Para la mayoría de nosotros en nuestros
tiempos de seminario y luego de estudiantes nuestra beca era nuestro tesoro.
Sin ella no hubiéramos concluido el bachillerato ni, mucho menos, la carrera
universitaria. Yo presumo de haber gozado de beca en todos mis años de
bachiller, y de beca salario en la universidad, beca, esta última, que
ingresaba en mi casa más dinero que el sueldo anual de mi padre.
Bueno, no sé para vosotros, pero para mí
resultaba mucho más engorroso completar los tropecientos documentos que se
requerían en la solicitud de la beca que el hecho mismo de sacar buenas notas,
pan comido. Hasta fe de bautismo, oye.
Los hechos que os relato a continuación
tuvieron lugar en mi pueblo, Palenciana, en las vacaciones de Semana Santa del
año del Señor de 1971, curso del Preu. Mi amigo Frasqui y yo preparábamos
juntos el papeleo obligado para las becas del año próximo, él para COU, y yo
para el primer año de Teología en san Telmo. Lo minucioso de Frasqui para estas
cosas administrativas tranquilizaba mi ánimo temeroso, todo estaba en orden.
Bueno, en realidad nos faltaba un asuntillo "menor", el certificado
de buena conducta, documento del todo imprescindible y que habitualmente nos
conseguían nuestros padres sin problema alguno en el cuartel de la Guardia
Civil. Pero este año, nosotros ya mayorcitos, nuestros padres se hicieron los
haraganes, y nos dijeron que si queríamos peces, que nos mojáramos el culo.
Bah, dijimos con solvencia, vaya problema!...
Cosas de la edad, cuando quisimos acordar el Jueves Santo se nos echó encima, y los papeles sin arreglar. Sobre las cinco de la tarde de este día tan singular -hay que ver nuestro tino- nos presentamos en el puesto de guardia del
cuartel. Bien presentables; Frasqui, de barba espesa, bravía y contumaz, se
había afeitado dos veces ese día, una por la mañana y otra poco
antes de la cita al cuartel; yo iba pasable, por entonces solo me afeitaba dos
veces por semana. Ambos repeinados -¡ay!, ¿qué fue de aquel tupé mío, así,
acortinado?-, vestidos de limpio y estrenando chaqueta para la procesión del
Nazareno. Dos pimpollos. Que queríamos ver al comandante de puesto, así de
sopetón, le soltamos al guardia de puerta.
-Será para algo urgente, porque un día como hoy... -protestó el guardia.
-Bueno, sí, es que necesitamos un
documento con bastante prisa.
Por medio de otro número se dio aviso al
cabo.
-Buenas tardes -se presenta el hombre con sus ojeras de la siesta interrumpida-. ¿Qué se les ofrece a estos dos mozalbetes?
-A sus órdenes de usted, mi cabo -replica
Frasqui más habituado que yo al trato con los civiles-. Verá usted... perdone
que le molestemos en una tarde como la de hoy...
-Nada, nada, ustedes dirán.
-Es que para completar la documentación de
nuestras becas necesitamos el certificado de buena conducta. Otros años nos lo
ha firmado don Juan, el párroco, pero ahora tiene que ser usted... según pone
aquí -me sale todo del tirón.
-Muy bien, ¿y con quiénes tengo el gusto
de hablar, quiénes sois vosotros?
El cabo no nos conocía ni nosotros a él.
Llevaba poco tiempo en el pueblo en sustitución de nuestro cabo de toda la
vida, el cabo Rut.
-Yo soy Francisco García -se adelante
Frasqui-, hijo de Blas García.
-Y yo, José María Rivera, hijo de Juan
Rivera.
-Ahjaja -parece recrearse-, conque estas
tenemos... Los amos de la Silera y de la Capilla...
-Bueno, verá usted, tanto como los amos...
-replico yo.
El hombre, de pronto, cambió el gesto. No sé. Es posible que esperara otra cosa, quizás que le lleváramos algún presente de parte de nuestros padres con motivo de las fiestas, hecho que podría resultar habitual en aquellos años. Nunca fui testigo de tal cosa pero puedo imaginar que siendo Blas y mi padre los administradores de grandes fincas de Carreira pudieran eventualmente hacer algún regalo a la Benemérita en la persona del cabo. Sea como fuere, el caso es que aquel hombre parecía otro. De mala gana tomó la solicitud que yo le alargaba y leyó el párrafo donde ponía qué autoridad debía de elaborar el certificado de buena conducta, en nuestro caso, él mismo. Al cabo, salió refunfuñando:
-Sí, es verdad; aquí dice que debe hacerlo el comandante de puesto, sí; pero no encuentro que ponga en ningún sitio que haya de hacerlo el Jueves Santo por la tarde. El lunes próximo os pasáis por aquí y los recogéis.
-Con todos los respetos, mi cabo -me
envalentono yo-, pero es que nosotros estudiamos en Córdoba y nos vamos el
domingo por la tarde en la Graells... Habíamos pensado llevarnos ya toda la
documentación completa, más que nada para ahorrarnos un viaje.
-Y yo he pensado que no, que hoy no es día
de trabajo administrativo, ¡estamos de acuerdo?
-A lo mejor el sábado... -tercia Frasqui
con timidez-. Mire usted mi cabo, usted no nos conoce, pero somos buenos
muchachos, somos seminaristas ¿qué más le podemos decir? Somos, además, sobrinos
del que fuera subteniente Rivera en la comandancia de Córdoba... Yo mismo tengo
muy buena relación con el capitán de la Guardia Civil de Lucena...
-¡¡He dicho que el lunes, coño ya!!! -Y
ahora el hombre se enfureció de una manera que nos pareció desproporcionada-.
¿Qué os habéis creído, que podéis codearos con la autoridad, así como así? Ni
hablar, niñatos intelectuales, que eso es lo que sois, unos niñatos, que por
estar estudiando en la capital os creéis algo. Tan estudiados como sois
podríais haber considerado un poquito que no son éstos precisamente días para
papeleos. A mí me importa un comino vuestro tío, el capitán de Lucena y el
Obispo de Roma. Anda, anda, salid de aquí echando leches.
A media mañana del Viernes Santo, mi padre me cogió por banda.
-Mira, José María, no te doy un sosquín
por ser hoy el día que es... Parece mentira... -Era una fiera mi padre
cabreado, a mis dieciocho años yo aún le temía-. La manera de comportaros con
el cabo... Tanto estudio pa esto, ¡hay que ver! Una cosa que os dejamos que
hagáis por vuestra cuenta... Y mira tú por dónde... ¡Qué vergüenza! Nos ha
llamado el cabo y nos ha contado vuestra... osadía, por decirlo de alguna
manera.
-Pero papa, que nosotros...
-Ni papa ni mama, niñatos mocosos es lo
que sois todavía. Sí, mu buenas notas, pero sin un dedo de frente. ¡Las horas
de ir a molestar al cabo, y ¡¡¡el Jueves Santo!!! ¡como si no hubiera más días
en el año!!
Filípica similar padeció Frasqui por parte de su padre, aunque Blas era hombre bastante más comedido y prudente que mi progenitor. De manera que ambos, Frasqui y un servidor, pasamos un Viernes Santo de verdadera penitencia y arrepentimiento. Al día siguiente, Sábado de Gloria, después de la siesta, mi padre, ya totalmente calmado y cuerdo, me aborda con extraña amabilidad.
-Pásate por la casa de Frasqui, y os alargáis juntos al Cuartel. Os volvéis a presentar al cabo con educación, que ya os tiene preparados los certificados de buena conducta. ¡Demasiado bueno es el hombre!
Dicho y hecho. El Sábado Santo nos hicimos con los dichosos papeles.
Debieron de pasar años, varios años, para que nos enteráramos, Frasqui y yo, de los turbios acontecimientos que debieron vivir nuestros respectivos padres durante aquellas veinticuatro horas para conseguir los certificados. Un día de chochez, Blas se lo contó a Frasqui. "Niño, pos ná, ¿qué íbamos a hacer? Lo que se hace en estos casos, por un hijo, lo que haga falta. Cogimos el primo Juanillo y yo y nos alargamos al Cuartel para volver a hablar con el cabo. Sabíamos que era un hombre de trato áspero. Vestido de paisano, nos lo llevamos de compadreo al bar de la "Chorro", y luego, al del "Gordito", y luego al del "Mellizo". Lo jartamos de tapas, lo emborrachamos y nosotros con él, claro está. Y ya está. Así es como los hombres de bien arreglamos nuestras diferencias".
Hombres recios y duros, hombres de campo, curtidos al sol de la siega y al frío de la aceituna, enérgicos, iracundos a veces, pero siempre, y por encima de todo, padres. Nuestros padres.
Sed buenos.