de Pablo me encendió la chispa de la Medicina. Chispa que prendió de lleno cuando conocí a don Segismundo.
Ya no tuve ninguna duda. Yo quería ser como don Segismundo. Era un hombre que te cautivaba con su mirada azul esmeralda. Un hombre basto de aspecto, así lo recuerdo, pero con una dulzura en su expresión y una amabilidad en el trato que enamoraba a cualquiera. Cada mañana, cuando me visitaba, yo me fijaba en sus gestos, en sus manos, en cómo me tocaba la herida, me giraba la rodilla, con qué tacto, procurando no lastimar, cómo se dirigía a mi madre para explicarle la evolución... En fin. Saqué la firme decisión de hacerme médico y ser como aquel hombre.
Y así creo que ha sucedido.
Os lo he dicho siempre: una gran parte de lo que somos se lo debemos a otros. Esos otros que ahora, con el paso de los años, se me antojan como los verdaderos ángeles de la guarda de los que nos hablaban nuestras catequistas.
Quedaos con Dios.