miércoles, 25 de enero de 2017

Mis tres momentos estelares en el seminario

Al igual que la Historia con mayúscula tiene sus momentos gloriosos y únicos, hitos que marcan nuevos caminos, nuestra historia personal, a escala nanométrica, también está jalonada de episodios minúsculos, insignificantes para el mundo, pero con una trascendencia individual extraordinaria. Tanto, que han sido capaces de cambiar el rumbo de nuestras vidas. Los llamaremos nuestros momentos estelares.

Hoy quiero entreteneros, amigos lectores, con tres pequeñas historias, acaecidas en el seminario, que pueden servirnos de botones de muestra.


Don Eduardo (o cuando un mote funciona en positivo)


Excepción hecha de cuatro enchufados, diez cordobitas y tres caras bonitas, los chaveas que entramos en los Ángeles en octubre de 1964 -ciento veintitantos- éramos una caterva de catetos pueblerinos donde nadie era más que nadie y donde cualquiera era menos que ninguno. Yo mismo.

Dejados en medio del monte, en manos de unos curas inexpertos, la sensación de abandono en las primeras semanas fue lastimosa. Tremenda. Yo era un niño tímido, asustadizo y acomplejado. No me quedaba otra que buscar refugio y calor entre mis paisanos Manolo y Manuel, y otros niños del curso anterior, Martín Artacho, Manolo Estepa y Pepín que, siendo de Benamejí, sintieron algo de compasión por nosotros. Dejando aparte las enfermedades, siempre me he crecido ante las dificultades, es verdad. Me fui haciendo a esa nueva vida de estudio, rezos, ping-pong, pichoncho y fútbol, cada cosa a su tiempo, y empecé a sentirme cómodo con aquella disciplina cuartelera, anticipo de lo que en adelante constituirá una constante en mi vida: la rutina. Y a finales del primer trimestre ocurrió un pequeño milagro. Jaime me había bautizado en el comedor con el mote de Filiberto, al parecer por un extraño parecido mío con algún atontado de su pueblo que se llamaba así. Aquello prendió como la tea, para todo el mundo fui ya Filiberto. El espaldarazo definitivo a mi sobrenombre lo dio don Eduardo que leyendo las notas de Latín se detuvo un instante ante la expectación de la clase y, en pregonando mi diez a bombo y platillo, sugirió que "A este muchacho no le llamaremos Filiberto, que es muy largo; lo vamos en dejar en Fili, por lo de los televisores Philips, que mejores no hay". 

Ese momento estelar en mi vida supuso tres cosas: la primera, el subidón de cohete en mi deplorable autoestima sacándome ya para siempre del anonimato; yo era alguien; la segunda, un cambio real en mi nombre. He sido Fili toda mi vida, aún lo soy. Ningún otro mote del seminario ha perdurado tanto, que yo sepa; la tercera, que ese "mejores no hay" de don Eduardo me perseguirá ya el resto de mi vida, suponiendo un reto, la pesada cruz de tener que ser siempre el mejor allí por donde he pasado, el seminario, la facultad de medicina y el hospital. Ser el mejor por obligación. En este sentido, he de decir que mi jubilación ha supuesto también, entre otras cosas, la liberación de ese pesado fardo. Y una moraleja: el estigma que te imprime un profesor puede marcarte para toda tu vida. En mi caso, para bien.



Don Fernando Penco García ( o el primer aviso)


Ya estamos en san Pelagio. En Córdoba. En sexto curso, somos ya unos hombrecitos talentosos. Aún así, nuestros cráteres faciales delatan nuestra irredenta afición pajillera. Ahí no hay enmienda que valga. Semen retentum venenum est, parece nuestra consigna. Extrañamente, a ninguno nos ha sobrevenido el temible reblandecimiento de la médula, amenaza constante y cansina de don Antonio. Somos alumnos sanos, fuertes y aventajados. 

A mis 17 años aparecen las primeras dudas vocacionales. Nunca hasta ahora. En el seminario tenemos en este curso tres profesores seglares, don Ricardo, profesor de francés; don Emilio, profesor de dibujo, y don Fernando, profesor de gimnasia y de política (la antigua FEN, que recordaréis los de mi edad). No sé por qué -en muchas ocasiones los sentimientos y la empatía no tienen razón aparente- me siento atraído por don Fernando Penco, un hombre maduro, elegante y de buen porte. Hasta entonces nuestros referentes han sido curas, he aspirado ser como don Eduardo, o como don Moisés, o como don Pedro Crespo, un cura moderno y agitanado. Ahora no; ahora quisiera parecerme a don Fernando, por primera vez me gustaría ser un hombre de la calle, una persona civil, un seglar, como le llaman los curas a la gente corriente. Este sentimiento identitario con don Fernando se multiplicó por mil cuando vi a su señora, una mujer joven y sensual, con ocasión de una fiesta en el seminario a la que fueron invitados estos profesores. Experimenté una sensación rara mezcla de envidia y deseo a la vez. ¿Por qué no iba yo a poder ser una persona normal, como todo el mundo, con mi mujer y mis hijos? ¿Por qué privarme de algo tan natural, tan agradable... tan sagrado, a decir de los propios curas? Ahí empezaron mis tormentos.

Un día, saliendo de clase, me animé a charlar con don Fernando. Sin habérmelo pensado mucho, yo soy así, espontáneo.
-Don Fernando, puedo hablar con usted un momento?
-Desde luego, ¿qué te pasa? -Era un hombre distante pero sumamente atento cuando alguien lo abordaba.
-Verá... me da un poco de vergüenza preguntarle esto...
-Venga chaval, que no se diga... Adelante.
-Verá, como usted sabe nosotros estamos aquí metidos desde chicos... Todo lo que sabemos y conocemos tiene que ver con los curas... Ahora vienen ustedes de la calle, don Emilio, don Ricardo, usted... En fin, yo tengo una curiosidad grande -y veo que don Fernando esboza una sonrisilla pícara, sonrisa que relaja su cara y le confiere una expresión más amigable. Y me siento más seguro.
-Bueno, venga y de qué se trata?
-Me gustaría saber cómo es la vida de civil, cómo se vive de casado... En fin, esas cosas -al escuchar mi pregunta el hombre se ríe de buena gana.
-¡Qué cosas tienes, jodido, mira tú que la pregunta!... Bueno, en serio, te entiendo. Te diré que no pienses que la vida fuera, con tu novia, luego tu mujer, la familia, el trabajo... es algo fantástico. No, se convierte todo en algo normal, incluso rutinario. No te vayas a creer que todo el monte es orégano. Vale. Pero también te digo que me da un poco de repelús ver a unos jóvenes tan vitalistas y talentosos como vosotros recluidos en estos muros en los mejores años de vuestra vida. ¿Qué quieres que te diga? Quizás no debería decírtelo, pero yo os veo desaprovechados.
-¿Ser cura no es de provecho entonces?
-La sociedad en la que tú y tus compañeros vais a vivir necesitará de buenos profesionales más que de buenos curas -Y me dejó literalmente planchado.
-Muchas gracias por su opinión, don Fernando.
-De nada, ojalá te ayude. Y recuerda, esta conversación no ha existido.



Don Segismundo Menchero ( o el aviso definitivo)


Es nuestro segundo año en san Telmo (Sevilla). De los ciento veintitantos seminaristas que entramos en los Ángeles en el lejano 1964 quedamos seis. Cursamos segundo de Teología. Curso 72-73. He cumplido ya los veinte años.
En las vacaciones de Semana Santa del año del señor de 1973 aprovecho para operarme de un menisco roto en el hospital de san Juan de Dios de Córdoba. Me opera un traumatólogo egabrense de nombre imborrable en mi memoria, don Segismundo Menchero. Los cuatro o cinco días que permanecí ingresado resultaron definitivos para mi vida futura. Ya tenía decidido abandonar el seminario al acabar el presente curso. Puedo decir que ha sido la decisión más difícil y tormentosa que nunca he tomado. Por entonces yo estaba ya perdidamente colado por la Peque, pero dejar la que ha sido tu casa por diez años y a tus amigos, más que amigos, hermanos con los que has compartido tanto cuesta un huevo. Ahora tenía que decidir qué hacer con mi vida. Ya había probado hacer Magisterio en la misma escuela de san Telmo, como el resto de mis amigos, pero solo aguanté el primer trimestre. Después de comprender a Heidegger, a Kant o de traducir a Cicerón, ponerme a tocar la flauta o a cortar figuras de cartón piedra me pareció ridículo. En fin, que no. Me gustaba mucho la Biología, como luego le gustó a mi hija. Y le pedía apuntes de clase a Pablo Bosch, antiguo compañero en los Ángeles, que a la sazón estudiaba Medicina en Sevilla y vivía con nosotros en la parte de san Telmo dedicada a colegio mayor universitario. Estudiar los apuntes de Pablo me encendió la chispa de la Medicina. Chispa que prendió de lleno cuando conocí a don Segismundo.

Ya no tuve ninguna duda. Yo quería ser como don Segismundo. Era un hombre que te cautivaba con su mirada azul esmeralda. Un hombre basto de aspecto, así lo recuerdo, pero con una dulzura en su expresión y una amabilidad en el trato que enamoraba a cualquiera. Cada mañana, cuando me visitaba, yo me fijaba en sus gestos, en sus manos, en cómo me tocaba la herida, me giraba la rodilla, con qué tacto, procurando no lastimar, cómo se dirigía a mi madre para explicarle la evolución... En fin. Saqué la firme decisión de hacerme médico y ser como aquel hombre. 

Y así creo que ha sucedido.


Os lo he dicho siempre: una gran parte de lo que somos se lo debemos a otros. Esos otros que ahora, con el paso de los años, se me antojan como los verdaderos ángeles de la guarda de los que nos hablaban nuestras catequistas.


Quedaos con Dios.

lunes, 23 de enero de 2017

Antihéroes

He de decir, ante todo, que en esta ocasión os escribo de oídas. No conozco apenas nada de las personas de quienes voy a hablaros ni de sus trayectorias profesionales ni, mucho menos, de sus inclinaciones políticas. Lo que sé lo he conocido por los periódicos y por informaciones puntuales que me envía mi amigo Pintor. Hoy os voy a relatar las hazañas tan singulares de dos personas, dos médicos indignados, cuyas acciones reivindicativas han levantado el clamor popular y tienen en vilo a las autoridades sanitarias. Dos antihéroes.


Jesús Candel se hace llamar Spiriman por recordar a su abuelo, un buen hombre que fundó una asociación benéfica para ayuda de discapacitados y la bautizó con el nombre de Spirigol, un juego de pelota para niños. Rondará los treinta y muchos. En los vídeos que he ojeado no me gusta su aspecto, parece un terrorista palestino -con perdón-, con sus gafas de sol, su tez oscura, su cabello rizado y su barba moruna. A este no le dejan entrar en Estados Unidos, seguro que no. Y menos ahora. Es un médico que trabaja en las Urgencias de un hospital público de Granada. Y se ha levantado contra la Administración. Y tiene soliviantada a la gente. El detonante ha sido el proceso de fusión de los dos grandes hospitales granadinos, algo que la población, en general, y gran parte del personal sanitario han entendido como lesivo para los intereses de los usuarios por lo que supone de pérdida de referentes previos, cambios en las asignaciones de médicos y de servicios, traslados penosos y fastidiosos... sin que se entienda ninguna otra razón de peso para ello que no sean los famosos recortes. Y creo que este hombre, este médico de urgencias que debe estar hasta la coronilla de arbitrariedades sufridas y las que le quedan por sufrir, ha aprovechado la coyuntura para explotar contra la Administración opresora. En los vídeos de you tu be denuncia con verdadera saña la indigna realidad de las urgencias de su hospital y culpa directamente de ello a la dirección del centro y al viceconsejero del ramo. He de admitir que no me gusta su prosodia. Se pueden decir las cosas más duras con corrección, con una boca limpia, sin zafiedad. Pero comparto sus mensajes. Su influencia se ha extendido también a Jaén, a Huelva, a Málaga, donde se están produciendo sucesivas olas de "mareas blancas" reivindicativas.

No he sido nunca partidario de las llamadas mareas blancas porque he entendido que sus organizadores y participantes se parapetan en supuestos intereses de la población para conseguir beneficios laborales o gremiales. Pero esto de Jesús Candel es otra cosa. En las manifestaciones de Granada y de las otras ciudades andaluzas participa no sólo la bata blanca sino el pantalón vaquero y la camisa de cuadros, la gente de la calle. A esto sí me apunto. Desde luego que puedo equivocarme, pero no veo a Spiriman como abanderado o infiltrado de un partido o de una tendencia política concreta, como se le ha querido tachar desde el SAS, sino como un médico harto de padecer indignidades en él mismo, en sus compañeros y, sobre todo, en la gente que acude a las Urgencias hospitalarias. Harto, jodido... Y valiente.


Mónica Lalanda es también un médico de las Urgencias de un hospital público de Segovia. He leído su blog, "Un médico a cuadros", se llama. Desde hace años viene denunciando en el mismo situaciones y conflictos que vive y sufre a diario en su hospital. Y lo hace a través de textos muy cortos, casi telegráficos y, sobre todo, a través de viñetas como las de los comics. Es un artista también. Os recomiendo que lo visitéis. El blog, me refiero. No sé cómo es ella; no he visto ninguna foto suya, pero me cae bien. Solo viendo lo que escribe y lo que dibuja, me cae bien, ea. No puede ser de otra manera. Fijaros en lo que escribe: que quiso ser médico desde que le alcanza la memoria; que ha pasado 17 años de médico de urgencias en Inglaterra, y ahora lleva ocho en España; que si las cosas se pueden hacer mejor hay que hacerlas, que callarse y aceptar da úlcera; que se siente médico de pies a cabeza, pero que ya no puede más. Ha renunciado a su contrato y está en la calle.

Recientemente ha sido noticia en nuestros medios médicos porque el Colegio de Médicos de Segovia le ha abierto un expediente disciplinario por haber insultado gravemente al jefe de servicio y a algunos compañeros de las urgencias de su hospital. He leído completo el artículo de su blog que ha motivado tanto revuelo. Y, sinceramente, me parece de una dignidad y una valentía asombrosas; y no veo en él nada que pueda recriminársele. Yo diría aquello tan castizo de "quien se pica, ajos come". Mónica realiza una entrada que se llama: Querida explotación laboral, te dejo. Y escribe que renuncia a su contrato de trabajo. Y expone sus razones. He aquí algunas de las perlas que nos deja: "He renunciado al pisoteo de un jefe que maneja su servicio como si fuera su cortijo; un jefe que no lidera, tiraniza." "He renunciado a trabajar en un sistema de médicos de primera que viven a costa de médicos de segunda". "He renunciado a trabajar con excelentes profesionales que han ido olvidando lo que fue su orgullo profesional y su dignidad laboral y ahora bajan las orejas con miedo". 

¡Joder!... Para cualquier médico que haya trabajado en cualquiera de nuestros hospitales sabe que esto son realidades aplastantes. ¿De qué nos escandalizamos, por Dios bendito?

Dos valientes, dos antihéroes. Habrá muchos más, desde luego. pero es necesario que salgan a la palestra, que se les vea y se les oiga, que nos despierten a todos, sanitarios y población, del sopor al que nos hemos acostumbrado. Al lado de ellos, uno se avergüenza de haber sido un médico indolente y acomodado en estos temas reivindicativos.

Es llamativo ¿verdad? que la llama haya prendido en las Urgencias. Algo lógico y previsible por otra parte. Es el lado más frágil y vulnerable de nuestro sistema sanitario. El lado oscuro. Urgencias de hospital es igual a caos. Tú vas de visita a una planta de hospitalización y, salvo excepción, sientes que las cosas están dentro de un orden, mejorable, pero bueno... que tu paciente está adecuadamente atendido, lo normal que uno espera, aún sin habitación individual... pero todo llegará, con su comida a sus horas, sus aseos, su limpieza, su atención médica, sus cuidados... En fin, lo que parece adecuado. Posiblemente comparable a lo que encontrarías en cualquier hospital de cualquier país europeo. Sin embargo, vas a Urgencias, sea como paciente, sea como acompañante, y sientes pánico. No es posible que las urgencias de un hospital funcionen como la planta, está claro; pero ha de haber un mínimo exigible. Y no llegamos. Ni de coña. Y mira tú que los recientes recortes de los contratos al 50 y al 75% nos han minado muchísimo en el ordenamiento laboral de las plantas y de las consultas, pero es leche y picón al lado del descosido producido en las Urgencias.

A mi modo de ver, las principales soluciones que veo en los servicios de Urgencias hospitalarias son: 
Que se constituyan como servicios homogéneos, homologados y autónomos, equiparables a cualquier otro servicio del hospital, con su personal propio y plantillas completas, sin dependencia alguna de la mayor o menos disponibilidad de residentes.
Los residentes deben de rotar por las Urgencias como lo hacen por cualquier otro Servicio o Unidad. No pueden ser el sostén médico de la Unidad.
Derivado de lo anterior, una eficaz capitalización médica: contratación de médicos capacitados y no usar a los residentes como comodines.
Y sobre todo, mejoras sustanciales en temas de tanto calado como son la confortabilidad y la intimidad de los usuarios. Ahí estamos bajo mínimos. De tanto verlo nos hemos acostumbrado a considerar como "normales" situaciones diarias que rozan la indignidad, la sala de observación 2 -denominación más que benévola- atestada de enfermos hacinados, unos en butacas, otros en camillas, estos más afortunados, en camas normales, acaso -no siempre- separados unos de otros por unas cortinas correderas, habitualmente abiertas, eternas noches de insomnio con quejas, ayes, toses y ronquidos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, pacientes todos ellos expuestos a las miradas de los otros... Algo realmente difícil de creer.

¿Cómo es esto posible? De manera que las señoritas de admisión son renuentes a darte el nombre de determinado paciente amparándose en la dichosa ley de protección de datos, o a mí mismo una administrativa de las consultas me pueda llamar educadamente la atención por salir al pasillo y vocear el nombre de un enfermo, por lo mismo, por la privacidad, y sin embargo podemos consentir la más absoluta falta de intimidad en las Urgencias. ¿Qué pasa aquí, por qué nadie protesta?

La gente que acude a Urgencias no tiene cuerpo ni ganas de protestar, lo que quiere es salir cuanto antes de aquel infierno. Es lógico. El paciente porque no está para líos; el acompañante, por no dar la nota y salir perjudicado. Una vez en casa o, en su caso, en la planta de hospitalización, suspira por haber sobrevivido... y a otra cosa. Y si alguien protesta -cosa que puede y suele pasar- lo hace contra quien lo atiende. No tiene otros alcances. Creo que a la gente que frecuenta las Urgencias les ha pasado un poco como a nosotros, los sanitarios; se ha acostumbrado a lo que hay, se resigna a pasar por ese pequeño calvario como mal menor a fin de conseguir la mejoría de su mal o el ingreso en planta. Mi opinión al respecto es que nuestra población se ha vuelto muy poco exigente. Se conforma con la disponibilidad del servicio cualquier día a cualquier hora. Eso es suficiente. Eso y que le hagan pruebas. Cuantas más, mejor.

El personal sanitario -metámonos todos y sálvese quien pueda- se ha acomodado y ha decidido mirar para otro lado. Hablaré por mí. Me considero un buen médico y una buena persona, y creo haberme esmerado mucho por la atención y cuidado de mis pacientes. Conozco bien todo el entorno de las Urgencias de mi hospital porque la Peque ha trabajado en ellas durante los últimos diez años y porque uno de mis cometidos profesionales ha sido ser consultor o referente de medicina interna para los médicos de puerta. Prácticamente se puede decir que he ido a las Urgencias cada día de trabajo. En mi casilla de haberes pondremos algunos logros, no lo ocultaré. Pero en el "debe" tengo que admitir que me he refugiado en mi buen hacer médico en mi planta o en mi consulta como médico de primera (usando el léxico de Mónica), que me he autoconvencido de que mi obligación tiene un límite, que no debo injerirme en asuntos de otros, que mi misión no alcanza para arreglar todos los problemas del hospital, que bastante tiene uno con lo suyo, que cada palo aguante su vela... Cosas que decimos todos cuando no deseamos arrimar más el hombro.

¿Pero, y los sindicatos? ¿Por qué han callado? Bueno, decir que muy de vez en cuando ha aparecido en prensa alguna queja sindical, sobre todo en las épocas invernales con la afluencia masiva por las gripes o en los veranos por el cierre de camas. Apariciones muy puntuales. Mi opinión particular es que los sindicatos se han aburguesado y echado en brazos de una Administración que los subvenciona graciosamente. Los sindicatos de sector apenas tienen fuerza, y para los sindicatos de clase defender los intereses del personal sanitario, gente privilegiada sobre todo los médicos, no estaría bien visto. Han perdido por completo la visión de que cuanto mejor tratado se encuentre un profesional, mejor lo estarán sus pacientes. Eso se la repampinfla.

Y lo peor es que a los políticos les sucede lo mismo. No parece que haya voluntad política de arreglar tanto desbarajuste en las Urgencias hospitalarias. ¿Pero por qué no? En mis cortas entendederas no comprendo por qué tan generoso dispendio a otras Unidades como pueden ser las de cardiología, las salas de cateterismo, las unidades de transplantes, las UCI... que está muy bien, que nos hacen mucha falta y que dan prestigio internacional a nuestra sanidad, que sí, que de acuerdo. Pero, por favor, ni los médicos ni los usuarios de las Urgencias pueden ser personal de segunda. Y es lo que parece. 

De ahí el valor y la importancia de las voces rebeldes de estos médicos valientes, el doctor Candell y la doctora Lalanda, que han sacado las vergüenzas ocultas de la administración sanitaria andaluza y española exponiéndose a las consecuencias propias que se gasta esta casta con los disidentes, a costa de perder sus propios culos.

De verdad, no podemos permitirnos perder nuestra auténtica joya, no la de los políticos, la nuestra, nuestra sanidad pública, nuestras Urgencias.

Un abrazo.


jueves, 19 de enero de 2017

Cuando sea mayor...

Cuando me haga mayor me gustaría ser como mi amigo Antonio. No diré más señas, muchos de vosotros lo conocéis. Bueno, por lo menos diré de él que fue también seminarista y compañero mío aunque no en Córdoba -ese don no le ha sido dado a todo el mundo-, que luego se hizo maestro escuela ejemplar y más tarde, segundo alcalde comunista del pueblo donde vive. Ya está; hasta ahí puedo escribir.

Al igual que cualquiera de vosotros, Antonio puede presumir de haber tenido una vida ajetreada -yo, no;  mi vida ha sido muy lineal y bastante previsible-: fue, en su siglo, un pionero, de aquellos seminaristas que en los veranos se iban al extranjero a trabajar; gusta de contarnos historias de viejo de aquellos días de juventud, vendimia y barracones de mala muerte en Francia o en Bélgica, siempre al lado de su inseparable Juan Francisco, otro que tal baila. Como maestro raso, de los de tiza, ha sido un hombre bondadoso y a la vez exigente, y como director lo tengo comparado con mi amigo Fraski, personas que dignifican el cargo que ocupan, creo que con eso está todo dicho. No meteré manos en harina en su quehacer político porque a mí me pilló chicuelo por entonces, más que de edad, de alcances. Pero no debió de hacerlo muy mal del todo: la gente del pueblo lo saluda afectuosa por la calle, lo conoce todo el mundo, incluso los peperos más aferrados. Buena gente. Jaime suele decir de Antonio que es uno de esos pocos hombres que regala a la sociedad mucho más que lo que recibe de ella, de esas personas que, silenciosas y ejemplares, pasan por la vida haciendo el bien y generando riqueza humana sin percibir por ello gloria social alguna. Yo también lo creo. Virtuoso en la caza y disfrute del conejo y haciendo del vicio virtud, como galeno suyo que soy puedo dar fe -sin perjuicio del secreto médico- que su escopeta de cañón alargado mantiene cargadores y munición en perfecto estado de revista. Sus dos mujeres -afortunadas catadoras de estas dotes- le han dado cuatro hijos varones que tienen al padre como un icono, como un referente en cuestiones de honestidad, solidaridad, compromiso y cariño.

Siendo tantas y variadas, no son estas virtudes de Antonio, empero, las que hoy quiero resaltar. Me siento abducido sobre todo por su tolerancia y su capacidad de adaptación activa a las dificultades y trampas que la vida le va poniendo, lo que en la modernidad se ha dado en llamar resiliencia, una suerte de resistencia en positivo: si tenemos que estar jodidos, por lo menos, también contentos. Esta vida nuestra que es un sueño o un engaño me quitará salud y vista, me irá restando poder y fuerza, y hasta ganas de chingar. Pero nadie me arrebatará la alegría de vivir. Por lo menos hasta ahora. Ese es el pensamiento de Antonio. Es muy posible que también sea ese, o parecido, el sentir de otras muchas personas que luchan o han luchado contra el cáncer: me acuerdo de mi amiga Encarnita o de mi amigo Agustín, felizmente curados; o de nuestro querido Andrés Luna, otro valiente donde los haya, que ha hecho del wassapt y de las reuniones con los amigos el baluarte de su singular batalla. Por desgracia, yo no soy así, no soy un buen ejemplo en este sentido; soy un cagón, un quejica, un pusilánime. A las primeras de cambio me vengo abajo, necesito encontrarme en plena forma para sentirme bien. Quizás sea por eso por lo que tanta admiración me produce la conducta de Antonio, por eso quiero ser como él cuando me haga mayor.

-Antonio -le digo mientras paseamos por esta Sevilla de ahora tan extrañamente fría-, ¿sientes angustia por tu situación actual?
-En absoluto -me responde con contundencia-. Si tengo que preguntar las cosas diez veces, pues las pregunto y ya está.

Después de haber superado un cáncer de pulmón, dos intervenciones quirúrgicas sobre el mismo y dos metástasis cerebrales, el tío anda por el mundo tan pancho, como si nada. Ya la cosa va para cuatro años, ahí es nada. Pero, como este enemigo siempre está al acecho, en diciembre pasado ha tenido varias crisis epilépticas continuadas -se llama status epiléptico- que por poco lo mandan al otro barrio sin enterarse. No ha habido que lamentar nuevas metástasis; no. El rebaje en su medicación ha sido el culpable, creemos. Aunque recuperado de nuevo para la causa, le ha sobrevenido una secuela no esperada: se ha quedado amnésico. Es posible que se trate de una amnesia temporal, transitoria; pero es algo que no sabemos, solo el tiempo, que todo lo cura, nos lo dirá.

Su problema ahora es que ha perdido la capacidad de retener su día a día, los momentos, se le esfuma la memoria reciente. Todo su almacenamiento previo a las crisis epilépticas lo mantiene intacto. Pero desde entonces para acá apenas recuerda y no es capaz de evocar las nuevas vivencias. Es como si tuviese que repetir el mismo día cada nuevo día, algo parecido a lo de la película del día de la marmota. Para él es que salió de alta del hospital ayer mismo. Si Paco o Jaime o Paqui van a verlo o pasean con él a la vera del río, al cabo de una hora le dice a su mujer que nos echa de menos a todos, que lleva mucho tiempo sin vernos. Es tan extraña la situación para todos nosotros, sus amigos, y, desde luego, para su mujer y sus hijos, que, sorprendentemente nos produce más hilaridad que preocupación. Al menos, a mí. Y me gusta provocarlo. Le pregunto qué ha desayunado, quién lo ha visitado, a qué hora se ha tomado sus pastillas... Y cosas así, de andar por casa. Y, meándose de la risa, se inventa las respuestas cuando percibe que no lo recuerda. Puede salir solo a pasear por su pueblo o por Sevilla. No se pierde porque conoce los sitios desde hace tiempo. Pero si le pregunto dónde hemos aparcado mi coche se queda in albis. Para facilitarle su rutina, su mujer le tiene instaladas unas alarmas en el móvil, ya que la mayor parte de las mañanas las pasa solo. "La pesada de mi mujer" -se ríe con su pachorra habitual cuando oye el soniquete.

Al rato de estar juntos ya no se acuerda de nada. Pero durante el paseo su charla no tiene desperdicio. Me cuenta que él es consciente de sus limitaciones, y que no se angustia por ello. Que si antes caminaba diez kilómetros del tirón y ahora solo hace dos, no pasa nada, que es ley de vida; que si antes se leía un libro en una semana y ahora no lee porque no retiene lo que ve, ya leerá; que uno de los factores para envejecer con éxito es saber adaptarse con gallardía a las limitaciones imposibles... que si tiene que preguntar diez veces la misma cosa, pues la pregunta. Y lo bueno de esto es que ha contagiado a su mujer de esta visión tan positiva de su vida. O ha sido al revés, estas cosas de pareja nunca se saben. Mérito enorme de ambos. Orgullo y satisfacción para sus cercanos y amigos.

Ya lo sabéis, cuando yo me haga mayor... recordadme a nuestro amigo Antonio.

miércoles, 11 de enero de 2017

Un hombre admirable

A lo largo de mi vida he admirado a muchas personas: mis padres, maestros de escuela, curas del seminario, profesores de facultad, compañeros de trabajo... Personas mayores que yo, no sólo en edad sino, sobre todo, en sabiduría y bondad. Muchas. He tenido la suerte de, en algún momento, en algún periodo de mi vida, cruzarme con ellas y haber aprendido algo o mucho de lo que llevaban dentro de sí. No tengo conciencia de haber padecido de malas influencias. Es mi verdad. No es que todo el mundo sea santo, no. También he conocido a gente indeseable. Había curas en el seminario que ejercían una crueldad psicológica deleznable con chaveas indefensos; he tenido algún profesor borracho, indigno o sobrado en soberbia; compañeros de profesión que no han estado a la altura de nuestro sagrado oficio... Pero, como digo, no han influido para nada en mi forma de ser, gente que simplemente ha pasado por mi vera. Supongo que ha de tratarse de una suerte de característica innata, como si uno fuese portador, sin saberlo, de un material que se siente imantado solamente por gente de buena condición. A la vista está que todos mis amigos son buena gente, espero que sepáis perdonar mi inmodestia.

El pasado 24 de diciembre, día de Nochebuena, cogí mi coche y salí para Benamejí, más que nada por quitarme de enmedio de la casa de mi suegra donde todo eran agobios, prisas y cosas por medio... cuñadas, cuñados y sobrinos sin caber en una cocina atestada de gente, cada cual afanado en la preparación de la última delicatesem para la gran noche que se nos avecinaba. Mi excusa fue que iba a por el postre a una famosa pastelería del pueblo de al lado. Serían las once de una mañana fresquita y soleada. La gélida madrugada había sembrado sobre las tierras calmas un manto de escarcha que ahora se pensaba si derretirse ante un sol espléndido. Iba contento. Y me acordé de que Jaime estaba en Lucena con sus hijos y su nieta (la linda Koki), y sobre la marcha cambié de planes. En el Tejar me orillé en una cuneta y lo llamé al móvil. Le propuse, así de sopetón, que nos encontráramos en un punto intermedio, en Encinas Reales. "¿Y eso?" -me contestó con lógica extrañeza. Y le expliqué que se me había ocurrido que era ésta una ocasión inmejorable para ir juntos a visitar a nuestro querido Antonio Prieto, confinado en sus últimos años en su pueblo natal al cuidado de su sobrina. Jaime no pudo. Al día siguiente salía de viaje con toda su familia y se encontraba con los preparativos. De manera que decidí ir yo solo. No quería que me sucediera lo de don Eduardo o lo de don Moisés, curas de los Ángeles que se murieron sin ocasión de despedirme de ellos.

Cosas de la Providencia, aparqué, sin saberlo, justo en su puerta. Pregunté a un parroquiano por don Antonio Prieto y me soltó un espontáneo "pero hombre de Dios, ahí enfrente lo tiene usted". Pulsé un timbre y de inmediato la puerta se abrió. Por el telefonillo oí una voz femenina: "Si viene usted a visitar a mi tío, suba por favor, está en el salón". Me sonó aquello como si don Antonio fuese una especie de santón del lugar a quien visitan a diario gentes de todo pelaje en busca de algún remedio salvador. Con cautela de jubilado subí despacio las empinadas escaleras que daban al salón. A la derecha quedaba la cocina. Su sobrina me esperó: "¿Viene usted por algo en concreto?" Durante unos segundos me quedé extrañado de la pregunta. "No, no. Vengo solo por verlo; yo he sido un alumno suyo en el seminario..."

Estuve unas dos horas con él que se me pasaron en un vuelo. Lo sé porque llegué a casa de mi suegra a la hora de comer, sobre las dos y media de la tarde. Y me emocioné mucho. Mucho. Al despedirme su sobrina, lo notó: "¿Ha pasado algo?" "No, ¡qué va! Es que me he emocionado un poco". "¿Dice usted que es de Palenciana?" "Sí, así es, soy de Palenciana". "¿Y estuvo usted en san Telmo también?" "Claro, estuve dos años". "El caso es que ahora que lo miro bien, su cara me suena. Yo vivía allí con él y con mi tía cuando se mudaron a los pisos. Y estudié magisterio. Soy del curso del Palanco, de Paqui, de Pilar y de María Jesús". "Hay que ver... El mundo es un pañuelo. No, yo era de un curso superior, pero lo dejé en el primer trimestre y ya me fui a Córdoba". Ya en la calle volví a llamar a Jaime para contarle mis emociones.

Estaba sentado en una mesa camilla al calorcito de un calefactor de aceite, de éstos modernos. La misma estampa de antaño: un hombre alto y enjuto; la postura de sentado le favorecía al disimular su altura encorvada; un cabello escaso y ralo junto con muchas manchas de la edad adornan su cabeza espigada. El mismo genio de siempre. Al verme entrar, sin conocerme aún, hizo el espontáneo ademán de levantarse para saludar, pero enseguida desistió al comprobar que no podía. Enfrente suya, la pequeña televisión plana estaba dando una misa desde no sé dónde. "Como no puedo ir a misa... El cura del pueblo es mu apañao y me trae la comunión todos los días". "Como el viático de antes" -le digo. "No, hombre, el viático era para los que estaban a punto de cascar". Y suelta una risotada mientras aguza su mirada intentando reconocerme. Enseguida se nota que no ha perdido un ápice de su sentido del humor. Me invita a sentarme a su lado.
-No insistas, Antonio; no me reconoces, ya está.
-Así al pronto, la verdad es que no. ¿Quién eres?
-Te voy a dar pistas, a ver si lo averiguas.
-Venga.
-Soy de Palenciana, y en el seminario me decían el Fili.
-¡Ya está, el médico!
-Ja, ja, ja, qué pronto, ¿eh? -Y me hizo volver a levantarme para que le diera un abrazo.

Antes que nada le pregunté por su hermana, su fiel escudera durante toda una vida; otra forma de sacerdocio. "Ah, mi hermana -se pone algo triste-, mi buena compañera, ¡qué mujer más buena y competente... Y mandona -esboza una sonrisa-. Murió hace cuatro años -y se queda pensativo-, la echo mucho de menos". Por sacarle de su ensimismamiento le hablé de la Peque pero no se acordaba. La primera vez que don Antonio vio a la que luego sería mi novia debió ser en diciembre del 72 con motivo de la boda de mi hermana Josefa. Y me dijo como en secreto que la veía "mu poca cosa pa tí". Y yo le contesté algo despechado "Qué entenderá usted de mujeres". "Más que tú, más de lo que te imaginas"-me respondió el gachó. En cambio, sí que se acordaba de Jaime, de Salva, del Luna, de Agustín, de Luis Enrique, de Pedro Soldado... Sobre todo de Pedro, claro está.
-José María -me dice en uno de sus muchos soliloquios- con la ilusión con la que nosotros intentamos formaros como curas comprometidos con el evangelio y con la gente... Y creemos que lo conseguimos. Y estábamos orgullosos de nuestra labor por entender que algo estaba cambiando en el sentir de la Iglesia... Y sin embargo, ahora... Estamos de nuevo en las antípodas. Nos estamos quedando sin gente -se lamenta-. ¿Qué será de la Iglesia de Córdoba cuando muera gente como Luis Briones? Mira éstos -y me enseña una revista eclesiástica cordobesa donde aparecen las fotografías de algunos sacerdotes afamados-. Tan ufanos de ser nombrados para un cargo honorífico...

Este hombre no ha perdido nada de su eterna y nítida lucidez. Ni de su hilaridad, como digo. En un momento determinado sacó del bolsillo de su bata su bolsa de medicamentos.
-Voy a aprovecharme de ti, que no sé cuándo te volveré a ver. Infórmame sobre estas medicinas -y extendió sobre la mesa los respectivos cartones.
Luego, para demostrarme su estado de forma alardeó, como un escolar con la lección aprendida delante de su padre, de su memoria. Me fue contando uno por uno los nombres de todos los papas y de todos los obispos de Córdoba que él ha conocido. Y en cada uno, su pequeña anécdota propia o ajena, escuchada de otros. Y me contó historias variadas y jocosas de su vida como párroco en Peñarroya y en doña Mencía. El natural chocheo. Demasiado bien para lo mal que lo ha tratado su cuerpo: ha tenido un ictus que lo ha dejado medio paralítico. Y un tumor de próstata.
-Antonio, digo yo, como médico, que los curas no deberían de padecer de tumores en la próstata.
-¡Y eso?
-Hombre, porque esos tumores se generan por culpa de una vida sexual intensa.
-¿Y tú qué sabes de la vida secreta de los curas? -Y larga otra gran risotada. ¡Desde luego!...

Don Antonio Prieto fue uno de nuestros formadores en san Telmo. Yo sólo estuve dos años con él. Dos años intensos desde el punto de vista intelectual y emocional. Quizás los más intensos de mi vida. Desde luego, los más decisivos. Por entonces, los últimos de mi curso, en san Telmo, nos debatíamos sobre nuestro futuro. Pocos, quizás sólo Pedro, teníamos claro por dónde tirar. Después de nueve o diez años de seminario, toda la adolescencia y primera juventud, estábamos llegando a un punto sin retorno. La disyuntiva consistía en retroceder o huir hacia adelante. Y ambas alternativas se nos presentaban como muros infranqueables. Recuerdo que muchas de aquellas noches en mi cama de los "Pajaritos" me dormía deseando despertar y que hubiesen pasado dos años en una sola noche, por ver qué había sido de mi vida. Como no queriendo asumir el paso decisivo, que otro, que el destino decidiera por mí. Años muy difíciles que sólo pueden entender en su justa dimensión quienes hayan pasado por el mismo trance. ¿Quién sabe si aquéllos que lo padecimos mantenemos tan intensa amistad precisamente por esto, por haber sido sufridores de una causa tan vital y angustiante? Nuestro formadores nos ayudaron a derribar aquel muro. Lejos de barrer para casa, supieron aconsejarnos de la manera más adecuada. A la vista están los resultados. Todos los que fuimos sus pupilos hemos salido hombres de bien. Nuestro agradecimiento es enorme. Antonio, Luis y Pepe. Antonio era un hombre bueno, para nosotros representaba la bondad y la chispa. Luis era el teólogo y el intelectual; representaba el modelo del trabajo y el método. Y Pepe, más joven, era sencillamente un amigo. No hay palabras; sólo sentimientos.

Gracias por siempre y para siempre. Tenéis un cacho de cielo más que merecido.