viernes, 9 de agosto de 2013

El culo del mundo.

Cuando yo era chico Palenciana era el culo del mundo. Ahí se acababa todo, el omega griego, el fin de cualquier mala carretera. No pillaba (ni pilla) de paso para ninguna parte, había (y hay) que venir ex profeso al pueblo. Aparte del Correo y de las furgonetas corsarias de Frasquito Gloria sólo había los coches de Carreira y de Joseíllo El Carrero. Dos. El día que un vehículo forastero entraba en el pueblo era fiesta para los chaveas, íbamos a su encuentro y lo seguíamos en pandilla corriendo por detrás hasta que paraba, normalmente en la puerta de la casa Carreira o en la plaza.
 
Esta idea de pueblo minúsculo y ausente en cualquier mapa de la época se vio agrandada cuando llegué al seminario. La mayoría de los nuevos compañeros eran de pueblos mucho más grandes e importantes que Palenciana. Salvo los muchachos de Benamejí y de Encinas Reales, nadie más había oído antes el nombre de mi pueblo. Claro que yo tampoco sabía nada de Belalcázar, de El Guijo, de Añora, de Fuente Tójar, de Castíl de Campos o de la Granjuela, por ejemplo, y a lo mejor eran tan chicos o más que el mío. Difícil que así fuera, pero bueno... Era un pequeño hándicap esto de ser de pueblo chico. Nos tenían por más catetos de la cuenta. Incluso los curas. Y es verdad que éramos unos palurdos, pero casi todos, no sólo nosotros. Pero será aquello de que la necesidad obliga, despabilamos enseguida, mucho antes que otros de pueblos grandes.
 
Hoy no tiene demasiado interés lo de qué pueblo seas. En quince minutos estás en Antequera o en Lucena. Al menos aquí en Andalucía. Pero en Galicia sí que lo tiene.

Acabamos de regresar mis amigos los rocieros, la Peque y un servidor, sanos y salvos, de unas vacaciones "rurales". Pero de verdad. Hoy en día ya nos hemos acostumbrado a lo rural y lo rural se ha adaptado a nuestros gustos modernos, de manera que normalmente una casita rural se sitúa en un entorno agradable, pintoresco, cercano a la urbe o a la playa, cómodo de acceso... y, además, se nos ofrece con detalles ornamentales que serían más adecuados en un hotel que en un sitio rústico. En el fondo, seguimos siendo urbanitas. Pues nada, allí no, en Galicia aún existe lo rural auténtico.

Hemos estado en un lugar de Los Ancares de Lugo que tiene por gracia Robledo de Cervantes. El topónimo cervantino le viene porque por allí se presume del origen lucense de los ancestros de don Miguel. Muy bien. Bien que hicieron dichos antecesores en salir de allí, de otra manera nunca hubiésemos conocido El Quijote. Robledo es un poblado de catorce casas labriegas (contadas una a una desde lo alto de una loma cercana) perteneciente a la parroquia de San Román. El culo del mundo. Es como todo, acostumbrarse, cuando llevas tres días allí ya te parece tu propia casa.

Animan el campamento todo el año tres familias, seis criaturas mayores y desgastadas a quienes es imposible echarle años, que viven del humilde huerto de patatas y de coles y de la generosidad sin límites del ingente castañar circundante. El resto de las casas son ocupadas temporalmente por nativos emigrantes a Cataluña que vuelven por el estío. Naturalmente no hay tiendas ni bares, dos días en semana se acerca una furgoneta con el pan, la fruta, chacinas y latas variadas. En lugar de calles, rampas empinadas de hormigón o senderos de tierra asentada. El culo del mundo. No creo que exista en toda Andalucía un poblado parecido.

Hay cuarenta kilómetros desde Becerreá, en la autopista, y tardamos una hora en llegar. La carretera es de buen piso pero estrecha y sinuosa, de montaña, con cruces mal señalizados cada poco y sin indicadores de distancias. Nos dicen los lugareños que allí no se estila hablar de kilómetros sino de tiempo, quince minutos desde Quindós a Castelo. Vas con la sensación de perdido. Según te acercas al destino final la cosa se pone fea. El camino se angosta, no hay quitamiedos laterales, por la izquierda monte, por la derecha precipicio infinito. Precioso el paisaje si alguien tuviera cojones de mirarlo, Jaime, tú no mires, tú siempre palante, que si aquí nos pasa algo no nos encuentra ni el Lobatón. Y yo pensando para mis adentros "como me dé la taquicardia cuando me lleven al hospital del Bierzo llego ya oliendo y todo".

Es un lugar fantástico, paradisíaco, si queréis, pero demasiado aislado. Gracias a Dios, todo ha salido a pedir de boca. Hemos visitado lugares y pueblecitos increíblemente bellos y pintorescos, antiguos poblados celtas, antiguas casas chozas, las Payosas, con todos sus enseres tal y como si estuviesen habitadas, hemos pateado senderos boscosos de cuento, solitarios y umbríos, con el acompañamiento permanente de robles, acebos, castaños y guindos y de riachuelos y regatos por doquier, hemos conocido una Galicia primitiva, virgen y auténticamente rural.

Al anochecer, sentados en el porche de nuestra casa, el monte de enfrente nos da compañía. Grandioso. Y nos ofrece su verde oscuro, abarrotado de helechos, brezos, retamas y tarajes, sin una pizca de tierra visible. Una cuña de sol resiste en el último nevero. Es un momento mágico. Se está haciendo la noche alrededor, pero aquel pico sigue tibiamente iluminado. Al fin, la negrura del crepúsculo dibuja sus perfiles ondulados sobre el firmamento. El bronco ladrido de Lin, un mastín pulgoso que nos ha cogido afecto, nos distrae de nuestro embeleso. Ea, se acabó la tontería, a poner la mesa, ¿a quién le toca hoy? Y nos ponemos a cenar. Caldo de yerbas y de puchero, ensalada de tomate y filetitos de lacón asado. Y los huesos pal Lin.   

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