viernes, 16 de agosto de 2013

Melones de los de antes.

A las once de la mañana el sol ya aprieta lo suyo en la vega antequerana. No sé si temo más por mí o por este anciano de noventa años que me acompaña y que me lleva varios pasos por detrás. Es increíble este hombre. Los sombreros de paja que  deberían cubrir nuestras despobladas cabezas nos sirven mejor de sopladores. A la dureza de los terrones por donde pisamos y a la ardentía que respiramos sirven de contrapunto -menos mal- dos amplias lagunas milagrosamente húmedas en pleno agosto  habitadas por familias de flamencos, y la fresca y verde fragancia del melonar de enfrente.
 
En el pueblo se ha corrido la voz de que los melones de "Ponferrá", el de Benamejí, el marido de la Benilde, son buenísimos. Y baratos. Un euro y medio por melón, más o menos. "Papa, ven conmigo a por melones" -le digo este domingo pasado después de que desayunara-. "¿A dónde quieres ir"? -me contesta dispuesto-. "A la Sartenea, que me lo ha recomendado Pepe El Tomate". "A las doce estaremos de vuelta, ¿no?, lo digo por la misa" -es el único reparo que me pone-. "Ende luego que sí" -remato yo.
 
He dejado el coche bajo un sombrajo con pretensiones de carpa, amplio y algo zarrapastroso cuyo armazón lo conforman antiguas tuberías de riego burdamente ensambladas y cuya cubierta es un cañizo pasado de fecha. Pero da de sí lo que se espera de él: ¡sombra! Nuestra intención es cargar dos espuertas de melones y volver al pueblo. Pero en reconociéndonos enseguida, a mi padre y a mí, Frasquito "Ponferrá" se empeña, con redobladas muestras de agradecimiento por antiguos favores, en llevarnos hasta un huerto cercano para agasajarnos con tomates, berenjenas, pimientos y calabacines. A pleno sol. Él, a sus setenta años; mi padre, con noventa. Y yo, por vergüenza torera, agachado entre los matojos llenando las bolsas con las hortalizas. "Si lo sé, no vengo" -piensa uno agobiado con la calor.

Una vez recuperado el tono, sacudidos los calzones del polvo y de la tierra del huerto y a salvo del sol bajo el gran toldo, la vista del melonar me reconforta un montón. ¿Cuánto tiempo hace que no has pisado uno? Ni me acuerdo.

Frasquito no se va a conformar con despacharnos un género que, por bueno que sea, lleva allí apalancado horas o incluso días. Para Juan Rivera, lo mejor. Y manda a su hijo a una corta rápida y de urgencia, "Niño, anda, termina el bocadillo y córtale a Juanillo doce o catorce melones de lo mejorcito que veas". Y el chaval, con esa docilidad propia de los hijos del campo, da un brinco en lo alto de un tractorcillo y se mete en faena.

Y yo, a pique de derretirme todo, me dejo llevar y echo a andar por entre las camadas para sorprenderme con esas matas desparramadas y verdes como la albahaca que arremolinan sus largos tentáculos para  proteger  sus frutos del rigor del cielo, para deleitarme con el rastro de melones recién cortados que va dejando el muchacho por las hileras y para, en fin, volver a sentir aquella emoción infantil de tropezar con un melón hermoso escondido y camuflado, un melón de los de antes, emoción parecida a la del feliz hallazgo de un pajarillo preso por mi trampa.

El melonar de "Ponferrá", en la Sartenea, está frente por frente a "Pozo Ciego", una estacada de tierra calma perteneciente a "La Capilla", donde nosotros fuimos meloneros hace ya muchos años. Demasiados años. Y uno no tiene más remedio que echar la vista atrás y recordar con alegría historias que hoy nos parecen tercermundistas. Y no sólo recordar, sino agradecer por haber sido  protagonista de las mismas. Ninguno de mis amigos de la capital, ninguno de mis compañeros médicos puede presumir, como yo, de haber vivido en una  choza, de haber dormido tantas noches de verano al relente contando estrellas, de haber desayunado medio melón fresquito recién cortado, de ésos que oyes crujir al alba mientras se raja él solito de pura salud, ni de saber sopesar ahora la calidad de un melón del Mercadona sólo con palparlo.

El verano del 65 lo vivimos en una choza melonera en "Pozo Ciego", aquí el tío con doce añitos, mis primeras vacaciones después del primer curso en los Ángeles. Regalo por haber sido alumno predilecto y Diploma de honor. Componíamos el "apartamento" mis padres, mi hermana Josefa, mocita de catorce años, mi  Manolo, con ocho, mi Juan, con cinco y mi Frasco con apenas quince meses. Y un guarro blanco de cinco a seis arrobas que cebábamos para la Navidad. La cosa debió de ocurrir más o menos así: una mañana de agosto mi padre tocó a rebato porque llegaba el camión y no teníamos la pila montada sino un porte de melones desperdigados por las camadas. Dio órdenes tajantes: todo el mundo a rejuntar melones. "Chiquillo -se queja mi madre-, alguien se tendrá que quedar aquí con el Frasquito". "Que se quede el Juan , ya es grandecito". Y todos al melonar. No habría llegado a la media hora cuando escuchamos los alaridos de mi Juan. Llegué el primero a la choza, que se noten los partidos del seminario. Y nos contó asustado cómo nuestro guarrillo intentando arrebatarle la tostada de la mano a mi Frasco lo tiró al suelo y luego parecía que se lo iba a comer enterito. Y que él, antes que nada, cogió un palo y logró apartarlo del hermanito y luego se  puso ya a gritar.

-Papa, ¿te acuerdas? -le digo ya de vuelta.
-¿El qué?
-Estamos al lado de "Pozo Ciego", ¿no te dice nada?
-Sí, aquí tuvimos nosotros melones varios años.
-¿Y no te acuerdas de lo del guarro?
-Ah sí, ¿a quién fue, al Juan?
-No, fue al Frasco. El Juan fue quien lo salvó.

Y se ríe así como él sabe, socarronamente.
-¡Qué cosas me han pasado!...
-Desde luego que sí.

¡Qué crianza la nuestra, eh muchachos! ¡Y qué orgullo!

  

1 comentario:

  1. ¿Qué diferencia con los tiempos actuales?
    Nosotros tras un curso en el que compatibilizando estudios y trabajo, aprobabamos con buenas notas, nos esperaba un largo verano de duro trabajo, a tí el melonar y a mi el bar de mi padre. Ese era el "premio". Sin embargo hoy lo recordamos con placer y orgullo. Maravillas de nuestro cerebro que en este aspecto nos alegra la vida, olvidando lo desagradable y potenciando lo placentero.
    Hace unos dias en casa de un primo mio observé a sus hijos al lado de una lujosa piscina, delante de una gran pantalla de televisor que parecia un cine de verano y unos artefactos con los que interactuaban con la misma.
    "Es que han aprobado y le he regalado una play", me dijo mi primo al verme observarlos.
    No creo que estos muchachos tengan nada de lo que recordar con orgullo cuando sean mayores.
    O a lo peor sí, sus hazañas con la dichosa play.
    Lo dicho otros tiempos y lo mejor de todo es que nos sentimos orgullosos de nuestros origenes y progenitores.
    Un abrazo

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