Desde mi condición de antiguo practicante de una fe en discreción y privacidad, he llevado muy a regañadientes hasta hace poco todo aquello relacionado con la apabullante parafernalia de nuestras procesiones. Al verdadero creyente le sobra tanto exorno y tanto boato, le molesta la teatralización de la fe, dado que el fundamento de aquéllas son la veneración y la oración.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte he cambiado de opinión, quizás por mis vivencias como disfrutón de las procesiones en Sevilla. Porque resulta que en la actualidad las procesiones, sin menoscabo de su componente fervoroso para muchos, se han convertido en espectáculos callejeros de una estética muy atractiva para cualquiera, que combina a la perfección música, colorido, olores y sabores y un museo ambulante, dicho todo esto sin ningún ánimo despectivo. Y encima, constituyen una fuente nada despreciable de ingresos para la hostelería y para las arcas municipales. Vale, pues. Ilusorio el alivio de los laicistas ante el cacareo estadístico de que la sociedad española es cada vez menos creyente. Las estadísticas tendrán sus números, no lo discuto, y muy posiblemente se ajustarán a la realidad, pero una cosa es creer y otra muy distinta el disfrute de un folclore callejero y gratuito, aunque sea religioso. Y si es religioso, más.
Que no hay derecho a que ocupen y enmierden el espacio público por unas horas, nos quejamos. Bueno... varios días de cada semana el espacio público de muchas de nuestras ciudades y pueblos grandes es ocupado por la masa ingente que acude a los campos de fútbol. Y con mucha frecuencia ocurre algo parecido ante un megaconcierto de algún grupo musical de fama. Y creo honradamente -manque me pese- que la afición a las procesiones arrastra mucha más gente que cualquiera otro espectáculo. Sobre todo en nuestra Andalucía, tierra del Barroco y de María Santísima.
De igual manera, desde mi condición de ciudadano ateo discrepo de la alegre connivencia de los organismos públicos (ayuntamientos y diputaciones) con las distintas Hermandades para sufragar parte de los gastos que tales procesiones originan. Pero alguien me puede argumentar con razón que tales Hermandades son organizaciones legalmente establecidas como cualesquiera otras y, como tales, tienen todo el derecho a recibir subvenciones públicas. Hasta hace bien poco (y quizás todavía) los equipos de fútbol recibían dinero del Estado. Mucho dinero y muchas deudas perdonadas.
Es lo que hay. Más de un millón de criaturas se han dado cita días pasados en Sevilla con motivo de La Magna, Procesión de procesiones. Cualquier gran espectáculo que podamos imaginar en esta ciudad nunca sobrepasará cien mil personas. Ni de lejos. No nos queda otra que aceptar una realidad aplastante: las procesiones y todo el folclore religioso poseen un poder de convocatoria inalcanzable para ninguna otra Organización.
Y, naturalmente, la Iglesia jerárquica se aprovecha, y tanto, de ese formidable tirón. Es sabedora de que sin esa "bulla" callejera, sin esa caterva de mezcolanza festiva de churras con merinas, creyentes y descreídos, perdería una grandísima parte de su poder, se le acabaría "el chollo". Para ella, la Iglesia, todos son creyentes al socaire tan descarado de que todos los asistentes constituyen lo que llaman la religiosidad popular.
Y lo malo no es sólo eso: si los políticos deben de ser los representantes legítimos de la ciudadanía, lo tienen bastante claro. Nos guste o no, somos el país más católico del mundo, el que más privilegios concede a la Iglesia, el país cuyo elemento más vertebrador, muy por encima del fútbol, es la religión católica. Siempre ha sido así, no es nada nuevo. Grandiosos espectáculos que distraigan al personal de la sufrida cotidianidad o de otros asuntos de mucha más enjundia: en tiempos de dictadura, fútbol y toros; en democracia y con una Constitución laica, romerías y procesiones... Pan y Circo, el Panem et Circenses de la antigua Roma.
El mañana efímero, de Antonio Machado
ResponderEliminarLa España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su marmol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
En vano ayer engendrará un mañana
vacío y por ventura pasajero.
Será un joven lechuzo y tarambana,
un sayón con hechuras de bolero,
a la moda de Francia realista
un poco al uso de París pagano
y al estilo de España especialista
en el vicio al alcance de la mano.
Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digna usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas,
y otras calvas en otras calaveras
brillarán, venerables y católicas.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero,
la sombra de un lechuzo tarambana,
de un sayón con hechuras de bolero;
el vacuo ayer dará un mañana huero.
Como la náusea de un borracho ahíto
de vino malo, un rojo sol corona
de heces turbias las cumbres de granito;
hay un mañana estomagante escrito
en la tarde pragmática y dulzona.
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.