Hoy os voy a contar una historia increíble. Y tierna también.
En la consulta tienes que andar muy listo y rápido de reflejos. El tiempo es finito y debes exprimirlo hasta la última gota. Un gesto, una mirada, un lapsus, un acto fallido... pueden darte la clave de lo que buscas. ¡Ni que fuera tu consulta una sala de interrogatorio policial!, pensaréis. Pues, casi. La mayoría de las veces el motivo de consulta o estudio es claro y explícito: hay gente que viene por anemia, por hipertensión, porque le ha salido un bulto aquí o allí o porque está perdiendo peso sin proponérselo. Pero hay otras situaciones menos claras, digamos que los motivos son más difusos, nada concretos. Esta mujer.
Esta mujer ha pasado ya de los ochenta pero se le ve la mar de pizpireta. Al pronto, extraña el motivo por el que la manda su médico: "cansancio extremo", pone en el volante.
-Amos a ver señora, ¿por qué viene usted a mi consulta?
-¿Por qué va a ser? -responde con cierta altivez-, porque me ha mandao mi médico...
Mal empezamos, me río por dentro.
-Ya, vale. Me refiero a que qué es lo que le pasa.
-Ah. Bueno... pues es que llevo como un año más o menos que me siento muy cansada. Un poner, estoy fregando los platos ¿no?, pues tengo que dejarlo, voy por la calle paseando con mi marido, me tengo que parar... en fin que no vale una pa ná.
-¿Y tendiendo la ropa? -le pregunto no porque eso tenga algún valor clínico añadido sino porque para mí es la tarea más penosa de las casas, la que más esfuerzo requiere, agáchate a coger los calcetines o las bragas del barreño de plástico -¿cómo es posible que una mujer sola gaste tantas bragas?-, levanta los brazos hasta el tendedero, ponle las pinzas, corretea un rato detrás de la perrita que se lleva en la boca un calzoncillo, repítelo todo treinta veces... ¡qué hartura!
-No, en eso no me he fijado, yo creo que no, que eso no me cansa.
Buena pista.
Repaso su historial en el ordenador, la exploro a conciencia, veo su analítica, un poquito de falta de hierro, la radiografía, la última ecocardio que le ha realizado su cardiólogo, los tratamientos que toma... La verdad, no encuentro el motivo de este raro cansancio que no le permite fregar los platos pero sí tender la ropa. Rendido, me vuelvo a dirigir a ella:
-Señora, yo no encuentro la causa de lo que le pasa. Mire que llevamos media hora, que he repasado todo lo suyo, que la he registrado de arriba abajo... -Y ya uno tiene que echar mano de experiencia-. A usted le pasa algo que no me ha contado -le espeto de pronto, como tirándome un farol-. ¿A que sí?
La mujer cambia de color, mira a su hija como diciendo ya me ha pillado, me vuelve a mirar a mí extrañándose de mi atrevimiento y de mi perspicacia, al fin suspira. Un largo suspiro.
-Mamá, no pasa nada. Estamos aquí para eso. Desahógate de una vez, mujer -es la hija quien toma ahora la palabra, una mujer serena y apacible.
La señora se ha derrumbado, dos chorreras de lágrimas brotan de pronto, casi a borbotones, de sus ojos, antes vivos, ahora melancólicos. El nudo de su garganta no le permite articular palabra.
-Mamá, por favor...
-Déjala -corrijo a la hija.
La mujer llora largamente. Le cojo sus manos con las mías. Al cabo, se enjuga con su pañuelito, se rehace y se disculpa. Pero no habla.
-Cuéntemelo usted -le digo a la hija-, a ver.
¡Qué cosas le pasan a las criaturas del Señor! ¡Con lo simple que es la vida en mi casa! Hará un año, más o menos, que regresó al pueblo una anciana viuda de la edad de esta mujer que en su día emigró a Cataluña. Y resultó que esa anciana fue la primera novia de su marido allá por los años cincuenta. Y que su marido -¡qué calientes y salidos los hombres, todos- se ha encaprichado con ella y ella con él -¡anda que también la señora catalana...!-. Pero, nada de nada, nada pecaminoso, sólo charlar, verse un poco a escondidas, llamarse por el móvil, algún beso -sin lengua desde luego- de despedida o de saludo y ya está.
-Y está bien, y a mí no me hubiera importado -salta al fin desgarrada la anciana mujer-, lo hubiera comprendido. Lo que me ha matado es la mentira, la ocultación, "Oye Manuel, aquí hay una llamada de Angelines", "No, no, ése será un número equivocado", "Oye niño, ten cuidado que me han dicho que ayer te vieron con Angelines, ya sabes cómo es la gente", "No, qué va, ayer estuve toa la tarde en el hogar de los viejos jugando al dominó", eso es lo que no he podido soportar. Y me ha acarreado, es verdad, una depresión.
-Lleva usted razón. Yo creo que la base de una relación de pareja debe ser la sinceridad y la lealtad. Ni siquiera la fidelidad, sino la lealtad. Así que la comprendo a usted perfectamente. Pero ya está todo aclarado. Su marido le ha pedido perdón. Pelillos a la mar.
-Sí, pero cuesta.
Puede creer erróneamente la gente nueva que este tema del desamor sólo les atañe a los jóvenes. La vida nos va enseñando cosas, cosas impensables a ciertas edades, cosas como que el amor no entiende de años ni de arrugas. Quien bien te quiere te hará llorar. A cualquier edad.
Y entonces se me viene al pensamiento cómo se puede enterar el médico de cabecera de todas estas historias si sólo dispone de diez minutos por paciente. Imposible. A mí me ha costado casi una hora. Y son historias relevantes, que te dan la clave del diagnóstico en muchos casos, que de su conocimiento, a la postre, se deriva el ahorro de pruebas molestas, caras e innecesarias. Sin la última confesión, esta mujer posiblemente se hubiese ganado dos endoscopias y un TAC. Por lo menos.
Saber escuchar, ese arte que debe poseer todo médico, que nunca podemos perder.
Esta mujer ha pasado ya de los ochenta pero se le ve la mar de pizpireta. Al pronto, extraña el motivo por el que la manda su médico: "cansancio extremo", pone en el volante.
-Amos a ver señora, ¿por qué viene usted a mi consulta?
-¿Por qué va a ser? -responde con cierta altivez-, porque me ha mandao mi médico...
Mal empezamos, me río por dentro.
-Ya, vale. Me refiero a que qué es lo que le pasa.
-Ah. Bueno... pues es que llevo como un año más o menos que me siento muy cansada. Un poner, estoy fregando los platos ¿no?, pues tengo que dejarlo, voy por la calle paseando con mi marido, me tengo que parar... en fin que no vale una pa ná.
-¿Y tendiendo la ropa? -le pregunto no porque eso tenga algún valor clínico añadido sino porque para mí es la tarea más penosa de las casas, la que más esfuerzo requiere, agáchate a coger los calcetines o las bragas del barreño de plástico -¿cómo es posible que una mujer sola gaste tantas bragas?-, levanta los brazos hasta el tendedero, ponle las pinzas, corretea un rato detrás de la perrita que se lleva en la boca un calzoncillo, repítelo todo treinta veces... ¡qué hartura!
-No, en eso no me he fijado, yo creo que no, que eso no me cansa.
Buena pista.
Repaso su historial en el ordenador, la exploro a conciencia, veo su analítica, un poquito de falta de hierro, la radiografía, la última ecocardio que le ha realizado su cardiólogo, los tratamientos que toma... La verdad, no encuentro el motivo de este raro cansancio que no le permite fregar los platos pero sí tender la ropa. Rendido, me vuelvo a dirigir a ella:
-Señora, yo no encuentro la causa de lo que le pasa. Mire que llevamos media hora, que he repasado todo lo suyo, que la he registrado de arriba abajo... -Y ya uno tiene que echar mano de experiencia-. A usted le pasa algo que no me ha contado -le espeto de pronto, como tirándome un farol-. ¿A que sí?
La mujer cambia de color, mira a su hija como diciendo ya me ha pillado, me vuelve a mirar a mí extrañándose de mi atrevimiento y de mi perspicacia, al fin suspira. Un largo suspiro.
-Mamá, no pasa nada. Estamos aquí para eso. Desahógate de una vez, mujer -es la hija quien toma ahora la palabra, una mujer serena y apacible.
La señora se ha derrumbado, dos chorreras de lágrimas brotan de pronto, casi a borbotones, de sus ojos, antes vivos, ahora melancólicos. El nudo de su garganta no le permite articular palabra.
-Mamá, por favor...
-Déjala -corrijo a la hija.
La mujer llora largamente. Le cojo sus manos con las mías. Al cabo, se enjuga con su pañuelito, se rehace y se disculpa. Pero no habla.
-Cuéntemelo usted -le digo a la hija-, a ver.
¡Qué cosas le pasan a las criaturas del Señor! ¡Con lo simple que es la vida en mi casa! Hará un año, más o menos, que regresó al pueblo una anciana viuda de la edad de esta mujer que en su día emigró a Cataluña. Y resultó que esa anciana fue la primera novia de su marido allá por los años cincuenta. Y que su marido -¡qué calientes y salidos los hombres, todos- se ha encaprichado con ella y ella con él -¡anda que también la señora catalana...!-. Pero, nada de nada, nada pecaminoso, sólo charlar, verse un poco a escondidas, llamarse por el móvil, algún beso -sin lengua desde luego- de despedida o de saludo y ya está.
-Y está bien, y a mí no me hubiera importado -salta al fin desgarrada la anciana mujer-, lo hubiera comprendido. Lo que me ha matado es la mentira, la ocultación, "Oye Manuel, aquí hay una llamada de Angelines", "No, no, ése será un número equivocado", "Oye niño, ten cuidado que me han dicho que ayer te vieron con Angelines, ya sabes cómo es la gente", "No, qué va, ayer estuve toa la tarde en el hogar de los viejos jugando al dominó", eso es lo que no he podido soportar. Y me ha acarreado, es verdad, una depresión.
-Lleva usted razón. Yo creo que la base de una relación de pareja debe ser la sinceridad y la lealtad. Ni siquiera la fidelidad, sino la lealtad. Así que la comprendo a usted perfectamente. Pero ya está todo aclarado. Su marido le ha pedido perdón. Pelillos a la mar.
-Sí, pero cuesta.
Puede creer erróneamente la gente nueva que este tema del desamor sólo les atañe a los jóvenes. La vida nos va enseñando cosas, cosas impensables a ciertas edades, cosas como que el amor no entiende de años ni de arrugas. Quien bien te quiere te hará llorar. A cualquier edad.
Y entonces se me viene al pensamiento cómo se puede enterar el médico de cabecera de todas estas historias si sólo dispone de diez minutos por paciente. Imposible. A mí me ha costado casi una hora. Y son historias relevantes, que te dan la clave del diagnóstico en muchos casos, que de su conocimiento, a la postre, se deriva el ahorro de pruebas molestas, caras e innecesarias. Sin la última confesión, esta mujer posiblemente se hubiese ganado dos endoscopias y un TAC. Por lo menos.
Saber escuchar, ese arte que debe poseer todo médico, que nunca podemos perder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario