Amanece fresquita y soleada esta mañana de domingo, la mar de tranquila. ¡Todo el santo día por delante para descansar! Falta hace.
Ayer fue un día intenso. Siempre lo son los días -una vez al año- en que nos reunimos en familia los antiguos seminaristas. Ayer, más. No en vano celebrábamos los 50 años desde las primeras pisadas en aquellos otrora sagrados lugares. El seminario nos sigue reclamando algo, oye, va a ser verdad lo de la vocación, lo de la llamada; la magia de los Ángeles nos imanta al terreno y entre nosotros mismos. Siempre acudimos más gente cuando la reunión se organiza en Hornachuelos. Por algo será. Lo sé, es la enfermedad primaveral, esa mezcla embriagante de color, fragancia salvaje y naturaleza que, por este tiempo, nos trastorna el sensorio y nos impele a nuestros orígenes.
Cada año reclutamos tropa nueva. Ayer nos sorprendieron con su fresca presencia aquellos chaveas de Palma del Río que formaron parte del mítico grupo de los "Pigmeos", de inagotable resonancia, otro chaval del curso del 63, Rafael Raya, acompañado por Elena, su simpática y dicharachera esposa ucraniana, y mi antiguo amigo de Dos Torres, Manuel Muñoz Medrán. El resto, los habituales de todos los años. Cincuenta y cinco criaturas conté, así a ojo. Bastantes más hubiéramos sido de no ser mayo, mal mes para estas cosas por mor de compromisos otros tan vinculantes e influyentes en nuestra sociedad como son las comuniones. Y este año, además, feria en Sevilla.
Os traigo este artículo porque para mí todo lo que tiene que ver con el seminario es algo muy especial, me siento heredero de una suerte de privilegio exclusivo para unos pocos elegidos. Un estigma positivo. Quizás este sentimiento de pertenencia, de "clase", no pueda comprenderlo del todo nadie que no haya sido seminarista. Vosotros, sin embargo, conocedores afortunados de mi pensamiento transparente "como alas de libélula" (sic), os estáis acercando bastante al calor del mismo y compartiréis conmigo esta emoción de hoy.
Porque es algo admirable ¡verdad? que alguien se encuentre con otro alguien a quien no ve desde hace cincuenta años, que si se cruzan por la calle no se reconocerían, un tercero les miente sus nombres respectivos y se fundan en un abrazo sentido tal como si se conociesen de toda la vida. Y no sólo eso, sino que a continuación, repasándose de arriba abajo, se mientan cariñosamente "Pues estás igualito... si no fuera por la barriguita cervecera", y el otro "Y tú lo mismo, pero dónde ha ido a parar tu famoso flequillo?" ¿Por qué a nuestra edad importa tanto aquello que nos unió en tiempos tan pretéritos? No lo sé. Será nostalgia, será chocheo, será preludio de vejez... Es bonito, sea lo que sea.
El grueso del grupo prefirió lo cómodo -tenemos ya una edad- y se embarcó con un capitán de mentirijilla en un catamarán de gasoil pestoso para llegar, río arriba, a la altura del seminario. Y vuelta "patrás" sin pisar tierra. Dicho personaje no sólo dice ser capitán retirado, sino que es, además, el dueño del bar, del embarcadero y el guía turístico de la travesía. Les relató a todos su historieta de siempre, los orígenes del monasterio, las visitas reales que tuvo, las divertidas y deslizantes vidas de la "Penitenta" y su compadre el "Fraile santo", cada uno en su cueva, haciendo de confesores y proveyendo alivio a las necesidades espirituales y carnales, pongamos énfasis en estas últimas, de su respectiva clientela, la trágica muerte por precipitación del Fraile, arrepentido de tan ardua provisión, las contingencias finales de los monjes, el apostolado de los mismos en California, el transporte famoso de cepellones de naranjos desde el seminario hasta tierras indígenas y salvajes cruzando el Atlántico, el presunto gentilicio de la ciudad de los Ángeles y de las naranjas de California como originario de nuestro seminario... Aunque sea ficción casi todo, nos gusta creérnoslo. Yo lo cuento como verdad bíblica.
Otros pocos fuimos más esforzados. Por un sendero ribereño de cuento alcanzamos el seminario tras una larga hora de paradas, fotos, disparates y charlas animosas. No comprendo bien el gozo de la Iglesia de Córdoba porque la justicia le haya devuelto la titularidad del seminario y su terreno. La letra menuda del testamento de la duquesa de Peñaflor, al parecer, le ha favorecido. ¿Para qué? Aquello es un enorme edificio en ruinas, todo comido por maleza, sicomoros, escombros, crías de almezos y algarrobos. ¡Qué lástima! Lo que fuera en su día nuestro glorioso seminario devorado hoy por la montaña, convertido, casi, en un accidente del monte. Fortaleza rendida a la devastación, al saqueo y al abandono más absoluto. Como si fuésemos una pandilla de rateros saltamos la gran cancela de abajo. Aquello es nuestro, nos pertenece por historia, por memoria, por devoción y por insistencia. Nosotros y sólo nosotros le damos consistencia. Y sin embargo nos vemos obligados a comportarnos como salteadores de caminos. Al pasar por la sala de juegos me acuerdo siempre de mi paisano Manuel Gámez Rivera, un as en el ping-pong. Fue luego todo muy divertido porque Ginés, uno de los "pigmeos", a la vuelta del "Salto del Fraile", nos enseñó caminos y vericuetos próximos que ellos frecuentaban y que nos eran totalmente desconocidos para el resto. Lo más llamativo fue cuando nos condujo a una cueva secreta, descubierta por ellos mismos, en pleno precipicio, donde escondían su armamento de lanzas, navajas y demás enseres bélicos y de caza e, incluso, nos decía, manjares perecederos provenientes de la talega de la ropa limpia para ponerlos a salvo de la posible requisa de los curas, que la humedad del sitio los protegía. Ginés es un tío gracioso, conserva su cara de pillo, su genio vivo y su sentido del humor. Nos contó que, siendo sus padres analfabetos, al recibir las primeras notas del trimestre su madre se pavoneaba ante las vecinas del pueblo pregonando que su niño era el número uno en matemáticas... porque había sacado eso, un uno.
Luego, en la casona que alquilamos para el evento, el cortijo de "Las Piedrecitas", tuvo lugar el macro encuentro y el ágape-comilona. La sobremesa fue muy entrañable. Muchos de nosotros leímos en público unas breves cuartillas relatando algún episodio, vivencia u anécdota curiosa de aquellos tiempos. Y así nos enteramos todos que el Luna había sido presentador de una especie de escala en hifi que se hacía en el entorno de la piscina, y que un día le llamó hijo puta al médico del pueblo como acto reflejo al recibir el pinchazo de éste en su rodilla inflamada; o que Manolo Cosano fue cesado ipso facto como sacristán de la capilla por haber hurtado algunas magdalenas del comedor de los curas; o del jueguecito sensual que se traía el Jaime con la leche condensada en tubo; o del acto de insubordinación, rebeldía y soberbia que protagonizaron Montes Santiago y otros de su curso entregando en blanco un examen como forma de protesta; o del estómago de camello que debía de tener Paco Moreno Osuna, capaz de tomarse una sopera entera de sopa de estrellitas en la cena; de la desdichada e inmerecida fama de vago que los curas atribuyeron al bueno de Luis Enrique; de la gripe tan rara y delirante de Miguel Estepa, o de los intentos virtuales de escarceos eróticos de José Pablo, el Barona y el Fili con la Isabelita.
Sin que de ninguna manera fuera ése el propósito, el caso es que se estableció de una forma espontánea una especie de concurso, de manera que parecía que el relato que más aplausos y risas consiguiera fuera el ganador. No hizo falta la mano alzada. De corrida ganó la redacción de Antonio Estepa. ¡Que tío más gracioso! ¡Y lo fino y certero de su pluma! Tituló el relato como la enfermedad primaveral. Se describió a sí mismo, por aquellos entonces, como un ser blando, peludo... como Platero, y transparente como alas de libélula y que fue el contacto con nosotros, sus compañeros, el que lo volvió opaco y adiposo. De eso nada, ya nos lo entregaron gordo desde Montalbán. El estallido de la primavera embriagada de colores, olores e insectos le pilló a él encamado en la enfermería. Y cuenta con una gracia insuperable sus artimañas de enfermo para enfocar, con precisión de artillero, el ángulo más favorable de visión de la muchacha que fregaba el suelo cuerpo a tierra. Un figura.
Entramos en los Ángeles con once años, tenemos ya sesenta y uno. Hemos sufrido, sí, algunas bajas irreparables. Es la vida. Los demás, ahí seguimos. Y cada año sumamos gente. Se dice pronto.