Cuando me haga mayor me gustaría ser como mi amigo Antonio. No diré más señas, muchos de vosotros lo conocéis. Bueno, por lo menos diré de él que fue también seminarista y compañero mío aunque no en Córdoba -ese don no le ha sido dado a todo el mundo-, que luego se hizo maestro escuela ejemplar y más tarde, segundo alcalde comunista del pueblo donde vive. Ya está; hasta ahí puedo escribir.
Al igual que cualquiera de vosotros, Antonio puede presumir de haber tenido una vida ajetreada -yo, no; mi vida ha sido muy lineal y bastante previsible-: fue, en su siglo, un pionero, de aquellos seminaristas que en los veranos se iban al extranjero a trabajar; gusta de contarnos historias de viejo de aquellos días de juventud, vendimia y barracones de mala muerte en Francia o en Bélgica, siempre al lado de su inseparable Juan Francisco, otro que tal baila. Como maestro raso, de los de tiza, ha sido un hombre bondadoso y a la vez exigente, y como director lo tengo comparado con mi amigo Fraski, personas que dignifican el cargo que ocupan, creo que con eso está todo dicho. No meteré manos en harina en su quehacer político porque a mí me pilló chicuelo por entonces, más que de edad, de alcances. Pero no debió de hacerlo muy mal del todo: la gente del pueblo lo saluda afectuosa por la calle, lo conoce todo el mundo, incluso los peperos más aferrados. Buena gente. Jaime suele decir de Antonio que es uno de esos pocos hombres que regala a la sociedad mucho más que lo que recibe de ella, de esas personas que, silenciosas y ejemplares, pasan por la vida haciendo el bien y generando riqueza humana sin percibir por ello gloria social alguna. Yo también lo creo. Virtuoso en la caza y disfrute del conejo y haciendo del vicio virtud, como galeno suyo que soy puedo dar fe -sin perjuicio del secreto médico- que su escopeta de cañón alargado mantiene cargadores y munición en perfecto estado de revista. Sus dos mujeres -afortunadas catadoras de estas dotes- le han dado cuatro hijos varones que tienen al padre como un icono, como un referente en cuestiones de honestidad, solidaridad, compromiso y cariño.
Siendo tantas y variadas, no son estas virtudes de Antonio, empero, las que hoy quiero resaltar. Me siento abducido sobre todo por su tolerancia y su capacidad de adaptación activa a las dificultades y trampas que la vida le va poniendo, lo que en la modernidad se ha dado en llamar resiliencia, una suerte de resistencia en positivo: si tenemos que estar jodidos, por lo menos, también contentos. Esta vida nuestra que es un sueño o un engaño me quitará salud y vista, me irá restando poder y fuerza, y hasta ganas de chingar. Pero nadie me arrebatará la alegría de vivir. Por lo menos hasta ahora. Ese es el pensamiento de Antonio. Es muy posible que también sea ese, o parecido, el sentir de otras muchas personas que luchan o han luchado contra el cáncer: me acuerdo de mi amiga Encarnita o de mi amigo Agustín, felizmente curados; o de nuestro querido Andrés Luna, otro valiente donde los haya, que ha hecho del wassapt y de las reuniones con los amigos el baluarte de su singular batalla. Por desgracia, yo no soy así, no soy un buen ejemplo en este sentido; soy un cagón, un quejica, un pusilánime. A las primeras de cambio me vengo abajo, necesito encontrarme en plena forma para sentirme bien. Quizás sea por eso por lo que tanta admiración me produce la conducta de Antonio, por eso quiero ser como él cuando me haga mayor.
-Antonio -le digo mientras paseamos por esta Sevilla de ahora tan extrañamente fría-, ¿sientes angustia por tu situación actual?
-En absoluto -me responde con contundencia-. Si tengo que preguntar las cosas diez veces, pues las pregunto y ya está.
Después de haber superado un cáncer de pulmón, dos intervenciones quirúrgicas sobre el mismo y dos metástasis cerebrales, el tío anda por el mundo tan pancho, como si nada. Ya la cosa va para cuatro años, ahí es nada. Pero, como este enemigo siempre está al acecho, en diciembre pasado ha tenido varias crisis epilépticas continuadas -se llama status epiléptico- que por poco lo mandan al otro barrio sin enterarse. No ha habido que lamentar nuevas metástasis; no. El rebaje en su medicación ha sido el culpable, creemos. Aunque recuperado de nuevo para la causa, le ha sobrevenido una secuela no esperada: se ha quedado amnésico. Es posible que se trate de una amnesia temporal, transitoria; pero es algo que no sabemos, solo el tiempo, que todo lo cura, nos lo dirá.
Su problema ahora es que ha perdido la capacidad de retener su día a día, los momentos, se le esfuma la memoria reciente. Todo su almacenamiento previo a las crisis epilépticas lo mantiene intacto. Pero desde entonces para acá apenas recuerda y no es capaz de evocar las nuevas vivencias. Es como si tuviese que repetir el mismo día cada nuevo día, algo parecido a lo de la película del día de la marmota. Para él es que salió de alta del hospital ayer mismo. Si Paco o Jaime o Paqui van a verlo o pasean con él a la vera del río, al cabo de una hora le dice a su mujer que nos echa de menos a todos, que lleva mucho tiempo sin vernos. Es tan extraña la situación para todos nosotros, sus amigos, y, desde luego, para su mujer y sus hijos, que, sorprendentemente nos produce más hilaridad que preocupación. Al menos, a mí. Y me gusta provocarlo. Le pregunto qué ha desayunado, quién lo ha visitado, a qué hora se ha tomado sus pastillas... Y cosas así, de andar por casa. Y, meándose de la risa, se inventa las respuestas cuando percibe que no lo recuerda. Puede salir solo a pasear por su pueblo o por Sevilla. No se pierde porque conoce los sitios desde hace tiempo. Pero si le pregunto dónde hemos aparcado mi coche se queda in albis. Para facilitarle su rutina, su mujer le tiene instaladas unas alarmas en el móvil, ya que la mayor parte de las mañanas las pasa solo. "La pesada de mi mujer" -se ríe con su pachorra habitual cuando oye el soniquete.
Al rato de estar juntos ya no se acuerda de nada. Pero durante el paseo su charla no tiene desperdicio. Me cuenta que él es consciente de sus limitaciones, y que no se angustia por ello. Que si antes caminaba diez kilómetros del tirón y ahora solo hace dos, no pasa nada, que es ley de vida; que si antes se leía un libro en una semana y ahora no lee porque no retiene lo que ve, ya leerá; que uno de los factores para envejecer con éxito es saber adaptarse con gallardía a las limitaciones imposibles... que si tiene que preguntar diez veces la misma cosa, pues la pregunta. Y lo bueno de esto es que ha contagiado a su mujer de esta visión tan positiva de su vida. O ha sido al revés, estas cosas de pareja nunca se saben. Mérito enorme de ambos. Orgullo y satisfacción para sus cercanos y amigos.
Ya lo sabéis, cuando yo me haga mayor... recordadme a nuestro amigo Antonio.
Siendo tantas y variadas, no son estas virtudes de Antonio, empero, las que hoy quiero resaltar. Me siento abducido sobre todo por su tolerancia y su capacidad de adaptación activa a las dificultades y trampas que la vida le va poniendo, lo que en la modernidad se ha dado en llamar resiliencia, una suerte de resistencia en positivo: si tenemos que estar jodidos, por lo menos, también contentos. Esta vida nuestra que es un sueño o un engaño me quitará salud y vista, me irá restando poder y fuerza, y hasta ganas de chingar. Pero nadie me arrebatará la alegría de vivir. Por lo menos hasta ahora. Ese es el pensamiento de Antonio. Es muy posible que también sea ese, o parecido, el sentir de otras muchas personas que luchan o han luchado contra el cáncer: me acuerdo de mi amiga Encarnita o de mi amigo Agustín, felizmente curados; o de nuestro querido Andrés Luna, otro valiente donde los haya, que ha hecho del wassapt y de las reuniones con los amigos el baluarte de su singular batalla. Por desgracia, yo no soy así, no soy un buen ejemplo en este sentido; soy un cagón, un quejica, un pusilánime. A las primeras de cambio me vengo abajo, necesito encontrarme en plena forma para sentirme bien. Quizás sea por eso por lo que tanta admiración me produce la conducta de Antonio, por eso quiero ser como él cuando me haga mayor.
-Antonio -le digo mientras paseamos por esta Sevilla de ahora tan extrañamente fría-, ¿sientes angustia por tu situación actual?
-En absoluto -me responde con contundencia-. Si tengo que preguntar las cosas diez veces, pues las pregunto y ya está.
Después de haber superado un cáncer de pulmón, dos intervenciones quirúrgicas sobre el mismo y dos metástasis cerebrales, el tío anda por el mundo tan pancho, como si nada. Ya la cosa va para cuatro años, ahí es nada. Pero, como este enemigo siempre está al acecho, en diciembre pasado ha tenido varias crisis epilépticas continuadas -se llama status epiléptico- que por poco lo mandan al otro barrio sin enterarse. No ha habido que lamentar nuevas metástasis; no. El rebaje en su medicación ha sido el culpable, creemos. Aunque recuperado de nuevo para la causa, le ha sobrevenido una secuela no esperada: se ha quedado amnésico. Es posible que se trate de una amnesia temporal, transitoria; pero es algo que no sabemos, solo el tiempo, que todo lo cura, nos lo dirá.
Su problema ahora es que ha perdido la capacidad de retener su día a día, los momentos, se le esfuma la memoria reciente. Todo su almacenamiento previo a las crisis epilépticas lo mantiene intacto. Pero desde entonces para acá apenas recuerda y no es capaz de evocar las nuevas vivencias. Es como si tuviese que repetir el mismo día cada nuevo día, algo parecido a lo de la película del día de la marmota. Para él es que salió de alta del hospital ayer mismo. Si Paco o Jaime o Paqui van a verlo o pasean con él a la vera del río, al cabo de una hora le dice a su mujer que nos echa de menos a todos, que lleva mucho tiempo sin vernos. Es tan extraña la situación para todos nosotros, sus amigos, y, desde luego, para su mujer y sus hijos, que, sorprendentemente nos produce más hilaridad que preocupación. Al menos, a mí. Y me gusta provocarlo. Le pregunto qué ha desayunado, quién lo ha visitado, a qué hora se ha tomado sus pastillas... Y cosas así, de andar por casa. Y, meándose de la risa, se inventa las respuestas cuando percibe que no lo recuerda. Puede salir solo a pasear por su pueblo o por Sevilla. No se pierde porque conoce los sitios desde hace tiempo. Pero si le pregunto dónde hemos aparcado mi coche se queda in albis. Para facilitarle su rutina, su mujer le tiene instaladas unas alarmas en el móvil, ya que la mayor parte de las mañanas las pasa solo. "La pesada de mi mujer" -se ríe con su pachorra habitual cuando oye el soniquete.
Al rato de estar juntos ya no se acuerda de nada. Pero durante el paseo su charla no tiene desperdicio. Me cuenta que él es consciente de sus limitaciones, y que no se angustia por ello. Que si antes caminaba diez kilómetros del tirón y ahora solo hace dos, no pasa nada, que es ley de vida; que si antes se leía un libro en una semana y ahora no lee porque no retiene lo que ve, ya leerá; que uno de los factores para envejecer con éxito es saber adaptarse con gallardía a las limitaciones imposibles... que si tiene que preguntar diez veces la misma cosa, pues la pregunta. Y lo bueno de esto es que ha contagiado a su mujer de esta visión tan positiva de su vida. O ha sido al revés, estas cosas de pareja nunca se saben. Mérito enorme de ambos. Orgullo y satisfacción para sus cercanos y amigos.
Ya lo sabéis, cuando yo me haga mayor... recordadme a nuestro amigo Antonio.
Amigo José María, este admirable comentario de hoy sobre Antonio, un antiguo compañero nuestro del Seminario, llega al corazón.
ResponderEliminarEl sentimiento de superación personal, me lo imagino parejo al de madurez y valentía como persona, que se siente una parte natural de este mundo, y lo acepta todo como lo más normal.
Habiendo ejercido responsablemente mientras pudo al ciento por cien, como compañero y como padre.
Multiplicando los talentos recibidos.
Es muy loable tu admiración, por todo lo que dices y comentas sobre Antonio como ejemplo de fuerza.
Un abrazo.
Juan Martín.
Hola Fili:
ResponderEliminarDespues de leer en tu blog,queda reflejado,parece, que eres una persona feliz.Sobre todo transmites paz y no rencores.
Mi mayor desilucion en Los Angeles, era no poder jugar aquellos
famosos partidos de futbol.Esta claro que no podiamos jugar todos.
Hasta pronto querido amigo.
Espero que sea en Lucena.
Un abrazo
Querido Rafa, yo creo que sí, que me considero una persona feliz. He sido un afortunado de la vida. Mi talón de Aquiles es la enfermedad, no sobrellevo bien las dolencias o las limitaciones. Aspiro a estar siempre al 100%, cosa imposible.
ResponderEliminarEn los Ángeles todos sufrimos cierto tipo de frustraciones, es natural. La tuya fue no pertenecer al equipo de la Campiña, vale. La mía fue no ser aceptado en el coro. Da igual. Al lado de otros asuntos mucho más turbios que padecieron algunos compañeros, lo nuestro fue leche y picón.
Un abrazo y nos vemos en Lucena.
Querido José María: como diagnosticado de cáncer hace 27 años, después de varias intervenciones quirúrgias y quimio,vivo aún para esperanza de todos los enfermos con los que me relaciono y como actual cuidador de enferma de cáncer, agradezco tu escrito. Por más que admiremos la lucha de pacientes como Antonio hay algo en relación al cáncer sobre lo que reflexiono con frecuencia. Se suele animar al enfermo "conminándole" a que sea positivo porque de eso depende mucho la curación cargando sobre el paciente la responsabilidad de su mejoría o su empeoramiento y, en su caso, de su supervivencia o de su propia muerte. Hay que decir con claridad que esta enfermedad puede ser de corto o de largo reccorrido como podrás explicar mejor que yo y frecuentemente con altibajos debido a los tratamientos y la propia evolución de la enfermedad. Por eso deseo para todos los pacientes el mejor estado anímico pero también debemos extender la comprensión a los bajones, a los momentos de desaliento, al sentimiento de fragilidad, al dolor psicológico y a las lágrimas. Y esto que digo no es contrario al optimismo, y a la resiliencia como deseo de vida, al contrario, es abrir más la puerta a más comprensión y más amor a quien más lo necesita.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo y mis buenos deseos para Antonio y su familia.
Pepe Ramírez
Querido Pepe: siempre es un placer escucharte.Cuando te leo es como si te estuviera escuchando, con esa cadencia pausada y amigable en tus labios. Poca gente, mejor que tú, para hablar con propiedad del tema que nos ocupa. Por tu historia personal y familiar. En mi escrito he insistido en la parte del positivismo del paciente justamente porque es mi hándicap principal, aquello que a mí me gustaría poseer. Pero la otra cara existe, ¡digo si existe! Aunque algunos pacientes sepan ocultarla. A raíz de mi pasada enfermedad cardíaca entendí que nadie, ni siquiera tu mujer, puede meterse dentro de tu pellejo. Nadie comprende en toda su amplitud la soledad del enfermo. "¿Qué puedo hacer para ayudarte?" -me decía mi mujer angustiada. "No regañarme" -le contestaba yo lacónico. Y es lo que tú expresas tan sabiamente. Mi mujer me regañaba para motivarme, buscando una especie de revulsivo en la creencia, no siempre acertada, de que esa "rebeldía" pudiera vencer al miedo y a la soledad. En mi caso, no funcionan así las cosas. Yo soy de los que necesitan tener al lado el paño de lágrimas, alguien que aún sin comprenderte del todo, llore contigo. "Eso es regodearse en la enfermedad, meterte en un pozo y no querer salir de él"... -la Peque, ahí donde la veis, es así de fuerte y de severa. En fin, que estoy contigo Pepe, que la enfermedad, como otras tantas cosas en la vida, tiene al menos dos caras.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo