viernes, 23 de agosto de 2013

Yerbas del cementerio.

A todo esto, la mujer, pobrecita, casi entregando la cuchara.
 
Salgo con su hijo al pasillo de la planta y me lo llevo a un despacho cercano para hablar con él en privado. Es un joven que no debe llegar a los cuarenta (para nosotros, los carrozas, cualquier persona por debajo de los cincuenta es joven), un tipo bien fornido, pecoso y caoba, copia fiel de su tataratataratatarabuelo, seguramente uno de los primeros vikingos con los que el rey Carlos III repobló nuestra tierra hace tres siglos. Brutote el muchacho, que no desmerezca su estirpe.
 
La mujer, la madre, tiene un cáncer muy avanzado. No vivirá más allá de un par de meses, menos aún. Está amarillo-verdosa porque el tumor ha obstruido la salida de la bilis. No puede ingerir ni  agua porque el puto tumor ha invadido el duodeno y lo ha taponado no permitiendo siquiera el paso de una sonda. Se morirá en unas semanas si no hacemos algo. Y así se lo planteo al hijo.
 
-¿Y qué cree usted que podemos hacer? -inquiere curioso una vez oídas mis explicaciones.
-Debemos de hacerle una pequeña intervención quirúrgica, mínima, para darle paso a la comida -y le pinto en una cuartilla unos garabatos que pretenden ser el estómago, el duodeno y el yeyuno-. ¿Ves? -le explico-. Se le agarra esta parte del estómago y se le pega al yeyuno sorteando el duodeno; así el alimento pasa directamente desde el estómago al yeyuno y ya sigue al resto de la tripa -y me quedo yo tan pancho y admirado de mi dibujo.
-¿Y esto para qué, si de todas formas no hay salvación? Yo, doctor... casi que prefiero no hacer nada y llevármela a casa, la pobre lo está deseando.
-Es verdad, no creas que andas descaminado. Yo tengo mis dudas. Lo que pasa es que da mucha grima tener a una persona en casa sin poder alimentarla, sin poder darle agua siquiera, fíjate qué tragedia y más ahora con cuarenta grados a la sombra. Aunque tuviera los sueros puestos no podría disfrutar del agua fresquita, enseguida vomitaría mucho más de lo ingerido... Morirse, se va a morir igual, pero al menos que pueda comer y beber ¿no te parece? 
 
Y se queda un rato pensativo, agachado, los codos apoyados en sus rodillas y la cabeza encajonada por ambas manos. Creo que lo he convencido. Y de pronto, como si se le hubiese encendido una bombilla en su cerebro, saca de su bolsillo una bolsita de plástico llena de algo y me suelta:
 
-Doctor, a ver si sabe usted lo que es esto -y me alarga la bolsita. La destapo y veo un manojo de yerbas secas-. Huélalas usted, haga el favor -me las acerco a mi napia y huelen bien, parecido a la yerbabuena.
-¡Uhmmm! huele muy bien, ¿qué son?
-No lo sé, creo que se llaman extractus no sé qué, son unas yerbas curativas, yo las esparzo en mis corrales y en mis perreras y desaparecen las garrapatas al instante, tengo mis perros siempre limpios. En mi casa no hay resfriados, al menor síntoma doy a oler a mi gente estas yerbas y se acabó, tienen propiedades contra los gérmenes, de verdad doctor.
-Y no sabes cómo se llaman?
-No; a mí me las enseñó un pastor hace ya más de veinte años. Crían solamente en un lado del cementerio, nada más que ahí. Muy poca gente lo sabe... -y se detiene un momento para continuar con voz más queda, como si confesara un secreto-, ¿y si le diera a mi madre infusiones y vapores con ellas?
-Vapores, infusiones no porque las vomitaría. Mira, yo no creo en estas cosas, pero daño seguro que no le hace. Si ella y tú tenéis fe en las yerbas por mí que no quede. Pero la intervención debería seguir adelante ¿no?
-De acuerdo.
 
Y vuelvo a pensar en lo mismo. Cuando nos vemos perdidos, cuando la ciencia nos abandona, echamos mano de la magia, llámese ésta el santón de Arcos, el escapulario de la Virgen del Carmen o esas yerbas cerca del cementerio. "Semos" así las criaturas del Señor. 
 
 

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