Me complace mucho ver a mis nietos tan amistosos. Tienen ya su pandilla y todo. Lo pasan genial en la piscina del pueblo. Daniel, más pequeño, se infiltra como uno más en el grupo de Lucas, tres años mayor. Hasta de vacaciones en el extranjero hacen amiguitos y se entienden por señas. Lucas es tan emocional que echa sus lagrimitas cuando se despiden. Algo han sacado mío. Porque también yo he sido siempre muy amistoso.
Muy pronto en mi niñez descubrí una desconocida habilidad para la amistad, algo que luego me ha acompañado a lo largo de la vida. En el pueblo, en el cortijo, en el seminario, en la facultad, en el hospital, en Sevilla... Y ahora, de jubilado, en Antequera. En cualquier sitio donde he vivido he sabido rodearme de amigos. De excelentes amigos. Y ello es algo de lo que me siento muy orgulloso: los amigos son parte esencial de nuestro patrimonio sentimental, ése que no tributa en otro lugar que no sea el corazón. Como mi Lucas, soy un sentimental. Y esta tarde de calor me ha dado por ahí: por la amistad.
La madre de la Peque -no llamaré suegra a mujer tan bondadosa- se extrañaba del hecho de que, ya casados, nosotros siguiésemos manteniendo una relación tan estrecha y continuada con los amigos. Para ella, según la costumbre en el pueblo, una vez casados, los matrimonios se "juntan" con otros de la familia, pasando los amigos de juventud a un segundo plano. Y yo le contestaba que sí, que era verdad, pero que para nosotros, los amigos son también familia. "¿Cómo va a ser lo mismo?" -se revolvía.
Me resulta intrigante abarcar la psicología de la amistad. Qué clase de vínculo misterioso nos mueve a acercarnos y querer a unos como si fuesen hermanos, y a alejarnos de otros. Aún siendo médico y presunto conocedor de los intríngulis moleculares y hormonales que rigen nuestra mente, me resisto a pensar que todo se reduzca a química. A esa química la tiene que mover algo. Determinados gestos, miradas, actitudes, incluso la fisonomía externa han de modificar reacciones químicas en nuestro cerebro en uno u otro sentido.
Es un hecho constatado la existencia de amistades de conveniencia. Aristóteles las llamaba amistades de utilidad y de placer. El interés de una o de ambas partes en un objeto determinado es el soporte del vínculo amistoso. Es una amistad interesada. Amigos de fútbol, de negocios, de política, de iglesia... Cesada la causa, cesado el efecto. Uno cree estar al margen de ese tipo de argucias, y, desde luego, yo las niego con rotundidad en mi persona. Pero alguien podría, tirando del hilo del interés, argumentar que mi amistad inquebrantable con Agundo quizá me sirviera para hacerme un nombre entre los chaveas valientes del pueblo, o para aprender a nadar en el río antes y mejor que otros. Que mis amigos del seminario facilitaron mi socialización puliendo mis muchas tosquedades. Que los de la facultad o del hospital han sido, de alguna manera, cooperadores necesarios en mi desempeño profesional. Y yo, en el de ellos. Que mis amigos de Sevilla se han topado con un chollo de médico para todo en mi persona. Es posible que vea en mis amigos actuales de Antequera un medio para adaptarme mejor a mi nueva vida, sin contar con el pozo sin fondo de sabiduría y bondad que me aportan.
Contra este alegato descarnado, me sale muy de dentro defender mi sentido de la amistad como un sentimiento puro, sin contaminantes, todo emoción, diría yo. La amistad virtuosa, la nombraba Aristóteles. Una relación regida por el afecto, la nobleza y la afinidad de pensamiento, sin llegar -eso sí que no- al embeleso del enamoramiento. Mirando ahora para atrás, no tengo reparos en reconocer que en algunas etapas de mi adolescencia he sentido pudor al creerme enamorado de sendos querubines, uno en el seminario y otro en el pueblo. Yo, un tío de campo, de a paja diaria... Esta amistad desinteresada, la verdadera amistad, convierte la química fría e impasible de nuestro sistema límbico en un caldo del cocido, cálido y apetitoso, en una noche de tormenta.
¿Y qué pasa con las chicas? Bueno, ahora no hay distingos de género: mis amigas poseen la misma consideración y confianza por mi parte que mis amigos, si no más, aunque la suerte de su amistad me haya llegado, en su mayoría, por vía conyugal. Por ser la mujer de... Pero antes, en nuestro tiempos jóvenes, la cosa era bien distinta. Los chicos con los chicos, y las chicas con las chicas. No teníamos amigas con la confidencialidad, complicidad y trato propio de los muchachos. Los tendrían entre ellas, pero no con nosotros. Nos juntábamos para irnos al campo o al río de excursión, o para organizar guateques o teatrillos. En la pandilla, por lo general, cada quien le tenía echado el ojo a una determinada "amiguita", más amiga que las otras, aunque todavía sin derecho a roce, sino sólo a paseos por la plaza o por la carretera, sin pasar del Retiro para no dar que hablar. Y eso, en caso de reciprocidad, cosa que no siempre ocurría. También yo tuve mi "amiga" más especial, una muchacha linda y menuda, que me parecía angelical. Mi condición de seminarista complicó mucho nuestra incipiente relación, naturalmente. Y más tarde, cuando abandoné el seminario, un vendaval de frescura, energía y pasión barrió mis anteriores amores para instalarse en mi vida de una manera tan contundente como definitiva.
Sea como fuese, mi amistad se ha alimentado siempre de lealtad, franqueza, confianza y cariño. Mi amiga "especial" murió hace ya años, en la flor de la vida, como solemos decir. Llevo siglos sin ver a muchos de mis amigos y amigas del pueblo. A otros los disfruto un mes al año. Da igual. Los sigo recordando a todos con parecida emoción con la que quiero a los más cercanos, a quienes trato con cotidianidad.
¡Viva por siempre la amistad!!!