miércoles, 2 de enero de 2013

Tiempo muerto

Mi tiempo en Sevilla es apresurado y muy productivo por las mañanas y sosegado y reparador por las tardes. Me trago en la consulta los problemas de salud y los personales de dieciocho criaturas, los rumio un buen rato y luego los regurgito en forma de soluciones. Esto por las mañanas. Las tardes son para el estudio, el deporte y mi escribanía. Es mi ya consabida rutina. En mi pueblo, sin embargo, el tiempo es lento y cadencioso; las horas duran más de sesenta minutos, los días interminables. Me cuesta reconocerlo, es verdad, pero me aburro en mi pueblo. Será por faltarme intimidad al no disponer de casa propia; será por la ausencia ya definitiva de mis antiguos amigos, exiliados voluntaria y gustosamente en la capital con sus hijos y nietos; será por el mono de mi hiperactividad en el hospital; será, tal vez, por no haber sabido acostumbrarme a la quietud del tiempo muerto.
Si no eres cazador ni te atrae lo más mínimo el peregrinar por las tabernas estás jodido en mi pueblo. No hay nada. Nada de lo que a uno le gusta. Mis rodillas no aguantan el pádel y mi corazón ha puesto freno a mi carrera de tenista. Bueno, seamos justos, sí hay algo, menos mal, algo importante: el campo. Todo es campo en mi pueblo. Excepto desde la plaza, desde cualquier otro sitio ves el campo; miento, ves olivos. Antes de la instalación de la Térmica orujera, enorme armatoste de metal y chimeneas, Palenciana era un olivar ondulado bordeado por un Genil escondido y distante y coronado por un chorreo de casitas blancas y una recia torre en lo alto de la loma. Ahora lo sigue siendo aún, pero le molesta mucho a su imagen campera y sencilla ese engendro aparatoso con su luminaria nocturna de nave espacial y sus altos hornos que expelen de contínuo penachos kilométricos de un humo denso que, con viento de Levante, penetra en cada casa y hace que el pueblo entero hieda a  rancio. No le pega tanta tecnología industrial a un pueblecito de portal.

Pero vamos a lo nuestro, al campo, a  los olivos. Mi pueblo posee dos señas de identidad. Una es la Virgen del Carmen; la otra, los olivos. La una será el alimento espiritual de cualquier palencianero; los otros, los olivos, el material; que aunque no sólo de pan viva el hombre, tampoco podría vivir sin él. Y mejor pan con aceite que solo. Cada cosa tiene su sitio. Mi amigo Frasqui emplearía parte del dinero de una lotería que le tocase en comprar un terreno de olivos. Es una de sus ilusiones. Casi me cuesta una pelea con mi mujer el haber sido cobarde y no quedarme con los olivos de mi madrina a un más que módico precio. Y mi padre, viviendo en los noventa años, está esperando la herencia de su hermana, la chacha Chiquita que en paz descanse, para comprarse "el tesorillo", un haza de cuarenta olivos. Tal es, para que veáis, la querencia de mi gente por el olivar.

Yo soy más moderado, la verdad, mi entusiamo no llega a tanto. Mi experiencia infantil con el campo en general y con los olivos en particular fue dura. Ya estáis advertidos de mi condición de mal trabaja. Mi bautizo de hielo ocurrió en las vacaciones de Navidad del año del Señor de 1963-1964. Resultó que suspendí, por  conducta demasiado primitiva, el ingreso en el seminario. No sé si como castigo o como acicate mi padre me llevó a las aceitunas. Él vareaba un olivo y mi Manolo y yo recogíamos el fruto del suelo. Esa tarea nos llevaba todo el día, o a lo mejor dos olivos por día; unos cincuenta kilos de aceitunas. Mi abuelo Manolo, el encargado de la zaranda, nos los canjeaba por unas chapas metálicas que tenían luego un precio al final de la campaña. Pasaba mucha vergüenza porque mi hermano, cuatro años más chico que yo, era un fierecilla incansable y yo un holgazán que pretendía coger las aceitunas sentado a la despatarrada. Mis manos delicadas de once años nunca pudieron con el frío cortante de aquellas mañanas heladas. Después de cada espuerta llena me despistaba para ir a calentarme a la candela. Esa experiencia me marcó, creo yo. Me gustan los olivos, sí, pero desde lejos.

Con el primer sol de la mañana ya estamos en el campo la Peque, la Pegui y yo. No sabría decir quién de los tres lo disfruta más. La perrita, suelta al fin de amarras, corretea a sus anchas por las amplias camadas entre los olivos, sembradas estos días de una escarcha inmaculada. A ratos se nos pierde de vista persiguiendo inútilmente algún conejillo o una bandada de perdigones fugaces. Cuando vuelve tiene el hocico negro de haberse refregado con algún gusano muerto y la barriga marrón de rozarse con la tierra. De nuevo habrá que bañarla contrariando las recomendaciones de su veterinario. "En invierno, con un baño al mes es suficiente". En una semana ya lleva tres. La Peque y yo caminamos de prisa, se trata de perder las abundancias de estos días, no de dar un tranquilo paseo. Charlamos animosamente de nuestras cosas, bromeamos, discutimos, espera Peque un momento que me ha dado un apretón, vaya por Dios, todos los días lo mismo. Campo a través, por sitios ya conocidos de tanto uso, nos tropezamos con cuadrillas de aceituneros, "¡qué suerte tienen algunos!", nos dicen a modo de saludo, "si queréis perder peso venid y echad una mano". "Vamos a dejarlo para otro día, que hoy no traigo las botas de campo", bromeo con ellos. En estas fechas no solemos frecuentar los parajes ribereños porque el río viene diezmado por el pantano. El río y todo su espléndido entorno son, como las bicicletas, para el verano. Ya os contaré.

Después de todo no me quejo. Son pocos días los que pasamos en el pueblo; mi padre y mis suegros agradecen lo indecible nuestras visitas; comemos con mis hermanos y cuñados, vamos de compras a Antequera, nos acostamos prontito...Y nos relajamos un montón recorriendo y reinventando senderos de remanso.

Si uno quiere, hasta el tiempo muerto es útil.

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