A Gregorio Paños se le está secando el cerebro. Eso le ha dicho el neurólogo a Consuelo, su mujer: que tiene Alzheimer. Desde un año a esta parte, Gregorio no da pie con bola, se despista en su casa, confunde los nombres de los amigos, incluso el de su propia hija, no sabe mirar la hora… Incapaz de seguir el hilo de una conversación, todo se le reduce a fantasear con sus recuerdos pretéritos, a inventar una realidad paralela con retales retocados de sus vivencias juveniles: la fabulación.
Consuelo cree que no, que todo le
viene de aquel golpetazo en la cabeza cuando se cayó de la higuera cogiendo
brevas para sus nietos.
Con sus nietos,
Gregorio se vuelve un niño. Regresa a sus once años, la edad de David, su nieto
mayor. A éste y a su hermana Rocío les encanta escuchar una y otra vez las
historias antiguas del abuelo. Otra más, le dicen. Venga abuelo, la última. Y
Gregorio recupera la ilusión de vivir y la memoria en esos largos ratos de las
tardes en que le llegan los niños. Todos los viernes. El médico ha recomendado
como medida de ayuda un contacto cercano y frecuente con niños y con mascotas
para aliviar en parte la tensión provocada en estos enfermos por la
desorientación en la que viven. Por eso, los viernes por la tarde la hija lleva
a los niños a casa de los abuelos, cenan y duermen allí y los recoge el sábado
después del desayuno del chocolate con churros. Y Gregorio, tan contento.
—Abuelo, y ¿cómo
jugabais al pichoncho? –pregunta Rocío, tan curiosa y tan viva, conocedora de
la llama que encendía esa pregunta en el abuelo. Rabo de lagartija. Y a
Gregorio se le ensancha de repente todo su cerebro encogido, pega un par de inspiraciones
profundas para contener su emoción tan sensiblera y les explica, por enésima
vez, el mecanismo del pichoncho.
Gregorio Paños era un fenómeno jugando al pichoncho. No tenía rival. Grandote y regordete –bien criado—,
en los recreos llegaba de los últimos a la sala de juegos porque no tenía la
facilidad de otros de bajar las escaleras del estudio de dos en dos o de tres
en tres. A fin de no quedarse fuera de
la partida, se procuró de un amigo flacucho y avispado que, llegando el
primero, le cogía la vez. Gregorio se tiraba jugando todo el tiempo del recreo
porque él nunca perdía. Un as, se decía antes. Un crack, se dice ahora.
El pichoncho era, básicamente, una mesa de billar americano, pero a lo rústico y artesanal. En vez de bolas, fichas de madera; en lugar de palo, el dedo índice engatillado en el pulgar. Hoy, poca gente sabe de él, pero en los años jóvenes del abuelo era un juego habitual en los internados.
Un vicio. Gregorio
soñaba, pensaba, charlaba, estudiaba…, con la mente puesta en el pichoncho. Ni
siquiera el fútbol o el frontón, juegos tan propios en los colegios, le tenían
tan sorbido el seso. Un escándalo de muchacho. Como suele suceder, el vicio del
juego se engulló la virtud del estudio. Y su bajo rendimiento académico cercenó
su destino lego. Había perdido la vocación, les dijeron los curas a sus padres
para justificar la expulsión del seminario.
En su vida seglar se
hizo maestro y ha sido un hombre sencillo y feliz en la escuela y en su casa.
Habilísimo desde chico, de jubilado le dio por las manualidades domésticas: un
manitas casero. Bombillero y arreglador, le dicen sus nietos que es. Arreglaba
cualquier desperfecto en la casa. Un día se llegó a la carpintería de su vecino
Rafael con la idea de traerse unos palos y unas tablas para ensamblar un
pichoncho para sus nietos. Esa fue la excusa, los niños eran aún demasiado
pequeños; lo quería para él.
—Mira, Gregorio –le
indicó Rafael—: he pegado las patas con cola de carpintería, pero no me fío de
que puedan luego zangarrearse mucho. Por eso, además de la cola las he
apuntalado con unos pocos clavos en cada pata. Fíjate, ni con todas mis fuerzas
consigo que se muevan lo más mínimo. Garantizado.
Tuvo tiempo de
disfrutarlo. Tanto que casi logra alcanzar el mismo grado de enganche de sus
tiempos mozos. Cada tarde, después de la siesta, su partidita. Sólo o con
Consuelo. Incluso llegó a aficionar también a Rafael.
—Este hombre está
poseído por el pichoncho –se quejaba su mujer cuando la distraía de otras
tareas para que jugase con él.
Una de sus últimas
ilusiones era enseñar a jugar a su nieto David, ya grandecito. Lo montaba en
una silla baja para que pudiera dominar el tablero, pero al pobrecillo le lastimaba
mucho en su dedo tener que impulsar el disco grande.
—No pasa nada –lo
animaba el abuelo—, ya crecerás.
Y entonces…David creció
y también lo hizo Rocío, pero para entonces el abuelo ya no era el mismo.
Hablaba y hablaba del
pichoncho hasta resultar cansino, aburría a las visitas con su perorata de
virtudes de su juguete y fabulaba repitiendo a cada paso la exagerada cantidad
de clavos que sostenían las patas, pero confundía sus fichas con las otras y había
perdido aquel tino tan fino para dirigirlas a donde él quisiera. Y se cabreaba.
Aquello ya no era tan
divertido ni para él ni para los críos. Una tarde, en uno de esos cabreos, el
abuelo, furioso consigo mismo por haber fallado una ficha fácil, cogió una silla
y arremetió contra el pichoncho, a pique de alcanzar a David.
Hasta que un buen día,
Consuelo y su hija decidieron esconder el pichoncho. Gregorio no notó nada.
Como si nunca hubiese existido tal artefacto. En ocasiones, salía al patio por
las tardes como buscando algo. Y se entretenía luego palpando los limones del limonero
o espantando los pájaros de la higuera. Y regresaba mustio a la cocina. Su mujer
y su hija, entonces, se sentían culpables de haberlo privado de un placer tan querido
por él, pero a todas luces resultaba ya un peligro. No podía ser de otra
manera.
—¿Y qué ha pasado con
tu pichoncho, abuelo? –le preguntó Rocío un día como para ver su reacción.
—Hace ya tantos años
que ni me acuerdo –le contesta tristón el abuelo—. Pero mira, chiquilla –y se
anima a medida que florecen los recuerdos—: yo mismo me había construido un
pichoncho guapísimo, más grande y más fuerte que el del seminario, fíjate. No
se zangarreaba ni mijita. Cuarenta y ocho clavos necesitó el carpintero para apuntalar
bien las patas.
A sus ochenta y ocho
años murió Gregorio Paños Estévez en su casa del pueblo. Y es leyenda entre los
vecinos que, en su caja de muerto, todavía abierta para la vista del público,
dibujó una amplia sonrisa cuando su nieta Rocío, ya una mujer, desparramó
dentro de la misma las fichas de su pichoncho.
Desde que mis hijos eran pequeños, diempre he querido hacerme de un pochoncho para jugar en la casa de Trassierra. Ya se me han hecho muy mayores, tanto que mis 3 nietos tienen 20, 19 y 13 años.
ResponderEliminarNo sé si todavía podría llegar a cumplir ese deseo aunque sea ya para mis nietos, bien creciditos ya.
Eso sí, prometí montales una mesa de pin-pon y se la hice yo mismo hace casi 40 años y bunas partidas que nos echamos, bueno yo hace un tiempo que la puta rodilla no me deja.
Qué entrañable!
ResponderEliminarMe encanta, Jose Maria me gusta leer tus relatos, genial
ResponderEliminarTernura es estado puro. Literatura de primera clase.
ResponderEliminarGracias Fili, lo has escrito desde la emoción y así siempre sale bien.
ResponderEliminarEste Fili nuestro se supera cada día. Como el buen vino. Me dices que pare, pero el que no para de tocar nuestras fibras sensibles eres tú. Gracias por hacernos compartir lo que hay dentro de nosotros. Por cierto, yo jugaba al pinchoncho con el dedo corazón. Agustín Madrid
ResponderEliminarEs verdad. Se imprime más fuerza con el dedo de enmedio. Gracias, amigo.
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