miércoles, 16 de agosto de 2023

Mañana de feria

La mar de productiva, esta mañana de feria.

Nunca he sido un buen feriante. Nunca. Ni de joven. "Tú nunca has sido joven", protesta la Peque. Treinta años en Sevilla, y no me ha cautivado su Feria. Iba por imperativo conyugal. Después de las sopaipas (allí las llaman buñuelos), a la casa. En el pueblo, casi lo mismo. De día, me cuesta Dios y ayuda bajar un rato a la cantina para sudar la gota gorda (por cada pelo, un caño, dice mi cuñada Dolores). De noche, sobre la una de la madrugada, los tejeringos con chocolate y a la piltra.

Sin golf y sin piscina municipal, esta mañana he pensado irme al río, a rememorar viejos tiempos. En coche, claro. Ya en las afueras, me paro en las puertas del cementerio y charlo un ratito con mis padres. Les digo que descansen tranquilos, que han sido unos padres del 10, y que los quiero mucho. Luego, con mi padrino, y le digo que ha sido un segundo padre para nosotros, y le doy las gracias por tantas pesetas como le he sacado en aquellos tiempos de penurias. Muy cerca, mi hermana Josefa y mi cuñado, los dos juntos, y les regaño por haberse ido tan pronto, los muy simplonatos. Sigo con mi madrina, La Chorro, la mujer más animosa y generosa del pueblo. Y termino con mis suegros, bromeando con ellos y sus "peronias", como cuando estaban con nosotros.

Estoy de suerte. El río viene flojo. Se conoce que este año, por mor de la sequía, el pantano no va de sobrado. Austeridad.  Saco del maletero un hierro del 7 y dos o tres bolas de las más desgastadas y mato el gusanillo lanzándolas, como proyectiles, río abajo. Cincuenta metros más atrás hay una playita arenosa donde el río se remansa un poco. Son las once y media de la mañana, pero ya aprieta Lorenzo. Desde el huerto Pajarito a La Pontona, nuestro río traza una especie de hoya muy vistosa cuando se observa desde arriba. A pie del cauce, todo se vuelve rumor agradable del agua saltando sobre las rocas y el esplendor del bosque de ribera, donde en este punto dominan los extensos cañaverales, los sauces frondosos que invitan con sus generosas sombras, los tarajes y los álamos sublimes y silenciosos. Ni una gota de aire.

Sólo en la playita, cual Robinson Crusoe de mentirijilla, decido darme un baño. Aunque siempre valiente con el agua, ahora, de mayor, soy un cagao; bueno, dejémoslo en prudente. Arrojo al río varios trozos de ramas arrastradas y orilladas para asegurarme de que flotan y no se las traga un eventual remolino (recor, decíamos de chicos) de ésos que malogran al más pintado de los nadadores. Todo en orden. Me quedo en calzoncillos y me doy un bañito la mar de agradable y refrescante. Emulando mis aventuras fluviales infantiles, alcanzo la otra orilla y me vuelvo. Tampoco es cosa de entretenerse demasiado, no sea que suelten el pantano para lo del rafting y me pille desprevenido.

Secándome al sol, un coche baja la cuesta. Me apresuro en vestirme a medio secar. Bajan del coche un hombre mayor, tres jóvenes y un niño. No los conozco, ahora en agosto llegan al pueblo cantidad de gente que emigró a Cataluña y sus retoños, nacidos allí.

-¿Te has bañado? -me pregunta el anciano con mucha curiosidad.

-Sí, por aquí se puede. El agua viene mansa y no está muy fría. Y las rocas están a la vista.

-Ah -se pone el hombre nostálgico-, los muchachos de mi edad aprendimos a nadar en este río. ¡Qué recuerdos!

Los jóvenes se ha separado de nosotros y ya están jugueteando con el agua.

-Pues claro -le contesto-. Yo también venía todas las siestas a bañarme.

Y ya nos dimos a conocer. El hombre es un hijo del "Boquino", casado con una hija del "Chavito".

-Yo soy hijo de Juanillo el de Poto -le digo.

-¡¡Hombre!!! -se muestra eufórico-. ¡Mi manijero cuando hicimos los hoyos de olivos en la viña del Ralengo!!! ¡Qué hombre más exigente! Tenía una vara para medir la profundidad de los hoyos y no podías saltarte ni un dedo. Todos exactos, todos iguales.

Y me cuenta sus avatares por tierras catalanas. Que gracias a Dios que tuvo la ocasión de emigrar, que ha prosperado mucho, se ha hecho autónomo allí y ha ganado mucho dinero, cosa que jamás hubiese conseguido aquí. Yo asiento en todo lo que me va contando, mientras miro a los jóvenes que siguen chapoteando en el agua y haciéndose selfís de ésos. Y ya me puede mi vena imprudente.

-Y esta gente tuya, nacida allí, ¿son independentistas?

Se me queda mirando, como intentando adivinar mis intenciones. Siendo hijo de Juanillo, este hombre será de fiar, digo yo que pensaría en esos momentos.

-Son catalanes, han nacido allí, pero de independentistas, ni mijita. Yo los he educado muy bien. Tenemos nuestros más y nuestros menos, claro, pero son españoles hasta la médula. Yo he estado siempre muy pendiente de eso.

Y ya me despedí y me vine para el pueblo, tan contento de una mañana muy bien aprovechada. Veremos a ver cómo se nos da la noche. ¡Qué ganas de verme en el día 19!!!


lunes, 7 de agosto de 2023

Dar a alguien La Majestad

Una de las cosas que procuro plasmar en mis escritos es la paulatina y casi desapercibida recopilación de palabras y frases arcaicas de nuestro pueblo: las palabras muertas.

Se trata de expresiones que antaño eran de uso corriente, pero que hoy se han perdido sepultadas por los escombros de la modernidad. Creo que con Mercedes la inglesa, la madre de mi cuñada Dolores, se nos fue el último testigo de muchas de aquellas sabias locuciones. Y se nos fue también con ella una de las mujeres más fieles y tenaces en el cultivo de nuestra antigua prosodia de la "e". Otros ejemplares dignos de mención en este apartado fueron los casos de Luisa, madre del "Chavea"; Dominga Hurtado con sus caetes de pastilles; "La Paloma", casera en La Capilla; Bienvenida, madre de "Los Bolos"... Hoy, sólo se me antojan Dolorcitas "La del Tomate", Isabel "del pescado", La "Pindera" y Josefa Vílchez, la madre del Yondy, como especímenes menores de aquella forma tan genuina, tan nuestra, de conversar.

Ayer mismo, en el tanatorio, sitio pintiparado para reflexiones jocosas e irrelevantes, viví una escena de otro tiempo. Charlaba yo animadamente con Antonio y José, los hermanos "Bolos", acerca de las bondades de un ejercicio físico moderado para las personas de nuestra edad. Antonio no se pierde una sesión de Aquagym y José camina un par de horas cada día. Y la cosa fue a más cuando ellos, tan cachondos como siempre, se metieron conmigo a cuenta de mi afición al golf, algo "que no te pega nada, cuando tú, de siempre, has sido un pelotero de categoría". Se entrometió en la cháchara Manuel Gámez, no el maestro, sino su primo el "trotacaminos", un joven sesentón que se hace veinte kilómetros diarios "a uña". Y nos dijo que días pasados, había alargado tanto sus pasos que llegó hasta "La Cañada de Pareja", un par de kilómetros más allá de La Capilla.

-Tampoco hay que pasarse, hombre -le dijo José.

Y entonces, se arrancó Antonio para relatar el caso de otro paisano, cuyo nombre omitiré, al que vio hace unos días subir en bici toda la ronda noroeste -por donde el pipican nuevo-, y, no contento, volver a bajarla para subir luego toda la calle La Pendencia parriba.

-Mira, nene -sigue Antonio con su relato-: cuando llegó a la esquina Rute, venía asfixiado, sin resuello, daba susto verlo tan fatigao.

Y entonces es cuando salta su hermano José con toda la gracia del mundo:

-Vamos, que llegó como pa darle La Majestad.

¡Dar la Majestad!!! ¿Cuánto tiempo hace que no escucháis semejante palabro? Bueno, la gente nueva no tiene ni idea. Pero es que la gente de fuera de nuestro pueblo, tampoco. Yo creo que es una expresión exclusiva de Palenciana.

De monaguillo, yo he acompañado a don Juan González Prieto a dar la Majestad. Era una ceremonia muy particular y solemne. Algunos domingos, antes de la misa, el cura salía por el pueblo a dar la comunión a los enfermos impedidos que no podían acudir al templo. Era dar el Viático, en alusión a la cajita de plata donde se transportaban las hostias consagradas. Una ceremonia discreta en la que el cura iba acompañado por un monaguillo. La Majestad era algo reservado para aquellos enfermos en estado de agonía, in artículo mortis, junto a la Extremaunción. Acto de una solemnidad sacramental y una escenografía ciertamente teatral, causaba impresión a los paisanos, que, recogidos en sus puertas, se arrodillaban a su paso. Recuerdo que en los primeros tiempos, el cura paseaba bajo palio llevado por los monaguillos o los seminaristas menores. Otros dos monaguillos se colocaban a cada lado del sacerdote portando sendos faroles encendidos. Y aún otro más iba por delante del cortejo haciendo sonar una campanilla de tono fúnebre. En casos de enfermos con especial pedigrí, una fila de hombres recios seguía el paso con grandes faroles de asa en la mano. Os parecerá una escena del alto Medievo, pero no, es de hace sólo sesenta años. Vestido con sotana, roquete blanco y estola de color morado por el cuello, don Juan caminaba con recogimiento místico las calles llevando las hostias consagradas en el viático, recogido con sus dos manos y pegadito a su pecho. Y así, en cada casa donde hubiese un moribundo.

Majestad es el trato que se le da a un monarca. Es de suponer que en este caso dar la Majestad a un enfermo es proporcionarle el placer de degustar al mismísimo Rey del Universo. El salvoconducto para san Pedro.

¡Qué viejos semos! ¡Y qué calientes, Manuel! 

jueves, 3 de agosto de 2023

¿Machismo encubierto?

Ayer al mediodía, en la rotonda del cruce de Villanueva de Algaidas, la que rodeamos para tomar la carretera a San Benito y al pueblo, vimos un coche averiado. El capó levantado y una chica joven hurgando en las tripas del vehículo.

Regresábamos de Antequera, mi hermano Frasco y yo, de nuestra partida de golf matutino. Y, sin pensarlo mucho, me paré con la intención de ayudarla. Ni siquiera nos bajamos. Por la ventanilla abierta, mi hermano le preguntó si necesitaba ayuda. La chica, con bastante desparpajo, nos dio las gracias y nos dijo que no, que era un problema del radiador que pierde agua, que cada cincuenta kilómetros se para para darle de beber. 

-¡Con Dios!!! - nos despedimos y continuamos para el pueblo.

-¿Por qué te has parado, Sema? -me pregunta, curioso, mi hermano-. ¿Habrías hecho lo mismo si hubiese sido un muchacho el averiado?

Y charlamos sobre ello. No voy a negar que la chica, vista desde cierta distancia, me pareciera bonita y tiposa, ni que llevara una falda cortita que, al inclinarse sobre el capó, dejara al aire unos muslos apetitosos. Para que veáis lo bien y acertadamente que los hombres calientes sabemos enfocar el objetivo. Pero no. Sinceramente, creo que no paré por ese motivo. Cierto que, de haber sido un joven el afectado, servidor no hubiese parado. Casi seguro que no. Pero si reflexiono un poco más allá de la simple apariencia, encuentro que no, que la verdadera razón por la que mi intuición decidió que parase fue otra. Y seguramente, peor que la primera. Veamos.

La mayor parte de las decisiones rápidas que tomamos en nuestra vida diaria no obedecen al discurso de la razón, no son pensadas, sino intuidas. Nos inclinamos de una manera casi automática movidos por una tendencia. Y dicha tendencia es mucho más precoz en el tiempo que el razonamiento lógico. Un segundo. Luego, usamos nuestro entendimiento racional para justificar o criticar nuestra conducta. Así es como actuamos casi en cualquiera de nuestras decisiones. No sólo las rápidas, también las reflexionadas. Lo primero es la intuición, la emoción, la querencia. Y luego, la razón. Primero actuamos y luego reflexionamos. Diréis que no, que eso puede valer para actuaciones "reflejas", que vosotros pensáis antes de actuar, que ante decisiones difíciles escribís en un papel los pros y los contras... Vale. Pero aún en esos casos la intuición hace que pongáis más carga positiva en aquello que "ella" desea. 

Bueno, pues mi verdad repensada es que paré de una manera intuitiva al considerar, sobre la marcha, que una chica no entiende de coches y que no iba a saber salir del problema. De haber sido un chico, ni me lo hubiese planteado. Machismo descarnado. Lo reconozco.

Por mucha formación sociológica que poseamos, por mucha matraca que nos den nuestras hijas, por mucho que creamos tener superado el problema, la verdad verdadera es que los hombres de mi edad no acabamos de desterrar el machismo. Aunque sea bien intencionado, pero machismo. 

-Y los que no somos de tu edad, tampoco -apostilla mi hermano-. A mí todavía me produce turbación ver a una chica joven de camionera, tractorista o conductora de autobuses.

¡¡Estamos apañaos!!!


martes, 1 de agosto de 2023

El pichoncho

 

A Gregorio Paños se le está secando el cerebro. Eso le ha dicho el neurólogo a Consuelo, su mujer: que tiene Alzheimer. Desde un año a esta parte, Gregorio no da pie con bola, se despista en su casa, confunde los nombres de los amigos, incluso el de su propia hija, no sabe mirar la hora… Incapaz de seguir el hilo de una conversación, todo se le reduce a fantasear con sus recuerdos pretéritos, a inventar una realidad paralela con retales retocados de sus vivencias juveniles: la fabulación.

Consuelo cree que no, que todo le viene de aquel golpetazo en la cabeza cuando se cayó de la higuera cogiendo brevas para sus nietos.

Con sus nietos, Gregorio se vuelve un niño. Regresa a sus once años, la edad de David, su nieto mayor. A éste y a su hermana Rocío les encanta escuchar una y otra vez las historias antiguas del abuelo. Otra más, le dicen. Venga abuelo, la última. Y Gregorio recupera la ilusión de vivir y la memoria en esos largos ratos de las tardes en que le llegan los niños. Todos los viernes. El médico ha recomendado como medida de ayuda un contacto cercano y frecuente con niños y con mascotas para aliviar en parte la tensión provocada en estos enfermos por la desorientación en la que viven. Por eso, los viernes por la tarde la hija lleva a los niños a casa de los abuelos, cenan y duermen allí y los recoge el sábado después del desayuno del chocolate con churros. Y Gregorio, tan contento.

—Abuelo, y ¿cómo jugabais al pichoncho? –pregunta Rocío, tan curiosa y tan viva, conocedora de la llama que encendía esa pregunta en el abuelo. Rabo de lagartija. Y a Gregorio se le ensancha de repente todo su cerebro encogido, pega un par de inspiraciones profundas para contener su emoción tan sensiblera y les explica, por enésima vez, el mecanismo del pichoncho.

Gregorio Paños era un fenómeno jugando al pichoncho. No tenía rival. Grandote y regordete –bien criado—, en los recreos llegaba de los últimos a la sala de juegos porque no tenía la facilidad de otros de bajar las escaleras del estudio de dos en dos o de tres en tres.  A fin de no quedarse fuera de la partida, se procuró de un amigo flacucho y avispado que, llegando el primero, le cogía la vez. Gregorio se tiraba jugando todo el tiempo del recreo porque él nunca perdía. Un as, se decía antes. Un crack, se dice ahora.

El pichoncho era, básicamente, una mesa de billar americano, pero a lo rústico y artesanal. En vez de bolas, fichas de madera; en lugar de palo, el dedo índice engatillado en el pulgar. Hoy, poca gente sabe de él, pero en los años jóvenes del abuelo era un juego habitual en los internados.

Un vicio. Gregorio soñaba, pensaba, charlaba, estudiaba…, con la mente puesta en el pichoncho. Ni siquiera el fútbol o el frontón, juegos tan propios en los colegios, le tenían tan sorbido el seso. Un escándalo de muchacho. Como suele suceder, el vicio del juego se engulló la virtud del estudio. Y su bajo rendimiento académico cercenó su destino lego. Había perdido la vocación, les dijeron los curas a sus padres para justificar la expulsión del seminario.

En su vida seglar se hizo maestro y ha sido un hombre sencillo y feliz en la escuela y en su casa. Habilísimo desde chico, de jubilado le dio por las manualidades domésticas: un manitas casero. Bombillero y arreglador, le dicen sus nietos que es. Arreglaba cualquier desperfecto en la casa. Un día se llegó a la carpintería de su vecino Rafael con la idea de traerse unos palos y unas tablas para ensamblar un pichoncho para sus nietos. Esa fue la excusa, los niños eran aún demasiado pequeños; lo quería para él.

—Mira, Gregorio –le indicó Rafael—: he pegado las patas con cola de carpintería, pero no me fío de que puedan luego zangarrearse mucho. Por eso, además de la cola las he apuntalado con unos pocos clavos en cada pata. Fíjate, ni con todas mis fuerzas consigo que se muevan lo más mínimo. Garantizado.

Tuvo tiempo de disfrutarlo. Tanto que casi logra alcanzar el mismo grado de enganche de sus tiempos mozos. Cada tarde, después de la siesta, su partidita. Sólo o con Consuelo. Incluso llegó a aficionar también a Rafael.

—Este hombre está poseído por el pichoncho –se quejaba su mujer cuando la distraía de otras tareas para que jugase con él.

Una de sus últimas ilusiones era enseñar a jugar a su nieto David, ya grandecito. Lo montaba en una silla baja para que pudiera dominar el tablero, pero al pobrecillo le lastimaba mucho en su dedo tener que impulsar el disco grande.

—No pasa nada –lo animaba el abuelo—, ya crecerás.

Y entonces…David creció y también lo hizo Rocío, pero para entonces el abuelo ya no era el mismo.

Hablaba y hablaba del pichoncho hasta resultar cansino, aburría a las visitas con su perorata de virtudes de su juguete y fabulaba repitiendo a cada paso la exagerada cantidad de clavos que sostenían las patas, pero confundía sus fichas con las otras y había perdido aquel tino tan fino para dirigirlas a donde él quisiera. Y se cabreaba.

Aquello ya no era tan divertido ni para él ni para los críos. Una tarde, en uno de esos cabreos, el abuelo, furioso consigo mismo por haber fallado una ficha fácil, cogió una silla y arremetió contra el pichoncho, a pique de alcanzar a David.

Hasta que un buen día, Consuelo y su hija decidieron esconder el pichoncho. Gregorio no notó nada. Como si nunca hubiese existido tal artefacto. En ocasiones, salía al patio por las tardes como buscando algo. Y se entretenía luego palpando los limones del limonero o espantando los pájaros de la higuera. Y regresaba mustio a la cocina. Su mujer y su hija, entonces, se sentían culpables de haberlo privado de un placer tan querido por él, pero a todas luces resultaba ya un peligro. No podía ser de otra manera.

—¿Y qué ha pasado con tu pichoncho, abuelo? –le preguntó Rocío un día como para ver su reacción.

—Hace ya tantos años que ni me acuerdo –le contesta tristón el abuelo—. Pero mira, chiquilla –y se anima a medida que florecen los recuerdos—: yo mismo me había construido un pichoncho guapísimo, más grande y más fuerte que el del seminario, fíjate. No se zangarreaba ni mijita. Cuarenta y ocho clavos necesitó el carpintero para apuntalar bien las patas.

A sus ochenta y ocho años murió Gregorio Paños Estévez en su casa del pueblo. Y es leyenda entre los vecinos que, en su caja de muerto, todavía abierta para la vista del público, dibujó una amplia sonrisa cuando su nieta Rocío, ya una mujer, desparramó dentro de la misma las fichas de su pichoncho.