martes, 14 de junio de 2022

Un hombre admirable

En cuanto pudo, devorado el desayuno, esta gente fue cogiendo puerta. Hoy toca visitar Olaho y su mercado, cosa de mucho predicamento, según dicen. Han aprovechado que yo estaba platicando con el móvil para dejarme aquí tirado, a la espera de Cristobao, el fontanero.

-Le mando a un fontanero-electricista, un manitas decís los españoles ¿no? Estará ahí en una media hora. Su nombre es Cristobao -me contaba Tatiana, la encargada de la casa.

Sin comerlo ni beberlo, por regalón y despacioso con mis dulces, me ha tocado quedarme para no dejarlo solo, al hombre. El lavavajillas produce un cortocircuito y nos deja sin luz cada dos por tres, y alguna cisterna de los wáteres no funciona como debiera. Cosas de las casas rurales. 

Me he acomodado en el porche trasero, el que da a la cocina, al resguardo del sol de levante, que ya viene picando. No me decido a remojarme en la piscina, no sea que el hombre me pille en bolas, que es como me gusta bañarme cuando estoy solo. Sentado al frescor del césped recién regado, leo distraídamente el mismo capítulo que ayer de un libro de filosofía. Me ha dado por ahí. Y tan metido estoy en la teoría ética de Hume que no me apercibo de la presencia de Cristobao, que acaba de entrar.

-Bom día -me sorprende.

-¡Ah, perdón, buenos días! -me levanto a modo de saludo.

Es un hombre fornido y mal hecho, y con la cabeza rapada. Al pronto, me recuerda a un Comandante Lara que no fuera chistoso, sino más bien circunspecto. Sus gafas de ver son de estas modernas de color rojo. Las patillas apretadas le marcan un surco profundo por detrás de las orejas. Me pregunto si no le molestará. En la cocina, al lado nuestro, le señalo el lavavajillas que cortocircuita. A continuación, escaleras arriba, me sigue de cerca mientras le voy mostrando los distintos desperfectos en la planta primera: tres cisternas averiadas, una cortina descolgada y un somier al que le faltan tablas.

-¿Nada mais? -pregunta con sorna. Le sonrío y pienso en el típico fontanero español que ante tal tesitura ya se hubiese cagado en la madre que parió a panetes. Siguiendo las estrictas instrucciones de la Peque, tan desconfiada, no me despego de él en ningún momento. No vaya a ser que se ponga a husmear por nuestras habitaciones con las camas sin hacer y las maletas abiertas en el suelo.

El hombre empieza la faena por las cisternas. Cada una tiene un mecanismo distinto. Las tres presentan rotura en los enganches con el tirador. Cuando he tenido en mi casa una avería parecida cualquier fontanero corta por lo sano y compra un sistema nuevo. En cambio este hombre, calmoso y virtuoso, desenrosca las distintas piezas, cisterna por cisterna, las recoge todas, se va al jardín y se sienta en una silla a intentar recomponerlas. Mientras, yo, sentado a una prudente distancia, sigo con Hume. Una hora de paciente trabajo de hormiguita hacendosa. Con el material ensamblado, sube a los cuartos de baño afectados y coloca los sistemas. Yo, confiado ya en la formalidad de Cristobao, me quedo en el jardín ensayando "aproach" con mi hierro del 7 y mis bolitas de golf. Presumo de maestría: ni un solo descalabro, ni una bola perdida.

Arreglados los daños de arriba, el hombre entra en la cocina y se dispone a acometer la tarea cumbre: arreglar el lavavajillas. Eso no pienso perdérmelo. Con una maniobra simple de enchufar el aparato en un enchufe distinto y ver que así funciona sin provocar cortocircuito, averigua que el fallo no está en el aparato, sino en el enchufe que lo alimenta. Cuerpo a tierra, el móvil en modo linterna en una mano y un destornillador en la boca, se arrastra a codazos entre gofifas y botes de detergentes por los bajos oscuros que ocultan las puertas de abajo de los muebles de cualquier cocina. Cada vez que intenta girarse para embocar el enchufe se da un coscorrón en su cabeza rapada. Pocas cosas hay en la vida que me cabreen más que trabajar con estrechuras. Hasta ansias me entran de ver a este hombre en tan incómoda postura.

-¡Mae que me!... -es lo único que suelta su boca apretada. Desde atrás, yo solo le veo los calzones, ya colgones, que dejan al aire parte de los calzoncillos y el inicio de una hucha lampiña. No como las de nuestros albañiles y fontaneros, tan peludas. Encontrada la posición, dispone el móvil-linterna enfocando el enchufe y se afana en desmontar el objetivo con el destornillador. Preocupado yo porque le pudiera dar la corriente, le pregunto si apago el interruptor general.

-Nao precisa, aos portugués nao da choque (no hace falta, a los portugueses no nos da calambre) -se pone el tío. Pero no era verdad: por lo menos le dieron  tres calambrazos. Oye, y qué hombre, este Cristobao, tan admirable: ni un solo voto soez, ni un copón divino, ni siquiera un cagarse en Dios, exabruptos básicos de primero de blasfemiología entre nuestros egregios operarios cuando algo se les tuerce. Yo, alucinado. Al tercer chisporretazo que vi, corté el interruptor. Dime tú que le da a este hombre un patatús, y me pilla aquí solo... 

Consiguió al fin su propósito: cambió el enchufe roto por otro nuevo, y yo respiré tranquilo. No sólo tranquilo, sino reconfortado con nuestra especie. Con hombres como Cristobao aún nos queda esperanza. Tres horas de trabajo por su parte, y otras tantas de supervisión atenta por la mía. La una del mediodía, las dos en España, y esta gente sin venir. No, si al final tendré que ponerme con el almuerzo...



 


2 comentarios:

  1. Cuida bien a tu Cristobao. Como él quedan pocos.
    Mi Cristobao particular, Fernando, es una joya en bruto que comenzó con la albañilería, luego se pasó a la fontanería y finalmente se graduó en electricidad. Trabaja sin descanso por lo que regresa a su casa al caer la tarde casi agotado. La lista de arreglos caseros en nuestra vivienda sobrepasa mi memoria.
    Con el tiempo, su profesionalidad y desenvoltura han alcanzado tal nivel que puedo felicitarle antes de ver sus reparaciones o instalaciones. Le cuido con mucho cariño porque además es muy majo y simpático.
    Se diferencia de tu Cristobao en que no tarda un segundo en adquirir repuestos de la tienda, pero a veces recicla algún material en buen estado sin cobrarlo.

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    1. Querido amigo Pedro: quien tiene un Cristobao tiene un tesoro. En nuestros años de Sevilla, la Peque y yo encontramos, casi de casualidad, otro manitas: Baldomero. Era tan bueno como natural y campechano. Desde entonces, cualquier técnico que venga a nuestra casa a arreglar una avería lo llamamos Baldomero.

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