Mi amiga Victoria, feminista de la rama moderada, no acaba de entender (incluso se enfada) esa costumbre tan nuestra, tan clásica, de que su marido —el bueno del Pintor— y yo, melones de la misma mata, practiquemos la lisonja graciosa e inocente con mujeres que nos atienden como dependientas en cualquier establecimiento, llámese supermercado, restaurante, asador de pollos o tienda de ropa.
—¡Qué casualidad que sólo lo hagáis con las bonitas! —nos regaña refunfuñona—. ¿No os dais cuenta de que parecéis unos viejos verdes?
Mi mujer, la Peque, no llega a tanto, aunque tampoco le hace gracia—"es que no te pega"—, pero lo que es mi hija, gold estándar de la rama dura, me crucifica con la mirada cuando me ve babosear con la chica de Springfield. ¡Ya ves!, una vez al año, por Navidad, que es cuando me compro pantalones nuevos. "¡Papi, por Dios, que pareces un viejo verde!"
—Son muchachas que están en lo suyo, en su trabajo, y no para aguantar las tontunas de unos viejos —sigue Victoria con sus regañinas—. Seguramente, por dentro, estarán pensando en lo pamplinosos que sois... Eso es lo que me molesta: que os hagáis los graciosos importunando a chicas guapas. No veo que hagáis lo mismo con empleados varones ¿A que no?
—¡Hombreeee...! ¡Vas tú a omparar...! —le vacilo.
—¿Pero de verdad creéis que las chicas se sienten halagadas? Porque yo creo que no —se pone muy áspera ella.
Un día, al pagar la cuenta a la camarera de un restaurante sevillano, mi amigo Juan Francisco, otro viejo verde ya doctorado en la materia, mantuvo una breve conversación con aquélla:
—Señorita —le dijo con un tono de severidad catedrática—: perdone mi atrevimiento, pero es que aquí mi señora me ha llamado la atención porque considera que me he sobrepasado con usted en algunos de los comentarios que le he hecho sobre su talente y su donaire. ¿Es verdad? ¿La he molestado de verdad?
—No sólo no me ha molestado en absoluto, caballero. Me he sentido la mar de halagada, quédese usted tranquilo. Personas como usted son muy necesarias, se lo digo de corazón.
¡Toma ya!!
¿En qué quedamos, pues? ¿Molestan o halagan nuestros cacareos de viejos verdes? Pues seguramente, como casi todo en esta vida, va a depender de las formas. A nadie se le escapa que no es lo mismo un piropo grosero que un "qué suerte hemos tenido con que sirva usted nuestra mesa, señorita", por ejemplo.
A lo que me quiero referir —expresión muy propia de los sevillanos— es que la educación, el civismo y las buenas formas pueden y deben modular nuestro comportamiento varonil en la relación con las mujeres en lo socialmente correcto. Por supuesto. Pero nunca podemos esperar anular por completo la biología masculina, cosa que, al parecer, pretende el feminismo más fanatizado. Contra lo que normalmente se cree, el ruido tan desagradable de las chicharras en el verano no se debe a que se abaniquen con sus timbales para aliviar la calor, sino que se trata de la manera festiva que usan los varones para atraer a su hembra. Y así pueden tirarse horas y horas hasta que consiguen seducirla. El mundo animal está lleno de ejemplos parecidos de protocolos de seducción. Se trata de un fenómeno puramente biológico que busca perpetuar la especie. De parecida manera, mutatis mutandi, nos comportamos nosotros, hombres y mujeres. La bendita atracción sexual. Condicionados y adoctrinados por nuestra educación cívica, desde luego que sí, pero el impulso hormonal está siempre presente, el ardor erótico que nunca se apacigua. Por muy educado que uno sea, por muy distante que se muestre, a cualquier hombre se le alegran las pajarillas a la vista de una mujer bonita. Y en muchas ocasiones, tal alegría se nos escapa de los labios.
"Tiene mi vecina un talle/ que alegra la vista/ a quien se cruce por la calle..." Algo así canta una copla de Loquillo.
Viejos verdes. De acuerdo, somos viejos verdes, pero educados y finos. Otro amigo añoso lo resume a su graciosa manera: "Los viejos somos polígamos monocoños. Ardientes, pero fieles". O esta otra frase lapidaria: "en mi casa queda mu poco plumín, pero menos tintero". Y me dirijo ahora a las mujeres en súplica de piedad: vosotras lo tenéis más favorable, la menopausia os deja el sexo sosegado. En vez de regañarnos, deberíais sentir compasión de nosotros, esclavos de por vida de una testosterona que en madurez tantos triunfos nos ha proporcionado, pero que con la edad nos martiriza debilitándonos el muelle compresor y manteniéndonos la misma ansia de cuando nuevos. En la edad provecta sólo nos quedan una lascivia caducada en la mirada y un verbo deslenguado. ¡¡¡Dejadnos vivir!!!
Viejos verdes, sí ¿Y qué?
Pare8
ResponderEliminarNo hay que confundir la educación y un bonito piropo con la lascivia ,la educación está por encima de todo, y el piropo es una de las bonitas costumbres españolas,siempre que no sea una grosería,y que me quiten lo bailao
ResponderEliminarEso mismo.
EliminarMi mejor, y creo que único piropo, de viejales a secas, se lo dediqué a una guapa jovencita dependienta en Córdoba.
ResponderEliminarAl indicarme ella los almacenes donde podría encontrar las plantillas que iba buscando, le solté:
-Le advierto, señorita, que si no encuentro los almacenes volveré a verla.
Le hizo gracia y sonrió abiertamente halagada.
Supongo que la gracia del piropo está en reconocer la belleza y gracia femenina sin pretensión alguna, a modo de homenaje varonil.
Por otra parte, a todos (hombres y mujeres) nos encanta cualquier atención amable.
Evitemos prejuicios y celos que no vienen a cuento.
Piropo para Fili:
¡Qué bien defiendes la libertad de admirar y seducir cuando la vida exhibe la belleza femenina juvenil ante tus morros!
Gracias, amigo anónimo. ¡Que no nos falte nunca la calentura!
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